1. Introducción
Si se revisa desde una perspectiva genealógica la producción teórica sobre la configuración de una literatura que pueda ser definida como "nacional" frente a las llamadas "literaturas regionales", se observará que predomina en ambas perspectivas contrapuestas
[...] el concepto europeo de literatura nacional y de su extensión a los espacios regionales y latinoamericano, especialmente en lo que toca al requerimiento de la unidad, homogeneidad o sistematicidad como condiciones de existencia de una nacionalidad y de su literatura. (Cornejo Polar, 2014, p. 158)
Para afirmar esta hegemonía, la crítica literaria se hace cómplice de este sesgo, ya que, como afirma Marcelo Topuzian, remite sus análisis solo a "las tres o a lo sumo cuatro lenguas europeas prestigiosas que es posible manejar con soltura para el estudio de la literatura" (Topuzian, 2017, p. 9). Ello supone "la reducción de la literatura latinoamericana exclusivamente a la escrita en lenguas europeas y bajo normas estéticas propias o derivadas de Occidente" (Cornejo Polar, 2014, p. 159). La crítica a esta determinación eurocéntrica de lo nacional-literario implica el cuestionamiento metodológico de cualquier justificación de la hegemonía de una literatura cualificada como nacional, pues no "cubre la dimensión íntegra de la literatura latinoamericana, ni de sus literaturas regionales y nacionales" (Cornejo Polar, 2014, p. 160), debido a que, como lo expresa Sosnowski (2015), "pensar la patria desde el triunfo [de las luchas de independencia y de liberación nacional] era responder a un ideario criollo europeizante" (p. 166).
Si nos situamos en el campo literario nacional, Domingo Melfi constata que en Chile, desde el año 1842, con la generación de J. V. Lastarria, "[l]a aspiración a crear una literatura eminentemente nacional" (Melfi, 1938, p. 7) se hace programática, ya que se busca el "perfeccionamiento de la gesta emancipadora, mediante la consiguiente conquista de la autonomía cultural, lo que entrañaba el doble propósito de la edificación de una conciencia democrática y la fundación de las literaturas nacionales" (Durán-Cerda, 1973, p. 296). En este proceso, la provincia es minorizada como
[...] la reserva de lo noble, de lo entero que se empieza a diferenciar de la escritura de la urbe metropolitana, pues en la capital las corrientes cosmopolitas o la sujeción a los modelos mal digeridos de las sociedades europeas, alteran la serenidad y la pureza de la vida social. (Melfi, 1938, p. 9)
Así, desprecia el hecho de que en las escrituras de provincia se "han desarrollado microclimas lingüísticos con fauna propia, con referentes locales, en la relativa atemporalidad de la provincia, o bien, dialogando con autores universales, creando y habitando islas de lenguaje a la deriva" (Moncada, 2016, p. 15). En este tenor, cabe destacar que desde el siglo XVIII Valparaíso se integró a una red portuaria en la apertura transoceánica del Imperio español, la cual se constituyó mediante puertos que se integraron a la dinámica de la mundialización colonial: "junto con Buenos Aires y Montevideo, fueron también La Habana, Cartagena, Valparaíso, Concepción, Arica, Callao y Guayaquil" (Rocca, 2000, p. 70) aquellas ciudades-puerto que participaron de estas dinámicas de intercambio y circulación. Ello es relevante para levantar una genealogía de la emergencia de literaturas que se sitúan desde una constelación imaginaria diferencial que no se corresponde con la representacional unitaria del Estado-nación centralizado, como una geopoética (White, 2019) inscrita en la constelación escenográfica portuaria que se hizo posible con la "revolución espacial" (Schmitt, 2001) como consecuencia de la apertura transoceánica mundial y la instalación del imperialismo. Esto permitiría poner en relevancia y visibilidad la producción de escritores ligados a espacios locales conectados con la condición urbano-portuaria, los que han sido deficitariamente integrados en la construcción del canon de la literatura nacional, sustentado en un proyecto de nación que,
[...] como es bien sabido, tiene sus raíces en una racionalidad ilustrada y romántica que lleva a cabo el proceso de incorporación a la modernidad no sin subrepticios y enconados pleitos por el poder simbólico legitimador, correlativo a la unificación homogeneizadora que continuaba el centralismo colonial. (Rojas Castro, 2010, pp. 45-46)
Sin embargo, junto con este análisis desde una dimensión geocultural territorializada, en el que se hace patente que "tanto la literatura española como el propio castellano se han caracterizado por un distanciamiento y un olvido del mar" (White, 2019, p. 30), es pertinente integrar los sesgos de clase que están inscritos en las prácticas de canonización; los mismos que dejan a otro cúmulo de múltiples hablas y escrituras fuera -o en los márgenes- del discurso investido como "literario". Así, "la realidad mayormente elidida en el discurso de los padres de la cultura ilustrada era la escasa participación de las clases populares en el imaginario que construían liberales y conservadores desde la capital" (Landaeta y Cristi, 2019, p. 76).
Para sustentar esta propuesta de lectura, se establece una homología entre la "literatura regional" y la "literatura marginal", toda vez que en ambos caso se hace referencia a literaturas surgidas en una posición de disidencia y minoridad frente a la estructuración centralizada de los Estados nacionales latinoamericanos, discurriendo soterradas respecto al canon nacional-metropolitano, que se constituye como
[...] una elección de obras que en su conjunto poseen cualidades ideológicas y culturales, y que dan forma a un entramado que se constituye como una selección que posee un poder simbólico, y que se le atribuye valor cultural en desmedro de otras obras. (Carvacho, 2016, p. 35)
No obstante, como lo señala Alicia Ortega, todo canon "no solamente inventa una literatura al momento de mostrar y poner en relación unas obras con otras, sino que deviene, asimismo, punto de futuras rupturas en la emergencia de otros discursos críticos a lo largo de la historia" (2017, p. 14). Para darle sustento a esta perspectiva de análisis, la categoría de "minoridad" permite elaborar una crítica que no se quede solo en la impugnación de la literatura cualificada como "nacional", sino que ponga en crisis los procedimientos de canonización, toda vez que:
Esta condición de minoridad de una lengua y de la literatura que se pueda producir desde ella, radica en que ésta se constituye desde una constante doble imposibilidad: imposibilidad de escribir, según los cánones establecidos por una cierta "academia", pero, al mismo tiempo, imposibilidad de no escribir, de dejar un registro, un rastro, una huella que dé cuenta de lo que le está aconteciendo a un sujeto, a un cuerpo, a un "pueblo" en proceso de constitución. (Rojas Castro, 2010, pp. 44-45)
Este artículo, junto con tomar como punto de partida la segregación geocultural territorializada en la construcción del imaginario de la nación, se propone una genealogía crítica de las condiciones históricas, epistemológicas y documentales de los conflictos inmanentes a la sociabilidad chilena y la consecuente exclusión de las clases bajas; ello en correlación con procesos más extensos, que nos remiten a las tensiones políticas que han circulado subterráneamente en la modernidad, lo que se conceptualizará como la "teoría ascendente del poder". A partir de esto, se revisará la conformación de la sociedad chilena desde la historia social, destacando los procesos de organización y resistencia de las clases bajas desde el concepto de "contrato colonial". Este fue elaborado por Patricio Lepe Carrión (2016), como una determinación dermopolítica de la diferencia racial, situando el problema en la ciudad puerto de Valparaíso como un entreport inscrito en la dimensión transoceánica de la modernidad. Se finaliza, a modo de conclusión, con una revisión de algunos autores y textos literarios en los que se expresa esta doble marginalización como minoridad geocultural y una disidencia de clase, a partir de la cual se pueda configurar una geopoética portuaria en Valparaíso.
2. Colonialismo, soberanía popular y la teoría ascendente del poder
La sociabilidad de la formación social capitalista subdesarrollada chilena1 se ha ido configurando a partir de un conflicto determinado por la fuerza simbólica y coercitiva de la construcción de la unidad de la nación. Este proceso de subordinación y sometimiento de los sectores más marginados de la sociedad entra en choque con otro proceso inmanente a la construcción política popular de Chile, sustentado en una experiencia de organización que tenía 200 años de práctica efectiva -y no menos conflictiva- para el momento de la Independencia, configurando un tejido socio-histórico que se afirma en la teoría jurídico-política hispana que señala que "la potestad soberana desciende de Dios al titular a través del pueblo y por su libre consentimiento" (Eyzaguirre, 2000, p. 18). Ello tiene como contexto el hecho de que a la corona española, en el proceso de expansión geográfica imperial, no le bastó con la formalidad de la donación pontificia de los territorios del Nuevo Mundo (1493), sino que buscaron "la adhesión voluntaria de sus nuevos súbditos" (Eyzaguirre, 2000, p. 24); así había sido instituido por la teoría política medieval, desde Isidoro de Sevilla (siglos VI-VII) hasta Francisco de Suárez y Luis de Molina (siglos XVI-XVII) en el ámbito de la monarquía hispana. Este principio que establece que si bien el poder de soberanía emana desde arriba, a partir de una concepción hierocrática y trascendente del poder, requiere del asentimiento subjetivo de los súbditos para su ejercicio; por lo tanto, la soberanía absoluta del rey se construye desde la enajenación de la soberanía popular, pues hay un miedo al pueblo en la base de la soberanía real, a la vez que hay una necesidad del pueblo como lugar de legitimación del poder, vía reconocimiento y aclamación. Todo esto fue forjando una tradición de autogobierno previa a la revolución independentista, que supone la afirmación de una concepción ascendente del poder que sería inmanente a la potencia política de la multitud en posición de combate contra una concepción hierocrática del poder, absolutista y despótica. Teniendo estos antecedentes a la vista, se sitúa el conflicto constitutivo de la sociabilidad chilena desde el despliegue histórico y político conceptualizado como la teoría ascendente del poder, y su irradiación hacia la formación de las repúblicas por medio del municipalismo hispano, cuestión que corre en paralelo con el paso del régimen de soberanía al de gubernamentalidad en la administración de la diferencia colonial (Lepe Carrión, 2016, pp. 81-86).
La teoría ascendente del poder emerge en el fragor de las disputas jurídicas y políticas en torno a si la primacía del gobierno de la Iglesia radicaba en el Papa o en el Concilio durante la Baja Edad Media (siglos XIII-XIV). Marsilio de Padua (1275-1342) teoriza esta disputa de una forma tal que puede ser considerado como el primer filósofo político de Occidente, ya que "se esfuerza en explicar la constitución social a partir de principios racionales y propone superar conflictos con criterios estrictamente laicos" (Bayona Aznar, 2009, p. 197). El trasfondo de esta discusión implica una concepción de la soberanía popular que se articula como una ontología inmanente del poder que trastoca la ontología hierocrática que suponía un origen trascendental y supranatural del mismo. La principal potencia política de la teoría ascendente del poder se sustenta en la afirmación de que "el poder es único, y radica en la multitud como subjetivación colectiva, en cuanto ésta surge de la inmanencia constitutiva de los individuos y no desde una trascendentalización" (Soto García, 2016, pp. 144-145) que enajene el ejercicio del poder de su base popular (Salazar, 2011), concibiendo a la ciudad (cives) como una organización política autárquica y autónoma, pues la "asamblea popular controlaba el gobierno de su dirigente y de hecho actuaba sobre todo como tribunal" (Ullmann, 1999, p. 4). Esto influirá en los procesos de emancipación en América; en tal sentido, a partir de la disputa generada por la usurpación de la corona durante la invasión napoleónica, se "permite al pueblo reasumir la soberanía e instituir un nuevo gobierno cuando el titular se halla en imposibilidad de ejercerlo" (Eyzaguirre, 2000, p. 93), derecho al cual apelaron algunos sectores criollos en las colonias para exigir participar en condiciones de igualdad ante la Junta central en España (1809), como poder representante del pueblo fiel al monarca legítimo. De ahí en más, la demanda independentista derivará en procesos revolucionarios y de liberación nacional (Morales, 2008).
En este punto se hace pertinente una precaución metodológica hecha por Saskia Sassen en función de la necesidad de considerar las diferencias cualitativas entre los sujetos con poder, y aquellos que disputan por los flujos y espacios de poder dentro de un mismo relato histórico:
La indagación sobre los registros históricos nos muestra que, en efecto, los sujetos carentes de poder pueden hacer historia, pero para ver los resultados es necesario emplear temporalidades mucho más extensas que las de los sujetos poderosos y trazar una distinción entre la idea de hacer historia y la idea de adquirir poder. (Sassen, 2010, pp. 16-17)
La literatura, en tanto expresión de las producciones culturales de las clases populares, aquellos que luchan por agenciarse poder desde su potencia de actuar, expresa los conflictos políticos y sociales que atraviesan a los individuos y los colectivos en las disputas por la construcción de la unidad de la nación. Esta determinación política permite tomar distancia crítica ante la imposición de un canon literario instituido como nacional, teniendo claro que "Forjar un pueblo, tal es el lema del canon que instituye la literatura nacional en América Latina" (Rojas y Landaeta, 2018, p. 62). Desde esta perspectiva de análisis genealógico, la teoría ascendente del poder se constituye como el dispositivo en el que se cruzan la dimensión geocultural y de clase en la construcción de la unidad del Estado nación chileno.
3. Contrato colonial y dermopolítica: la invisibilización de los cuerpos populares
El historiador Jaime Eyzaguirre ha hecho notar cómo la arraigada tradición de autogobierno, propia de las comunidades en la península ibérica, determinó que los súbditos en las colonias tuvieran conciencia de que la constitución del poder municipal fuese "el medio más efectivo para hacer valer los derechos de la comunidad frente a la corona" (Eyzaguirre, 2000, p. 27). Así, esta hizo lo posible por evitar que las prácticas de autonomía se replicasen en las colonias, obstruyendo el fortalecimiento de los municipios: "Los agentes del rey procuraron siempre sortear los intentos de convocatoria a Cortes o juntas intermunicipales en las provincias indianas, convencidos de que el espíritu levantisco que en ellas latía, podía encontrar en tales reuniones peligrosos estímulos" (Eyzaguirre, 2000, p. 27).
Ello tiene un correlato cultural en los controles que adoptó la corona española sobre la importación de libros de romance, porque, tal como lo documenta Fernando Alegría: "en cédula real de 1534 se argumentó que era preciso evitar que los 'indios', reconociendo el carácter ficticio de las novelas, fuesen a creer que también las Sagradas Escrituras y 'otros libros de Doctores' eran obras de fantasía" (Alegria, 1966, p. 60). La imaginación es sospechosa de movilizar la fuerza disidente inscrita en la potencia política de los individuos; por lo mismo, el poder municipal adquirió un rol preponderante como lugar efectivo donde se ejercía una relativa autonomía territorial, administrativa y económica. Gabriel Salazar ha documentado de forma consistente que
[...] el "pueblo" chileno (definido entonces como el conjunto de "vecinos con casa poblada") había vivido organizado en "pueblos" (ciudades, villorrios, aldeas, lugares...) o comunidades locales, muy distantes unos de otros [...], muy lejos del Rey de España, e incluso del Gobernador de Chile, que residía en Santiago. (Salazar, 2011, p. 35)
La integración -primero colonial, luego nacional-, de Chile, se desarrolló en una constante disputa por la autonomía política, económica y territorial de los grupos que quedaban marginados del espacio republicano, lo que generó movimientos populares de resistencia política y cultural. A partir de estas resistencias a las políticas de disciplinamiento y control, se configuró una sociabilidad bandolera, de chingana, burdel, garito, bodegón o chiribitil (Salazar, Pinto & Durán, 1999, p. 147), la que se expresaba en la aparición de grupos sociales marginalizados, que disputarían por su visibilización en el espacio republicano; esto generó prácticas de autonomías territoriales y autarquía política, constituyéndose en lo que se ha denominado la "mala diversidad", en el sentido de ser aquella parte de la población con la cual el Estado no firma ningún pacto, sino que busca su subordinación o aniquilación.
El surgimiento de la república de Chile y los procesos de formación y modernización del Estado han sido administrados y hegemonizados por una clase política que ha defendido a muerte sus cuotas de poder: la clase de "los ricos", en pugna permanente con los pobres y marginados2. Este grupo social, los rotos o la clase baja, está conformado por el pueblo mestizo, población que "se multiplicó de modo tan vertiginoso, que no pudo ser absorbida cultural y socialmente por ninguno de sus progenitores [indios o criollos españoles], convirtiéndose en cambio, por número, situación y proyección, en un gran tercer pueblo" (Salazar, 2012, pp. 130-131). Esta masa mestiza, que constituye "la esencia cuantitativa y cualitativa de las 'clases bajas' emergentes [...] o 'plebe' chilena" (Lepe-Carrión, 2016, p. 20), quedó fuera tanto de la legislación colonial, como del reconocimiento en el espacio de la naciente república, siendo considerados como una amenaza constante para el orden de la nación; de ahí que "la historia del 'bajo pueblo' puede asumirse como la continuación natural de la historia del 'pueblo mestizo'" (Salazar, 2012, p. 137), que pugna por ser reconocido como sujeto político en el segregado espacio republicano.
Lo que subyace, como lógica inmanente al proceso de conformación del pacto de sociabilidad en Chile, tanto en la Colonia como en la República, es lo que Lepe-Carrión ha conceptualizado como "contrato colonial", que se sostiene en la "racialización de las clases bajas, como la construcción de una verdad social, sustentada en un discurso antropológico que, de manera implícita, permitía legitimar la explotación y dominación de un grupo social sobre otro" (Lepe-Carrión, 2016, p. 14). Este dispositivo se sustenta en una "dermopolítica" (Mameni, 2017), entendida como el proceso en el cual la "raza" ha sido "epidermalizada", experimentada en el nivel de la piel, el cuerpo y la carne, constituyéndose la pigmentación de la piel en el "más poderoso instrumento de dominación y clasificación social; será el criterio más visible de configuración de la economía capitalista, y de las nuevas identidades sociales que la hicieron posible: 'indio', 'negro', 'mestizo', 'blanco', etc." (Lepe-Carrión, 2016, p. 80). Así es posible comprender cómo la categoría de "raza" será la que determine todos los proyectos de conformación de cualquier unidad nacional en los emergentes Estados nacionales, normativizando los procesos de promoción social desde una perspectiva dermopolítica:
El único modo de acceso al poder, tanto económico como social, o político y militar, que desde la colonia los europeos instauraron como modelo clasificatorio y de segregación social, consistía en la negación de las manchas (macula) de tierra y en la afirmación testificada de la pureza de sangre. (Lepe-Carrión, 2016, p. 13)
De esta manera, la colonización planetaria por parte de las potencias imperiales, [...] se convierte en un soporte que articula las relaciones sociales con las subjetivas, es decir, como una matriz que aparece y se construye en torno al encuentro entre una multiplicidad de fuerzas a una escala global por un lado (raza, género, clase), y de técnicas políticas muy específicas por otro (encomiendas, esclavitud, misiones, parlamentos, etc.). (Lepe-Carrión, 2016, p. 77)
El concepto de "contrato colonial", concebido como una dermopolítica, permite establecer el sustrato genealógico y epistemológico que sustenta el horizonte histórico y conceptual del análisis crítico que se propone.
4. Valparaíso salvaje: capitalismo, mestizaje y resistencias
Se ha planteado que en la base de la fundación simbólica de Chile opera el contrato colonial como una forma de subjetivación a partir de una determinación dermopolítica; asimismo, que la teoría ascendente del poder es el horizonte genealógico desde el cual comprender la expresión de la potencia política popular en conflicto con la formación de los estados nacionales latinoamericanos después de los procesos de independencia y descolonización, junto con la emergencia de sus literaturas nacionales (Anderson, 1993; Rodríguez, 2011; Topuzian, 2017). En dicho contexto, es por los puertos por donde ingresaba la modernidad en las repúblicas latinoamericanas; ello puede explicarse porque "gran parte de las principales ciudades coloniales sufrieron durante la guerra y demoraron en recuperar su prosperidad y dinamismo" (Martland, 2017, p. 31). De ahí que puertos como Valparaíso, Río de Janeiro, Veracruz, Callao, Guayaquil, Colón, entre otros, fueron lugares que se constituyeron en avanzados núcleos de desarrollo económico y cultural, integrándose a la dinámica de la expansión global capitalista, marcada por la dimensión transoceánica de la modernidad; ello como "metáfora para proponer imaginarios alternativos del mundo [...] centrándose en la rearticulación de áreas geográficas, lógica y culturalmente" (Rodríguez, 2011, p. 190). Estas, a pesar de su dispersión en la cartografía planetaria, son el contexto y el paratexto de otras escrituras y otras literaturas.
En el caso de Valparaíso, la sociabilidad de la ciudad-puerto se configura a partir de una condición escenográfica (Nordenflycht, 2009, p. 159) que permite entender la singularidad de su devenir como entreport del Pacífico sur, diferenciándose tanto de la capital, Santiago, como de otros puertos del litoral subpanameño (Chandía, 2016). De esta manera, se integró a una red portuaria transoceánica en la cual
Valparaíso fue entonces el escenario donde se llevó a cabo el ensayo general de lo que más tarde sería este país modelo, de inspiración portaliana, cuyo elenco estaba a cargo de una poderosa elite castellano-vasca, inglesa, alemana, italiana y de otras nacionalidades. (Chandía, 2013, p. 127)
Después de la victoria militar chilena en la Guerra del Pacífico (1879-1881), la ciudad-puerto "acogió a una comunidad de comerciantes cosmopolitas desde donde se abrieron y establecieron contactos de ultramar con resultados trascendentales para el desarrollo del país" (Chandía, 2013, p. 122). Ello tuvo como efecto que en Valparaíso fuera "desarrollándose una sociedad cuyos habitantes se hacían cargo de los efectos de la inserción de la ciudad en una economía internacional ajena al ritmo local" (Chandía, 2013, p. 127), como una sociedad pragmática y liberal en oposición a la sociedad conservadora y neocolonial de la capital. El terremoto de 1906 constituyó un punto de inflexión en este proceso, pues, desde Santiago, se enajenó la autonomía política y económica de la ciudad-puerto. Como lo afirma Samuel Martland, "[e]l saldo político y administrativo del terremoto es complejo, pero en general disminuyó el poder municipal y aumentó el poder estatal" (2017, p. 197). Si bien hay razones de tipo tecnológico y demográfico para que esto aconteciese, lo que se suma a la "idiosincrasia clasista de sus habitantes" (Martland, 2017, p. 199) y el miedo a un alzamiento popular, como lo acontecido en la huelga de lancheros de 1890, y con la huelga de los trabajadores portuarios en 1903, que tuvo violentos enfrentamientos con las autoridades, hizo que el alcalde de Valparaíso temiese "no sólo a los delincuentes habituales, sino también delitos o desórdenes ocasionados por las circunstancias caóticas" (Martland, 2017, pp. 202-203).
El desarrollo comercial y cultural de Valparaíso se asentó en la segregación del bajo pueblo, el cual alteraba el orden y las buenas costumbres burguesas, pues "el numeroso grupo de pobres e indigentes que invadían a diario la ciudad, no armonizaba con los procesos de modernización desplegados por la burguesía criolla, que inundada por el espíritu aspiracional del período necesita alcanzar su propia definición" (Cárdenas, 2013, p. 68). De ahí que el control social que se comenzó a ejercer en Valparaíso, como en otras ciudades de Chile, tendió a definirse como un control policiaco sobre los pobres, los mestizos y sus formas de sociabilidad popular. Si en la Colonia fueron los habitantes originarios, los "indios", quienes padecieron de forma directa la usurpación y el despojo de tierras y bienes, tanto materiales como simbólicos, ya que se les aplicó una constante política de subalternización, siendo el indígena "construido como sujeto (colonial), su identidad inventada por el europeo, y su lugar en el mundo [...] determinado por el rol que pueda cumplir al interior de la economía capitalista" (Lepe-Carrión, 2016, p. 62), durante la formación de la República, fue a los "mestizos" a quienes se les aplicó una legalidad excluyente, porque "son ellos quienes, por un lado no serán escuchados, y por otro, no serán reconocidos como iguales en dignidad" (Lepe-Carrión, 2016, p. 19). Ello con el agravante de que se les negó la posibilidad de identificarse con algunas de sus referencias de origen: no eran ni blancos, ni negros, ni indios, individuos sin identidad fija, lo que puede ser entendido como un resabio de la forma en que la norma antropológica de la ideología barroca hispana definía las figuras negativas que le daban consistencia y coherencia, tales como "los protestantes, marranos, moros, maquiavelianos, bodnistas, calvinistas, casuistas, ya que en términos políticos representa el enemigo público (Hostis)" (Álvarez, 2015, p. 59). No es extraño, entonces, que el mestizo pobre, el "roto", fuera invisibilizado por todos los discursos históricos y culturales, a pesar de constituir la población mayoritaria de Valparaíso y del país, y que haya sido tratado siempre como un grupo hostil al orden del Estado y de la economía.
El bajo pueblo de Valparaíso estaba conformado por una abigarrada mixtura de individuos empobrecidos y marginalizados de diversos orígenes y nacionalidades; ellos configuraron un modo de vida popular como una anomalía dentro del rígido orden militarizado y religioso metropolitano colonial, el cual se hizo hegemónico en el momento de la construcción de la idea de nación y de la formación del Estado. Sin embargo, es necesario precaverse de asumir acríticamente la difundida imagen de que, cuando se habla de inmigración, principalmente se hace referencia a la de origen europeo-central. Los flujos de inmigrantes europeos "fueron, en su gran mayoría, comerciantes, empresarios o empleados prominentes que desarrollaron una gran movilidad ascendente demostrando cualidades de liderazgo y de organización" (Harris, 2012, p. 183), accediendo a la movilidad social ascendente (Estrada, 2000, p. 52). Así, la formación del bajo pueblo remite exclusivamente a los criollos pobres, indígenas, zambos mulatos y mestizos. Los inmigrantes llegados a Valparaíso implican e incluyen a "proletarios, aventureros, criminales, desertores y deudores" (Harris, 2012, p. 181) principalmente ingleses, franceses, norteamericanos, italianos, entre otras nacionalidades3.
Sin embargo, hay que considerar que en la historiografía es posible encontrar alusiones a la clase media, "que, sin duda, no es sino la referencia a la existencia de grupos sociales nuevos, como consecuencia del proceso de modernización" (Estrada, 2000, p. 25), los que ejercían oficios urbanos vinculados al comercio. De esta participaban los migrantes de la zona centro-sur del país, considerados como los "miembros más dinámicos de la población rural" (Estrada, 2000, p. 45). La mayoría de los individuos que llegaban al puerto participan minoritariamente de un trabajo formal, principalmente hombres sin un oficio conocido y mujeres con oficios domésticos o ligados a las chinganas, quienes "convirtieron los espacios suburbanos o cañadas en centros de diversión pública, y ofrecieron un conjunto integrado de comidas, fritanguería, bebidas alcohólicas, canto, baile, juegos y hasta hospedería" (Rubio, 2007, p. 118). De ahí que, por parte de las autoridades, el comercio callejero fuese considerado como un atentado contra el orden y la higiene social, lo que va desde la venta de mercancías hasta la prostitución y, por lo mismo, es fácil comprender por qué "las primeras funciones asignadas a las policías, se enmarcaron en una serie de acciones de bienestar poblacional, [...] orientadas a regular aquello que no estaba regulado" (Cárdenas, 2013, p. 60, énfasis agregado). En este contexto, argumenta Cárdenas, se produjo un choque entre la burguesía comercial, que gozaba de las transformaciones urbanas de la ciudad-puerto, generándose una diferenciación de clase a partir de un orden jurídico-moralizador que promovió "la erradicación de espacios de encuentro y formas de diversión popular a lugares alejados" (Cárdenas, 2013, p. 30), siendo la principal función de la policía "el control social sobre los pobres, que representaban una amenaza al orden, la moralidad y la higienización de la población" (Cárdenas, 2013, pp. 67-68).
Durante los primeros años del siglo XX, según el discurso oficial, "el foco de la criminalidad se concentraba en los cerros y quebradas" (Cárdenas, 2013, p. 74), lo que significó una dificultad para el control policiaco, a la vez que la marginalización de un grueso sector de habitantes pobres. Ello tuvo como efecto la "coexistencia de dos ciudades, dos realidades de vida muy marcadas" (Estrada, 2000, p. 34): el cerro y el "plan". Los habitantes de los cerros, que hacen fogatas, cantan y ríen sin pudor ni respeto por las buenas costumbres, los que son descritos con temor y distancia por los cronistas y escritores que han dejado una imagen de la vida en la ciudad-puerto, son una mezcla entre criollos pobres, mapuches, negros, chinos, polinesios, entre otros individuos traficados como esclavos, desposeídos de sus tierras, cultura e idioma, desertores de los barcos y aventureros de los más variados orígenes, los que han sido invisibilizados por la escritura letrada sobre la ciudad-puerto y sistemáticamente marginados del discurso histórico oficial. Esto tiene sustento en el hecho de que, en la historiografía sobre Valparaíso, se ha privilegiado la determinación cosmopolita "como pretexto inmejorable que lo ubica habitando una comunidad" (Chandía, 2013, p. 98) que ha logrado invisibilizar que después de la desaparición -aniquilación- de los habitantes originarios, la ciudad-puerto se comenzó a poblar de "una heterogeneidad social y cultural que responde a todas las mezclas de todas partes de la región" (Chandía, 2013, p. 99). Esos habitantes han sido descritos de forma variada, pero siempre peyorativa: "Uno seres medios prietos, medios vagos, medios borrachos, medios peligrosos" (Chandía, 2013, p. 99), los que participan de una sociabilidad fundada en la "risa, el trabajo y el ocio, los amigos, las fiestas, el sexo, el amor" (Chandía, 2013, p. 101), que subvierten la hegemonía de la moral pragmática y eclesial de la burguesía, por lo que la sociabilidad de "Valparaíso oscila entre la tendencia dionisíaca del fondón popular y el mandato católico de España, mantenido por la clase alta" (Edwards, 2012, p. 271).
Es escaso el material documental de primera mano sobre estos grupos; solo referencias desde el discurso oficial de los agentes del Estado, con una mirada ligada a una idea de orden y obediencia al statu quo, junto a las crónicas que hablan de ellos como masas anónimas (los pobres, las mujeres, los mestizos). Sin embargo, al ser los grandes ausentes en la historiografía oficial, se constituyen en el factor cualitativo diferencial que permitiría comprender cómo y por qué Valparaíso se posicionó como el principal puerto de Chile y uno de los más importantes entreport del Pacífico, determinando y cuestionando, al mismo tiempo, el proyecto capitalista nacional y dando forma a un modo de vida en el que aún resuenan las prácticas de autonomías territoriales y políticas en la organización de las clases bajas. Estos grupos, desde su memoria de las luchas locales, han sido los depositarios de la pluralidad sociocultural del puerto, basada en una relación horizontal con los otros, y que "trasciende en insurrecciones, desacatos, emancipaciones, deserciones, comunitarismo, productividad, regidos todos por un principio básico de materialidad" (Chandía, 2013, p. 101), haciendo de la noche día y del día noche como si la vida fuese a durar para siempre, viviendo la vida de una forma carnavalesca, luchando por adquirir poder.
5. Disidencias: la voz del "pueblo" que falta... a modo de conclusión
Proponer este cruce entre el sesgo centralista metropolitano y el de segregación de clase, en clave racializada, en la construcción del canon literario, hegemonizado por la determinación unitaria del Estado nación, se nos plantea como fundamental para desestructurar los discursos que han marcado el corpus de lo que se promueve y difunde como "literatura nacional". En este ejercicio crítico subyace la idea expresada por el filósofo peruano Rubén Quiroz, quien señala que
[...] la historia se construye, el canon se fabrica, las lecturas se deciden desde el patrón paradigmático. Por lo tanto, las transacciones de los discursos hegemónicos tienen que estar solventadas por todo un corpus de materia bibliográfica de la tradición afectada. (Quiroz, 2015, p. 16)
En esta perspectiva, fijar la atención en estos dos sesgos -a saber, el nacional unitario y el de clase racializado- implica la visibilización y puesta en circulación de los saberes y prácticas inscritos en la configuración y organización de una "campo literario" (Bourdieau, 1995). Ello facilitaría para identificar y delimitar las determinaciones económicas, políticas, culturales y simbólicas que le dan soporte material a la emergencia y configuración de la literatura en una ciudad-puerto inscrita en la determinación transoceánica de la mundialización, como lo es Valparaíso.
El rol que la crítica literaria cumple en este ejercicio es fundamental, pues la textualidad crítica visibiliza los vínculos estrechos entre la práctica de la literatura con el comentario que se hace de ella en la configuración de un campo literario, bajo el supuesto de que "la organicidad de una literatura depende más de la crítica que de la propia literatura [...], es el pensamiento crítico el que descubre esos vínculos, los interpreta y hasta propone y formula otros cuya legitimidad es fundamentalmente teórica" (Cornejo Polar, 2014, p. 159). Por lo mismo, no se trata de proponer, o imponer, un canon sobre otro, sino de hacer una crítica epistemológica y política de los procesos de canonización, de los procedimientos mediante los cuales la institución literaria elabora estas prácticas de autolegitimación. Para ello, es necesario situar textos y autores que funcionan como referencias que permitan ir construyendo, no tanto un contracanon, sino más bien visibilizar otras derivas escriturales que den cuenta de las voces y escrituras que han sido obliteradas por la crítica oficial.
En tal sentido, es posible señalar que para el momento en el que el criollismo y el naturalismo fueron relevantes en la construcción de una imagen del sujeto popular en el proceso de configuración de una cultura nacional luego de la independencia, el tema del "pueblo" se hizo fundamental para conservadores y liberales. Sin embargo, en el puerto de Valparaíso, se perfiló de manera más intensa una cultura cosmopolita que contravino y desquició la construcción del "alma nacional" (Salazar, Pinto y Durán, 1999), lo que no solo tuvo efecto en las clases dominantes (Chandía 2003), sino que se configuró como un cosmopolitismo popular. Esto sería visible en el caso de Lastarria (1817-1888), que es un escritor con una "formación culta" (Álvarez Solís, 2015), en el que se expresa el sesgo geocultural y de clase, tanto en su novela Don Guillermo (1860) en la que se cruzan "el mundo mágico y fantástico del cuento folklórico [local de Valparaíso] y el mundo de las concretas relaciones político-sociales a donde van a parar inequívocamente las referencias del cuento" (Goic, 1991, p. 33). Vemos aquí una temprana expresión de la tensión entre la determinación geocultural y la de clase, situada en Valparaíso desde su dimensión cosmopolita.
Por otra parte, mucho se ha alabado -y con justeza- la importancia que tiene Joaquín Edwards Bello (1887-1968) para la construcción de una literatura que pueda ser calificada de "porteña", tanto por sus novelas, v. g. El roto (1920), como por sus crónicas urbanas sobre la ciudad puerto, por ejemplo las recopiladas en Valparaíso. Fantasmas (1955), entre otros varios volúmenes. Pero es interesante, para sostener nuestra hipótesis de lectura, contraponerle la figura de Carlos Pezoa Véliz (1879-1908), quizás uno de los más ilustres marginados de la literatura chilena, que si bien nace en Santiago, siendo su entorno de infancia el Parque Almagro (Gaete, 2018, p. 9), su corta vida y su obra están fuertemente ligadas a Valparaíso. Pezoa Véliz proviene de los estratos populares y logra notoriedad en las letras chilenas expresando el sentimiento colectivo del pueblo, pues, "supera a Lillo en la ruda sutileza para aglutinar en sí el sentimiento colectivo del pueblo" (Guzmán, 1970, p. 11), tanto en sus poemas -como "La pena de azotes"-, como en sus crónicas -por ejemplo, "Tipos nacionales: el niño diablo" (1906)-. Sin embargo, a pesar ser reconocido por autores y críticos posteriores -Raúl Silva Castro: Carlos Pezoa Véliz (1964); Nicomedes Guzmán: Carlos Pezoa Véliz. Antología (1970); Manuel Vicuña: Retratos de escritores chilenos (2014); Cristóbal Gaete: introducción a Tierra Bravía (2018)-, su figura ha sido excluida por otros especialistas -Luis Merino Reyes lo obvia en Perfil humano de la literatura chilena (1967); Leónidas Morales no lo considera en su ensayo Crítica de la vida cotidiana chilena (2012)-, siendo Pezoa un cronista de fuste, al modo de un Edwards.
Hay también autores que están inscritos en el mismo período, pero que escapan a los registros estéticos imperantes, como Carlos del Mudo, quien escribe La ciudad podrida (1937), novela en formato folletín ambientada en Viña del Mar, en la que se narra la relación de un hombre con el medio prostibulario, escapando del romanticismo higienista y filantrópico, situado más bien en el registro del diario íntimo y la confesión de la sexualidad como lugar de la verdad del sujeto (Foucault, 2014), registrando en una descripción naturalista un acercamiento a la complejidad psicológica y social del mundo prostibulario:
Visitando cierta noche una casa elegante de mujeres de mal vivir, una de ellas -que me conocía como escritor- me hizo entrega de un manuscrito y me explicó haberlo hallado en un mueble de su alcoba. [...] Se trataba del "diario" de un hombre. [...] Haciendo -sin pretenderlo, acaso, el autor- una seria acusación contra uno de esos imperialismos que acosan, asolando la humanidad en beneficio de unos pocos. (Mudo, del, 1937, p. 7)
Será la llamada Generación del 38 la que asumirá un compromiso político y social, marcado por el origen de clase de la mayoría de sus integrantes y la cada vez más abierta disputa política por adquirir poder, tal como lo expresan Patricio Landaeta y Ana María Cristi:
Tras el advenimiento del siglo XX en Chile, el panorama literario nacional sufrió importantes transformaciones. La irrupción en escena de nuevos agentes sociales (el mundo obrero organizado en sindicatos, los primeros movimientos emancipatorios de las mujeres, la conformación de la clase media, etc.) logra desestabilizar el poder político y económico hegemónico de la pequeña burguesía que se hizo con el poder nada más estrenarse la república. (Landaeta & Cristi 2019, p. 81)
Si bien Nicomedes Guzmán (1914-1964), Carlos Droguett (1912-1966), Gonzalo Drago (1907-1994) son algunos de sus representantes más reconocidos, hay en esta generación autores arraigados fuertemente a la provincia. Tal el caso de Andrés Sabella (1912-1989), creador del concepto geocultural "Norte grande"; pero también de escritores situados desde la marginalidad de clase, como Armando Méndez Carrasco (1915-1984), autor de Chicago chico (1962), Cachetón pelota (1967), novelas emblemáticas de los bajos fondos prostibularios y delictuales. Méndez Carrasco también escribe y publica El mundo herido (1955), una antibildungsroman ambientada en los cerros pobres de Valparaíso, lugar donde el autor vivió su infancia, en la que se describe el heroico poblamiento de los cerros debido a los desplazamientos por la apropiación de la ciudad de parte de las clases pudientes: "Valparaíso dormía [...]. En el cerro nadie se preocupaba de que yo balancease mi cuerpo sobre un precipicio de treinta o cuarenta metros. Era una hazaña inadvertida" (Méndez, 1955, p. 14). Es destacable que tanto en Chicago chico de Méndez Carrasco, como en El río de Alfredo Gómez Morel (1917-1984), Valparaíso aparezca como un punto de fuga, "en el que [para sus personajes] es posible salir de su condición de subordinación y sometimiento, pero sin ningún índice de liberación ni de redención [sino como] una pura intensidad de la vida asumida en su potencia aniquilante" (Rojas Castro, 2010, p. 49).
Lo esbozado hasta aquí no tiene pretensiones de exhaustividad, teniendo claro que junto con la construcción de categorías histórico-conceptuales y estético-políticas, es necesario hacer el análisis de obras para ir dándole sentido y contenido a una rearticulación de la literatura chilena que se mueva entre la marginalidad y la minoridad, teniendo como precaución de método que la "categoría de marginalidad que le adjudicamos a estos textos literarios tiene que ver más con una manera de leerlos que con una condición de exclusión, negación o invisibilización de los mismos" (Rojas Castro, 2010, p. 46). Ello se condice con la condición de minoridad con la cual se propone organizar este contracanon:
Lo único que permite definir la literatura popular, la literatura marginal, etcétera, es la posibilidad de instaurar desde dentro un ejercicio menor de una lengua incluso mayor. Sólo a este precio es como la literatura se vuelve verdaderamente máquina colectiva de expresión, y adquiere la aptitud para tratar, para arrastrar los contenidos. (Deleuze y Guattari, 1990, p. 32)
Lo que me interesa establecer, como cierre de este escrito, es que la relevancia de fijar una mirada desde este entramado teórico y estético sobre la literatura tiene la intención manifiesta de establecer una distancia crítica y política con las operaciones de canonización. En tal sentido, se hace necesario desentrañar la íntima relación que hay entre la imposición de un canon y las construcciones políticas herederas tanto de la impronta conservadora -que "busca, por una parte, desarticular el dominio avasallador que las ideas liberales y democráticas tienen en Chile" (Cristi y Ruiz, 2015, p. 21)-, como lo quería Edwards Vives en los inicios de la República, o como de la idea de un Mario Góngora acerca de que "el Estado será salvo pues habrá hecho posible la creación de la nación y, en ese sentido, habrá promovido el Bien común de los mortales" (Karmy, 2019, p. 74), en la segunda mitad del siglo XX.
A partir de la crítica de la historia social, cruzada con la perspectiva decolonial expresada en la denuncia del contrato colonial chileno, es plausible sostener que desde la fundación de la República lo que ha acontecido es la conformación de un Estado sin Nación, y de una Nación sin Pueblo, pero que, en ese campo de lucha, lo que ha surgido son unas literaturas disidentes que están en constante conflicto con la construcción unitaria del alma nacional.