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ESTUDIOS

La aventura barroca del ser: en pos de las razones radicales de la metafísica de Francisco Suárez

The Baroque Adventure of Being: Towards the Radical Reasons of Francisco Suárez’s Metaphysics

 

César Félix Sánchez Martínez

Orcid ID: https://orcid.org/0000-0002-0549-5685

Seminario Arquidiocesano de San Jerónimo, Arequipa, Perú Universidad Católica San Pablo, Arequipa, Perú

Contacto: cfsanchez@ucsp.edu.pe


Resumen

El pensamiento de Francisco Suárez (1548-1617), fundamental a la hora de estudiar la recepción por parte de la modernidad filosófica de la tradición escolástica y cuya influencia llegaría a ser muy grande, es todavía objeto de polémica e incluso incomprensión. ¿Incoherente o genial? ¿Moderno o tradicional? ¿Escotista o tomista? En este artí- culo, luego de presentar los principales rasgos de su sistema —y los puntos de vista críticos al respecto—, se formulará una teoría original que explica las razones de su complejidad en el horizonte cognitivo y cultural de su tiempo.

Palabras clave: Francisco Suárez; Doctor Eximius; Escolástica; Me- tafísica; Barroco.


Abstract

The thought of Francisco Suárez (1548-1617), essential when stud- ying the reception by the philosophical modernity of the scholastic tradition and whose influence would become very great, is still the subject of controversy and even incomprehension. Incoherent or mag- nificent? Modern or traditional? Scotist or Thomist? In this article, after presenting the main features of his system —and the critical points of view—, an original theory will be formulated explaining the reasons for its complexity in the cognitive and cultural horizon of his time.

Keywords: Francisco Suárez; Doctor Eximius; Scholasticism; Meta- phyisics; Baroque.


El jesuita que dividió al Perú

En el Cusco áureo del obispo Mollinedo, que se aprestaba con esplendor a ser restaurada luego del terremoto de 1650, un conflicto entre pandillas juveniles amenazaba la tranquilidad del vecindario. El encono se hacía cada vez más agudo e incluso, el mismo obispo, en carta al Rey del 17 de abril de 1678, confesó que "[...] a estado la Ciudad muchas veces en términos de perderse", porque entre los dos bandos —uno compuesto por los alumnos del colegio jesuita de San Bernardo y el otro, por los del seminario de San Antonio Abad— "se an pasado de los dictámenes del entendimiento a efectos de la voluntad, trayendo consigo a toda la Ciudad dividida sin que vastasen los mandatos y órdenes de mis antecessores ni la autoridad de la justicia, pues muchas veces, como moços, les an perdido el respeto" (citado por Rodríguez Garrido, 1994, p. 8).

Cuesta creer en nuestros días que la distinción real y las qvinqve viae, por citar dos ejemplos, pudieran suscitar pasiones tan encendidas. Vivimos en una época en que el hooliganismo se expresa por causas más pedestres. Sin embargo, en el magnificente Cusco del siglo XVII,

[...] al amparo de los colegios regentados por los jesuitas, la filosofía de Francisco Suárez y en general la de los pensadores de la Compañía encontró su campo de difusión. Por otro lado, el Seminario de San Antonio Abad, que dependía del clero secular, pero en el que además había una fuerte presencia de maestros dominicos, fue el centro consagrado al tomismo en la interpretación considerada más canónica y tradicional. Las diferencias de escuela alcanzaron al parecer en el Cuzco tal nivel de oposición, que los alumnos de una y otra tendencia protagonizaron en más de una oportunidad enfrentamientos callejeros. (Rodríguez Garrido, 1994, pp. 6-8)

¿Quién era este pensador capaz no solo de provocar conmoción entre los seguidores de la más clásica de las escuelas —la tomista—, sino también dentro de la misma Compañía de Jesús, su propia orden? Según Daniel Schwartz (2012), en 1624 el provincial ignaciano tuvo que escribir "to the Jesuit School of Lima to seek top put and end to the division between followers of Suárez and those of Vázquez" [al colegio jesuita de Lima, buscando poner fin a la división entre los seguidores de Suárez y Vázquez] (p. 5), el otro teólogo jesuita famoso de aquellos años.

Aquel personaje que había provocado que durante el siglo XVII las dos principales ciudades del Perú y sus centros educativos entrasen en tal grado de ebullición polémica era un apacible y taciturno jesuita fallecido en Coimbra en 1617, hace hoy más de cuatrocientos años. A él, cuya antigua influencia es inversamente proporcional al desconocimiento que padece ahora en nuestros medios académicos, consagraremos este artículo, en pos de hallar la ratio subyacente a su complejo pensamiento.

Suárez y la genealogía del mal

Der ist Der Mann!, era la frase con la que Martin Heidegger en sus seminarios de Friburgo presentaba a un jesuita español del siglo XVI, según le oyó otro español apasionado por el ser, en este caso, Xavier Zubiri, allá por los años 30 del siglo pasado. ¡Este es el hombre! Se trata del jesuita granadino Francisco Suárez (1548-1617), llamado por el papa Paulo V "doctor eximio y piadoso" por su obra De inmunitate ecclesiastica a Venetis violata, una obra teológica dedicada a defender los derechos de la Sede Apostólica. Pero no solo fue un teólogo, sino por sobre todo un metafísico y un filósofo práctico muy influyente. De ahí precisamente la frase de Heidegger (2007), para quien Suárez "[...] en cuanto agudeza mental y a autonomía del preguntar hay que poner aún por encima de santo Tomás" (p. 79). Según el pensador alemán, sería Suárez quien llevaría a cabo de manera más plena la sistematización de la metafísica occidental y en quien se revelaría, de manera genial y meritoriamente clara, la dimensión del dilema (y consecuente olvido) del ser por parte de aquella tradición.

Así, el filósofo granadino siempre acaba siendo contado en muchas genealogías del mal. De esta manera, tanto para Réginald Garrigou-Lagrange (1980) como para Juan José Sanguineti (1977), Etienne Gilson (2005) y Cornelio Fabro (2005), tomistas de escuelas diversas y en algunos casos contrapuestas, Suárez es un heraldo remoto del racionalismo1 e incluso del panlogismo hegeliano. Por otro lado, como teólogo, se le ha acusado, por parte de los nouveaux théologiens encabezados por el sinuoso Henri de Lubac, de ser uno de los endurecedores de la distinción entre un orden natural y uno sobrenatural, pergeñada, según estos autores, por el cardenal Cayetano contra el espíritu de la auténtica antropología teológica de santo Tomás. Finalmente, como filósofo y teólogo práctico, se le ha llegado a culpar del iusnaturalismo ilustrado etsi Deus non daretur de Grocio y Pufendorf, de la primacía del derecho subjetivo por sobre la concepción del derecho como orden metafísico, de corifeo del laxismo molinista por Pascal, e incluso de ser una influencia fundamental para la independencia hispanoamericana. Sea lo que fuere, se ha dicho de todo contra el Doctor Eximio, pero nunca —y eso es bastante significativo— que sea herético. Es difícil para los que nos dedicamos a enseñar materias metafísicas, una labor tan fascinante como desprestigiada en el ámbito académico tecnocrático actual, no simpatizar en lo personal con un personaje tan singularmente odiado por tantos.

Sin embargo, esta crítica sistemática al pensador granadino, especialmente feroz en el siglo XX, esconde paradójicamente un hecho a veces pasado por alto: la inmensa fama que gozó, casi desde los momentos en que escribía sus obras y durante, por lo menos, el siglo y medio siguientes. La Europa barroca y neoclásica aprendió metafísica con las Disputaciones. El mismo Gottfried Leibniz cuenta que cuando era adolescente, para relajarse y descansar la mente de sus arduas labores matemáticas, cogía un tomo de esa obra monumental y lo leía, con la fluidez y el agrado de una novela (Copleston, 2001, p. 360). Wolff conocía con cierta amplitud el pensamiento de Suárez y se referiría "aprobatoriamente al jesuita español en su Ontologia" (p. 360). El libro con el que Descartes aprendería los elementos de la filosofía en La Flèche sería la Lógica Mexicana del jesuita Antonio Rubio, constituyéndose así en sus primeros años en, según Gilson, "discípulo de los discípulos de Suárez" (Calderón, 2011, p. 423).

En los siguientes párrafos procuraremos brindar una mirada rápida —y en difícil empeño por hacerla fácil— de algunos rasgos principales de su metafísica. Sabemos que, por poner un ejemplo un poco inexacto y en mucho pueril, es fácil distinguir a cierta distancia y con poca luz una vaca de una tortuga, pero que, en semejantes circunstancias, cuesta más distinguir un caballo de un burro. Así, para los que estamos formados en la tradición y lenguaje filosóficos aristotélico-tomistas nos cuesta un poco más poder distinguir exactamente las diferencias, sutiles pero fundamentales, entre ambos sistemas. Pero, a la vez, es a la luz de la via antiquorum del Aquinate en que podemos ver el contraste y así comprender mejor el carácter innovador del suarecismo. Aproximarse a él sin una preparación básica en la metafísica clásica es correr el riesgo de caer en un "juego de lenguaje", útil quizá para tener conocimiento superficial del arsenal conceptual que la modernidad filosófica heredaría de la escolástica, pero de profunda opacidad real.

Empezaremos pasando revista al objeto de la metafísica y a las ideas de ser, substancia y materia según Suárez; luego, a las dimensiones y consecuencias de la negación de la distinción real, así como a las curiosas transformaciones que el jesuita realiza a la teología natural tomista y, finalmente, a un balance conclusivo y una interpretación propia de las razones subyacentes del equívocamente genial o, según se vea, genialmente equívoco edificio metafísico suareciano.

El confuso nacimiento de la ontología: el objeto de la metafísica y las ideas de ser, substancia y materia en Suárez

Precisamente, el mencionado Christian Wolff (1679-1754), grande y entusiasta lector de Suárez, discípulo de Leibniz, y quizá el mayor sistematizador de ese genial sincretismo que fue la efímera escolástica racionalista alemana, es uno de los múltiples padres de la ontología. No nos referimos a que Wolff haya creado la vieja ciencia divina a la que se dedicaron Platón y Aristóteles, sino a la división de la metafísica en una metaphysica generalis u ontología, que se ocupa del ente en general (el ens latissime sumptum, que luego veremos) y una serie de metaphysica specialis, cuyo objeto son los entes especiales (Wolff, 1785, pp. 19- 35). Esta división de la metafísica no tendría precedentes en la metafísica clásica y esconde una estructura profunda bastante reveladora de la influencia de nuestro filósofo andaluz. Cabe recordar que la metafísica con la que Kant dialoga es la que proviene de Wolff, a quien en su juventud, cuando estaba embargado todavía en el "sueño dogmático", había seguido.

Mario Enrique Sacchi (2001) sintetiza así la novedad de los aportes de Wolff:

La divulgación del nombre ontología encierra una novedad que merece ser realzada: la mayoría de los autores que han empleado esta palabra han pensado que la ontología sería una metaphysica generalis cuyo sujeto sería el ens latissime sumptum, mientras que el estudio de los géneros particulares de entes sería resorte de sendas metaphysicae speciales que cubrirían la totalidad del espectro temático de la philosophia realis. Así como la ontologia sive metaphysica estudiaría el ens in genere, así la metaphysica specialis se subdividiría en cosmologia seu scientia de ente corporali, en psychologia o pneumatologia seu scientia de ente spirituali creato y en teodicea seu scientia de ente spirituali increato sive de ente divino. (pp. 682-683)

Martín F. Echavarría (2008) contrasta esta novedad con el pensamiento de Aristóteles y santo Tomás de Aquino, quienes se

[...] basan en una concepción análoga del ente, por lo cual si bien la "filosofía primera" es la metafísica, que trata del ente en cuanto ente o del ente común, hay otras disciplinas especulativas en la filosofía, no estrictamente metafísicas, como la física (que incluye el estudio teórico del alma). Por otro lado, la "teología natural" no puede consistir en una aplicación de la noción unívoca de ente (concebido además como "posible") a Dios, como la cosmología lo haría respecto de las cosas de la naturaleza y la psicología con el hombre o el alma humana, pues Dios está más allá de las categorías en que se divide y por las que se define el ente creatural. (p. 44)

Más aún, "[e]l modo tradicional de ver las cosas, al no suponer al ente como un concepto genérico y vacío que se determinaría en cada uno de los entes, permitía una visión analógica de la ciencia (la filosofía) y además, no era apriorista, no cortaba la relación entre las distintas disciplinas teóricas y la experiencia" (p. 44).

José Luis Fernández y María Jesús Soto (2006) contextualizan esta variación wolffiana como la culminación del proceso de transformación del pensamiento tradicional europeo en la llamada modernidad filosófica, encontrándose especialmente, en el núcleo de esta transformación, el divorcio entre fe y razón:

Debe recordarse a este respecto que la filosofía precedente se había encaminado hacia el logro de una síntesis entre la razón y la fe, la cual llegó a su cumplimiento en el siglo XIII. Esa síntesis especifica lo más propio del pensar medieval, hasta tal punto que resulta ya hoy de común consenso que en la Europa medieval la filosofía y la teología podían hallarse en un estado de distinción más o menos clara, pero nunca estuvieron separadas. Cuando se empezó a interpretar su alianza como una traba para el desarrollo de los saberes acaeció la caída de la cultura medieval y, por tanto, se inició el período que llamamos moderno. La metafísica del ser será en este sentido sustituida por la conocida división ilustrada: cosmología racional, psicología racional y teología racional, realizada por Christian Wolff. (p. 20)

En tal sentido, el concepto de ser en general o ens latissime sumptum, término que Wolff, en su sistematización, tomaría aparentemente de la escolástica decadente, como objeto de la ontología, o "metafísica general" encierra esa deriva. Según Juan José Sanguineti (1977):

Si el objeto de la metafísica fuese la esencia de las cosas, o la idea común del ser (esse commune), ipso facto pasaría a utilizar como método la abstractio, se colocaría al mismo nivel de las ciencias particulares, con la diferencia de que operaría una abstracción máxima, la de la noción indeterminadísima de ser. Efectivamente, éste parece ser el punto capital de la separación de la metafísica de la Escolástica tardía respecto de la de Santo Tomás. El ser queda reducido a un contenido esencial obtenido en el vértice vacío de la abstracción, y este "ser", como es bien sabido, es precisamente el que recoge la tradición racionalista, el ser del argumento ontológico, el ser que constituye el comienzo de la dialéctica de Hegel, quien se proponía así "recuperar" en el movimiento ideal todo aquello que en tal abstracción se había perdido. Establecer la abstracción como método de la metafísica tiende a convertirla en una lógica [...] Es ésta la trayectoria que va desde las Disputationes metaphysicae de Suárez hasta la Lógica de Hegel: de la metafísica a la lógica y de la lógica a la metafísica del pensamiento. (p. 139)

Si bien es cierto que para Duns Escoto "la metafísica es primaria y formalmente ciencia del ente en cuanto ens communissimum" (Ferrater Mora, 2010, III, p. 2381), en el caso del Doctor Eximius jesuita la polémica en este punto particular se hace más compleja. Para Copleston (2001), además de que en las Disputationes metaphysicae no se hace "separación alguna entre metafísica general y metafísica especial" (p. 329), en Suárez "persiste la misma actitud metafísica fundamental del tomismo. La idea aristotélica de ‘filosofía primera’ como el estudio o ciencia del ser en tanto que ser, se mantiene" (p. 340). El mismo filósofo granadino parece refutar la opinión que "sostiene que el objeto total de esta ciencia es el ente considerado abstractísimamente" (Suárez, 1943, p. 23) y, luego de criticar a otras cinco, concluye afirmando que "hay que decir, pues, que el ente en cuanto ente real es el objeto total de la metafísica" (p. 50). Sin embargo, su entendimiento del ente real varía del tomista, pues —como apunta Jesús García López— Suárez sostiene que el ente es "lo inteligible, más todavía, lo directamente inteligible, lo conceptualizable"; ese sería el "principio generador, evidentemente tocado de esencialismo" de su pensamiento filosófico (García López, 1969, p. 165-166). El empeño del Doctor Eximio por alcanzar la máxima inteligibilidad en el ente lo habría llevado a reducirlo a su esencia, asimilando a ella la existencia, y considerando su distinción como meramente formal o de razón, mientras que para Tomás de Aquino "ente es, ante todo, lo que existe. La existencia, el ipsum esse, juega aquí el principal papel. La inteligibilidad y, sobre todo, la claridad conceptual, queda aquí en un segundo plano; importantísimo también, pero segundo" (2011, p. 166). El ente comprendido de tal modo por Suárez —en una concepción esencialista y peligrosamente conceptualizante— sería el objeto de la metafísica. Si bien esta concepción es ciertamente sutil y compleja, se acercaría —en cuanto reducción del ser a, en palabras de Sanguineti, "contenido esencial" obtenido por abstracción— al ente comunísimo escotista.

Hay que recordar, en este punto, el proceso gnoseológico de aprehensión de la realidad sostenido por Santo Tomás. Recordemos que, para el Aquinate, el conocimiento es un proceso de desmaterialización por el cual, de la información accidental y material que aprehenden los sentidos del objeto real, acaba por formarse una imagen sensible que pone en acto al intelecto agente, que extrae de ella una species impressa o imagen inteligible, que luego es "almacenada" por el intelecto posible, que reacciona ante ella elaborando la species expressa o verbo mental o concepto; finalmente, a partir de este concepto conocemos la quidditas, la esencia —abstracta y universal— del objeto real. El concepto sería el medio por el que la esencia es conocida. El mismo Tomás denominaría al concepto como id quo intellectus aprehendit quidditatem, aquello por lo cual el intelecto aprehende una quiddidad, un medio por el que el espíritu capta una esencia real, una "representación" producida por la inteligencia del objeto. Este "medio" o concepto puede ser el llamado concepto objetivo, que es el concepto en cuanto nos da a conocer alguna cosa o en cuanto nos representa un objeto, es el objeto pensado; y el concepto formal, que es el aspecto subjetivo del concepto, el concepto en cuanto concebido por la inteligencia, es el pensamiento del objeto.

Ahora bien, como vimos, el empeño suareciano por alcanzar la máxima inteligibilidad lo lleva a sostener que el ente real no es más que la realización del concepto objetivo que es, como hemos visto, el medio cercano para el conocimiento de las esencias; así, en resumidas cuentas, el ente para Suárez no es lo que es, prima facie, sino que no es más que una esencia real. El ente sería la esencia, pero en la realidad. Así, la esencia, que era considerada como posibilidad lógica, precedería a la realidad.

A ello, además, se añade otro matiz suareciano en la consideración del ente. Al fin y al cabo, visto en sí, el ente es un aliquid, un algo, una cosa, no ya distinto a la esencia, como en la metafísica clásica, sino solo distinto, a la larga, a la nada. El ente sería una esencia abstractizante pero real, un algo distinto a la nada, un non nihil. Esta idea del ente vacío revestiría especial interés para Heidegger, que vería en ella la más sincera, plena y clara revelación del olvido del ser por parte de la metafísica.

Benedetto Ippolito (2005) considera que con esta sutil variación en el entendimiento tradicional del objeto de la metafísica, "Suárez viene così elaborando piano piano, pur nella fedeltà formale alla tradizione, una definizione originale ed incredibilemente innovativa dei rapporti che intercorrono tra le diverse scienze (teologia, matematica, fisica) e la considerazione universale e riflessiva del filosofo" [Suárez va elaborando así, poco a poco, aunque en fidelidad formal a la tradición, una definición original e increíblemente innovadora de las relaciones que existen entre las diversas ciencias (teología, matemática, física) y la consideración reflexiva del filósofo] (p. 30).

Por otro lado, revisten singular importancia las innovaciones suarecianas respecto a la comprensión de la substancia y de la materia.

Para los tomistas, el sentido más propio de substancia es el subsistere, el ser en sí. También el substare; es decir, la substancia como substrato de los accidentes es un sentido de substancia, pero no el más propio, pues existen substancias sin accidentes (Dios). Pero, como dice Leopoldo Prieto López (2013):

[...] el ser en sí deja de ser para Suárez el constitutivo formal de la substancia, en beneficio del ser bajo los accidentes. Se abre, de este modo [...] un camino a las filosofías de Locke y Kant, con su consiguiente problematización de la substancia y la tendencia a su negación, bien como algo supuesto (aunque desconocido, como es el caso de Locke y Kant), bien como algo construido por el espíritu humano (como es el caso de Hume). (p. 125)

La materia era potencia pura para los tomistas, concebible de manera aislada solo a título de ente de razón, pues siempre se presenta en la realidad ya informada por la forma. La materia en sí no poseería acto alguno por ser, como se dijo, potencia pura. Sin embargo, para Suárez, la materia está dotada de un acto entitativo propio, es decir, que aunque está privada de la actualidad que procede de la forma, posee una suerte de acto metafísico, imperfecto e incompleto, pero que la hace ser, con anterioridad a su actualización plena con la forma. Así, la unión substancial del ente corpóreo quedaría comprometida: la materia, al estar ya en algo informada, solo se uniría a la forma de manera, podríamos decir, accidental. En este punto, Suárez acusa la influencia de Duns Scoto:

La materia no excluye todo acto.- Hay que decir, por tanto, en primer lugar, que la materia no se llama pura potencia respecto de todo acto metafísico, es decir, porque no incluya ningún acto metafísico; pues esto no puede ser verdad [...] tiene, por tanto, esta materia su acto formal metafísico, por el que está constituida su esencia. (Suárez, 1960a, p. 432)

Esta idea de materia, al alejarse de su comprensión clásica como potencia pura, acabaría por asemejarse en algo al concepto empobrecido de materia común entre los mecanicistas y materialistas e incluso entre ciertos cientificistas actuales.

Hacia el ocaso de una cuestión fundamental: el principio de individuación en Suárez

Estrechamente vinculada a la composición hilemórfica, se encuentra otra de las grandes cuestiones escolásticas, hoy particularmente incomprensible para algunas mentes modernas: el problema del principio de individuación.

La explicación tradicional tomista sostenía que lo que hacía a los individuos de una especie distintos numéricamente era su concreción material, signada por la cantidad. Así, la materia sería principio de individuación, mientras que la forma sería la que haría que entes corpóreos que, en cuanto tales comparten una base material, sean lo que son y no otra cosa; es decir, la forma sería principio de especificación. Por tanto, los dos coprincipios de la substancia corpórea (materia y forma), la conformarían tanto en cuanto substancia individual distinta de otras, como en cuanto perteneciente a una especie, a una clase mayor que posee una esencia. El escotismo, por su parte, con la doctrina de la pluralidad de las formas —surgida de su prurito individualizante— sostendría que el principio de individuación yace en la hacceitas, en la forma última, individual, del ente.

La solución suareciana a esta cuestión se entiende a la luz de su interpretación divergente y oscurecedora de la composición hilemórfica, vista en el acápite precedente:

[...] toda sustancia singular (por sí misma o por su entidad es singular) y [...] no necesita ningún otro principio de individuación fuera de su entidad, o fuera de los principios intrínsecos de que consta su entidad. Pues si tal sustancia físicamente considerada es simple, por sí misma y por su simple entidad es individual; en cambio, si es compuesta, por ejemplo, de materia y forma unidas, sí como los principios de su entidad son la materia, la forma y la unión de éstas, de igual modo estas mismas, tomadas individualmente, son los principios de su individuación; en cambio, aquéllas, por ser simples, serán por sí mismas individuales. (Suárez, 1960, pp. 644-645)

Seguidamente, da cuenta de la opinión de Pedro da Fonseca, el famoso comentarista jesuita de la Metafísica de Aristóteles, que consideraba que tal solución —esbozada antes por Auréolo y otros— "era la más enrevesada de todas, y que si se reduce a su verdadero sentido deja la cuestión sin solucionar". Ante ello, Suárez simplemente sostiene que a él "le parece que es la más clara de todas" y, en un mecanismo estilístico común en él, que haría rabiar a muchos, llega a sostener con audacia que "tanto él mismo [Fonseca], como casi todos los demás, vienen a caer finalmente en ella", aun sin darse cuenta (Suárez, 1960, p. 645).

Así, el principio de individuación sería para el filósofo granadino la entidad misma; lo que significa, en resumidas cuentas, que la individuación no tiene en verdad principio más allá del individuo mismo y que toda la cuestión no solo no acaba siendo explicada, si no implícitamente no tendría ya sentido. Esto significaría un empobrecimiento en la comprensión de la riqueza ontológica del ente —en línea con su negación de la distinción real— y una dislocación de la armonía e implicaciones de la composición hilemórfica que probablemente abundase en el proceso de ininteligibilización del problema del principio de individuación en el pensamiento moderno.

El tentador camino al panteísmo: la negación de la distinción real en Suárez

La metafísica tradicional, mediante la analogía, podía llegar a una visión integrada del Ser, que es en Dios subsistente por sí y en sí, y en las criaturas, participado por el acto de ser que actualiza la esencia, que se distingue de la existencia en todo ente creado. En palabras de santo Tomás de Aquino: "In Deo idem est esse et essentia" [En Dios se identifican el ser y la esencia] (2007, p. 98); mientras que en todas las demás criaturas y también "in substantiis intellectualibus creatis differt esse et quod est" [en las substancias intelectuales creadas son distintos el ser y lo que es] (2007, p. 455) . En otro lugar, había sostenido:

En efecto, todo aquello que no es del concepto de la esencia o de la quiddidad, proviene de fuera y entra en composición con la esencia [...]. Ahora bien, toda esencia o quiddidad puede ser entendida sin que se entienda algo de su ser; de hecho puedo entender qué es el hombre o el ave fénix, y sin embargo ignorar que exista o no en la naturaleza. Por tanto es evidente que el ser es otra cosa que la esencia o la quiddidad, a menos que exista algún ser cuya quiddidad es su mismo ser; y esta realidad no puede ser sino única y la primera. (Tomás de Aquino, 2011, p. 285)

Finalmente, compendiando múltiples pasajes que atraviesan la obra del
Angélico, se expresa la Sagrada Congregación de los Estudios en la Tercera Tesis
Tomista:

Por lo tanto, en la absoluta razón del ser, en sí mismo, solo subsiste Dios único y simplísimo, y todas las demás cosas que participan del ser tienen una naturaleza donde el ser se halla restringido, y están constituidas o compuestas de esencia y existencia, como de principios realmente distintos. (Hugon, 1974, p. 54)

Así, en cierto sentido, toda clasificación entre las disciplinas metafísicas sería más pedagógica que conceptual o real, pues mediante la consideración de la llamada distinción real —la "verdad fundamental de la filosofía cristiana", en palabras de Norberto del Prado (1910, pp. 42-54)— se considera tanto al Ser como a los entes.

No es casual, entonces, que haya sido en Duns Escoto y Francisco Suárez, negadores de la distinción real, en donde tanto Leibniz como Wolff —e incluso el mismo Descartes— se nutrieron de algunas influencias filosóficas que vivificarían su racionalismo; influencias filosóficas surgidas de una escolástica formalista y abstractizante, diversa de la del Aquinate, pero que, aun conservando cierta sutileza, acabaría, según algunos, por conducir a la demolición misma de la metafísica y su fagocitación por una lógica inmanentista.

Es de la negación de la distinción real, surgida por el criticismo escotista, heredado por Suárez, incapaz de ver en las cosas una distinción real que no sea entre entes individuales y no dentro de ellos, que surgirá la reducción por parte del Eximio del ente a la esencia, que vimos en el punto anterior y que tendría tantas consecuencias.

Réginald Garrigou-Lagrange (1980) realiza un excursus filosófico hasta los orígenes remotos del panteísmo moderno:

No debe causar, pues, extrañeza, que a los ojos de los tomistas, los teólogos que, siguiendo a Escoto, rechazan la distinción real entre esencia y existencia en las criaturas, y aproximan la analogía del ser y la univocidad, comprometen la distinción entre Dios y el mundo y preparan el camino para el panteísmo. (p. 25)

También en este lugar se asomaría el legado del Doctor Eximio, negador de la distinción real como Escoto.

Transformando a Tomás: la teología natural de Suárez

En ese sentido se enmarca también la principal diferencia entre la naturalis theologia de Francisco Suárez y las quinque viae de Tomás de Aquino. En primer lugar, el filósofo granadino descarga sus tintas contra la prima via, referida al movimiento.

La conclusión de Suárez es que ese argumento es ineficaz para demostrar la existencia de Dios. El principio sobre el que se basa el argumento, a saber, "todo lo que se mueve es movido por otro" [...] le parece inseguro. Algunas cosas parecen moverse a sí mismas, y podría ser verdad que el movimiento del cielo se debiese a su propia forma o algún poder innato [...]. La tesis de Suárez es que, con argumentos tomados de la física, no se puede probar la existencia de Dios como sustancia inmaterial, increada y acto puro. Para probar que Dios existe es necesario recurrir a argumentos metafísicos. (Copleston, 2001, p. 345)

El Doctor Eximio acabaría, incluso, por enmendarle la plana al Aquinate: "Así, pues, primeramente en lugar del principio físico: todo lo que se mueve, es movido por otro, hay que adoptar aquel otro principio metafísico mucho más evidente: todo lo que se hace, es hecho por otro" (Suárez, 1962, p. 257). Esta comprobación lo lleva, seguidamente, a formular su famoso argumento:

Admitido, pues, este principio, la demostración llega a esta conclusión: todo ente o es hecho, o es no hecho o increado; mas no pueden ser hechos todos los entes que hay en el universo; luego es necesario que exista un ente no hecho o increado. (Suárez, 1962, p. 258)

Como se verá luego, quizás el argumento metafísico suareciano tendría influencia en el "oscurecimiento" del verdadero sentido de la tercera vía de santo Tomás de Aquino a partir del siglo XVI.

Con respecto al replanteamiento por parte del filósofo jesuita de la primera vía tomista, basándose en una mera aserción de la cualidad no concluyente de los ejemplos físicos presentados por el Aquinate, conviene considerar las observaciones de Edward Feser (2009) respecto de críticas semejantes:

[...] he [Aquinas] is not saying that "whatever causes something actually to be F must itself be F in some way," but rather that "whatever causes something must itself be actual," that nothing merely potential can cause anything. As Rudi te Velde has suggested, some critics place too much significance on the physical details of the examples Aquinas gives in the course of the proof, failing to see that their point is merely to illustrate certain basic metaphysical principles rather than to support broad empirical or quasi-scientific generalizations. Thus understood, what Aquinas is saying here is essentially just what we have already noted him saying in developing the distinction between act and potency, namely that no potency or potential can actualize itself, precisely because it is merely potential and not actual. Hence only what is itself already actual can actualize a given potency, and therefore (given that motion is just the actualization of a potency) "whatever is moved is moved by another". (p. 68)

Ángel Luis González (2008) profundiza en la raíz de la crítica suareciana al principio todo lo que se mueve se mueve por otro en el que está basada la prima via del aquinatense:

Pero la raíz de la crítica a ese principio estriba en la incorrecta intelección de la noción de movimiento en función de las nociones de potencia y acto. Por ello, en muchas ocasiones, la prueba es modificada sustancialmente acomodándose a las doctrinas filosóficas propias de cada autor. Suárez no admitió el primer principio de la prueba, considerando que no es universal, es decir que hay cosas que pueden pasar por sí mismas de la potencia de moverse al acto del movimiento. Ello es producto, a mi juicio, de una errónea intelección de la doctrina del acto y de la potencia, aparte de olvidar que la primera vía no intenta dar explicación de la actividad (acto de un motor) sino del movimiento (acto del móvil, es decir el acto de un ente en potencia en cuanto que está en potencia). Cuando se echa por la borda la doctrina del acto y de la potencia, el movimiento como tal se hará ininteligible, reduciéndose, como acontece en Descartes, al movimiento local, y el principio "todo lo que se mueve se mueve por otro" perderá su sentido, y con él la precisa significación de la prueba de Dios por el movimiento. (p. 105)

Por otra parte, si bien es cierto que esta primera vía tomista, fundada como está en el movimiento —entendido clásicamente como cambio, o sea como paso de la potencia al acto—, lleva la impronta de la física, cuyo objeto es el ens mobile, encuentra su término en la demostración de Dios que, como es evidente, mora ya en el ager metaphysicus. La pretensión del Doctor Eximio de reconfigurarla en una demostración exclusivamente metafísica podría acabar siendo un primer paso en el proceso de subsumir la física o filosofía de la naturaleza en la metafísica. Y aquí nuevamente nos encontramos con cierto viejo espectro germánico, ya bastante conocido: "Hay jóvenes profesores de escolástica que piensan que la filosofía de la naturaleza no existe como disciplina esencialmente distinta de la metafísica y quisieran absorberla en la metafísica. Pecan en esto contra Santo Tomás y contra Aristóteles; sin saberlo son wolffianos" (Maritain, 1980, p. 44), pues "muchos filósofos modernos —tradición que se remonta hasta Wolff — quisieran hacer entrar la cosmología en el campo de la metafísica" (p. 11). Parece ser, entonces, que así como en otros aspectos, en este campo también Suárez acabaría desbrozando la senda del racionalismo moderno.

Suárez exigía que la prueba de la existencia de Dios fuese puramente metafísica, pues no podría demostrarse nada referente a Dios "a no ser que admitamos algo previamente demostrado en metafísica y nos valgamos siempre de medios y de principios metafísicos, para llegar, finalmente, a concluir algo real" (Suárez, 1962, p. 256). Esta demostración, como ya se vio, adopta en lugar del principio físico omne quod movetur, ab alio movetur el principio metafísico "mucho más evidente", según el filósofo granadino, de omne quod fit ab alio fit, "ya sea por creación, ya por generación, ya por cualquier otro medio de producción" (Suárez, 1962, p. 257).

En este punto, Bernie Cantens (2012) nos revela el substrato detrás de este argumento —bastante revelador— de la comprensión suareciana del cosmos, curiosamente cercana al Zeitgeist modernizante que empezaría a difundirse décadas después entre los padres del cientificismo moderno:

Moreover, while Suárez believed that the universo was like a ‘machine’ that operated through fixed mechanical laws, he did not believe that it was possible to formulate a theory thorugh natural reason about how the universo came to its current state. He allows for the possibility that the universe might have evolved from a more initial primitive state of creation. (p. 113)

Por otra parte, la tertia via del Aquinate, que dice así:

Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos entes que se producen y entes que se destruyen, y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Ahora bien, es imposible que los entes de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero si, esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir cosa alguna y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los entes son posibles o contingentes, sino que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ente necesario o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según se ha dicho al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios. (Tomás de Aquino, 2003, p. 392)

Sin embargo, algún tiempo después e incluso entre muchos tratadistas neotomistas, encontramos a esta via convertida en un argumento algo semejante pero que reviste un sentido intrínsecamente diverso. Se trata del argumento a contingentia mundi de Samuel Clarke. Este puede resumirse así:

l) Es absoluta e innegablemente cierto que algo ha existido durante toda la eternidad; ello es así porque actualmente existen cosas, las cuales no pueden proceder de la nada. Luego si hay cosas actualmente, algo existe desde toda la eternidad. 2) Desde toda la eternidad ha existido un ser inmutable e independiente. Puesto que existen seres dependientes debe haber una causa independiente de esos seres; sólo un ser independiente es la causa adecuada de los seres dependientes. 3) El ser inmutable, eterno e independiente, que no posee causa de su existencia, ha de ser autosuficiente, o sea, necesariamente existente. El ser que es eterno debe existir necesariamente. (González, 2008, pp.113-114)

Al parecer, estos argumentos "pasan por canónicos de la prueba cosmológica o a contingentia mundi; sin embargo, poco tienen que ver con el proceso argumentativo de Santo Tomás, que en gran medida se ha olvidado" (González, 2008, p. 114).

La gran diferencia que separa a la tertia via tomista con el argumento a contingentia mundi yace en que este afirmaría "el mismo grado de contingencia para todos los entes que no son Dios" (González, 2008, p. 111); mientras, para el Aquinate solo son plenamente contingentes los entes materiales —que se corrompen— y los seres espirituales son necesarios, aunque no por sí mismos. De esta manera, la prueba deberá necesariamente pasar de los entes corruptibles a los entes necesarios ab alio y, de ellos, al ser necesario per se, siguiendo el razonamiento de que si todos los entes fueran contingentes, en primer lugar no habría nada y, por ende, debe haber entes necesarios; pero estos entes o tienen la causa de su necesidad en sí mismos o en otro: una serie infinita de entes necesarios repugnaría a la razón. De ahí se llega a un ente necesario por sí, que sería Dios (González, 2008, pp. 111-112).


El olvido y alteración del verdadero sentido de la tertia via sería, según González,

[...] consecuencia, de un modo u otro, de la reducción del ser a la esencia, de no entender la esencia como potencia de ser y el esse como principio intrínseco del ente que le hace real. Pero el contingentismo absoluto de todo lo que no sea el propio Dios es algo que de ninguna manera tiene fundamento en la metafísica de Tomás de Aquino. (González, 2008, p. 111)

Recordemos que el contingentismo radical fue una de las características de ese intento de abolición de la filosofía que fue el nominalismo: "En su opinión [de Occam], la única necesidad radica en la naturaleza y existencia de Dios. Todo lo demás es radicalmente contingente" (Harré, 2002, p. 200). El consiguiente oscurecimiento de la tertia via se remontaría también, entonces, a cierto gran escolástico barroco, campeón de la reducción del ser a la esencia.

Podría decirse, entonces, que, en la transformación de la tertia via tomista en el argumento a contingentia mundi de Clarke, jugó probablemente un papel importante la ontologización de la física en la metafísica esbozada por Suárez en su teología natural. Estaríamos, entonces, ante otra de las manifestaciones de la naturaleza transicional del Doctor Eximio, de su condición

de gran interlocutor entre el mundo de la escolástica clásica y el del pensamiento moderno, transformando categorías y conceptos de la primera en categorías y conceptos de la etapa racionalista y precrítica del segundo, no sin significativas y sugerentes alteraciones.

La aventura barroca del Ser: en pos de las razones radicales de las variaciones suarecianas

En 1579, el padre Diego de Avellaneda visitaba la provincia jesuita de Castilla. Allí, en el colegio de Valladolid, en carta al padre general Everardo Mercuriano del 3 de abril, cuenta que abordó al padre Suárez exhortándole a que no sustente "opiniones contra la doctrina de santo Tomás, siguiendo nuestra Constitución, que tan especificadamente señala a este Doctor santo" (Prieto, 2013, p. 31).

Las quejas contra Suárez tenían que ver con el novedoso método que utilizaba para enseñar: ya no la lectura mecánica de una lección, sino la presentación de un punto complejo y su desglose en soluciones innovadoras, así como por su alejamiento de santo Tomás. Respecto a su alejamiento del Aquinate, parece ser que Suárez o no era o pretendía no ser consciente del grado de sus desviaciones; sostenía que, más bien, era su intención defender los mismos principios de santo Tomás, pero explicándolos de una nueva manera, la que él creía ser la más inteligible posible para los estudiantes, como explica también al padre general en carta del 2 de julio del mismo año.

Sin embargo, el resultado es ciertamente distinto. Como apunta Ludger Honnefelder (1990) debajo del aparente tomismo de las Disputationes se esconde un escotismo sustancial (pp. 200-294)2.

La negación de la distinción real y la negación de la materia como potencia pura lo acercan a Escoto. Por otro lado, la reducción del ente a la esencia y la reducción de la substancia a substractum de accidentes son peculiares —y quizá insostenibles— puntos medios entre el ens como acto, de santo Tomás, y el ens latissime sumptum de Escoto como objeto de la metafísica, aunque orientándose un poco más a este último, como hemos visto, o entre el individualismo escoto-nominalizante y la triple faz de la hypostasis tomista. Finalmente, el rechazo del argumento ontológico escotista y la asunción de una demostración de Dios que parece asemejarse a las dos primeras vías tomistas, aunque, como hemos visto, es in radice bastante diversa, le brindan cierta pátina o barniz de aristotelismo3.

En muchas ocasiones, el filósofo jesuita parece concordar con principios generales tomistas, para luego, sutilmente, resemantizar o extraer matices diversos o incluso opuestos u orientados hacia posiciones innovadoras o escotistas, a veces de forma sutilísima. Demostración de gran agudeza y creatividad para unos, para otros —como Santiago Ramírez—, "syncretismo incohaerenti" (citado por Larrainzar, 1977, p. 97).
Esta condición poliédrica y sincrética del suarecismo ha tendido siempre a provocar, como vemos, cierto rechazo. Francisco Carpintero (2008), por ejemplo, al referirse en específico a la filosofía del derecho suareciana, ha llegado a decir algo que podría extenderse también a su metafísica:

[...] sería lógico pensar que Suárez siguiera a Tomás de Aquino, porque las entonces Constituciones de la Compañía de Jesús imponían esa obligación a sus miembros. Pero las relaciones entre él y las obras de Tomás no son así. Cuando sienta doctrinas que se apartan toto coelo de la visión tomista del derecho natural, entonces se remite expresamente a la obra del Aquinate; esto reviste a su obra de un cierto tono hipócrita. (p. 193)

¡Incoherente e hipócrita! Aunque puede comprenderse la exasperación de algunos estudiosos, ávidos de encontrar sistemas conceptuales perfectamente engarzados entre sí —cosa que, paradójicamente, también era buscada por Suárez—, no creemos que tales calificaciones sean justas, por lo menos no la que, quizá valiéndose de manera inconsciente del clásico prejuicio contra los jesuitas, le atribuya hipocresía4. De sobra es conocida la —para los tiempos actuales— extraña "modestia" de los escolásticos, que los llevaba a atribuir a los maestros reconocidos ideas suyas; aunque, claro está, no en el grado de proclividad y, reconozcámoslo también, de aparente incoherencia, en que lo hace el Doctor Eximio respecto al Aquinate.

No obstante queda explorar una alternativa para explicar esta circunstancia, quizás imperceptible tanto para el mismo Suárez, que creía de bona fide ser una suerte de tomista, como para sus críticos: el sesgo cognitivo. Cabe recordar los singulares orígenes de la vocación intelectual del filósofo granadino. Durante sus primeros años en el colegio no destacó demasiado; todo lo contrario, llegó incluso a pedir la dispensa de los estudios y su admisión como hermano coadjutor. Aunque tomaba atentas notas y procuraba atender las explicaciones de sus maestros, no comprendía nada. Su superior lo persuadió de que haga un intento más y, en esa ocasión, entonces sucede un hecho que sus biógrafos —entre ellos el entusiasta Bernardo Sartolo— atribuyen a una intervención sobrenatural:

Con eſte paſmo, y admiracion [el instructor particular del novicio Suárez] ſe fue promptamente a à dar noticia de eſta novedad à ſu Maeſtro, diziendole como el hermano Franciſco, que haſta allí le avía juzgado incapaz por ſu cortedad, era ſin duda vn prodigio de ingenio y agudeza; porque ſu rudeza antigua parece ſe avía convertido de repente en promptitud y perſpicacia. (1693, pp. 50-51)

Pasa de ser absolutamente tardo respecto a la comprensión de las materias filosóficas a comprender y explicar de manera aguda y sutil complicadas cuestiones de lógica. ¿Signo, quizás, de un pensamiento divergente que no comprendía las cosas de la misma manera que el común de sus condiscípulos, y que exigía un largo asedio periférico o incluso subterráneo de las cuestiones, para luego abordarlas de manera convincente desde un ángulo sorprendente y recóndito? Sea lo que fuere, todo el sistema filosófico de Suárez parece estar transido de un deseo de hacer inteligibles todos los conceptos, amoldarlos a la semejanza de su mente, definirlos, agotarlos y así lograr una explicación sistemática, casi un teorema metafísico, de la estructura ontológica del mundo. Sin embargo, el sesgo cognoscitivo al que nos referíamos no sería solo un simple asunto personal, sino el reflejo del espíritu de una época.
Refiriéndose al periodo cultural que alboreaba ya en las primeras décadas
del siglo XVII, escribe William Fleming:

Durante ese lapso el concepto del mundo cambió [...]. El mundo barroco fue aquel en que las contradicciones irreconciliables tuvieron que encontrar una forma de coexistencia [...]. El arte barroco [...] emerge de esas tensiones y habla en acentos elocuentes de los límites cada vez más amplios de las actividades humanas, de los adelantos grandiosos y de una búsqueda incesante de medios más poderosos de expresión [...] el universo barroco se caracteriza por un movimiento constante [...]. Los planetas de Kepler giraban en órbitas elípticas; las iglesias de la Contrarreforma fueron erigidas sobre ondulantes plantas y sus paredes ondearon como las cortinas de un teatro; la profusión decorativa de sus fachadas activó todavía más las masas estáticas y aumentó su pulso rítmico, y por debajo de sus cúpulas los ángeles de terracota volaban en parábolas; la piedra dura e inflexible de las estatuas... ascendió del suelo y se fundió con una miríada de formas fluidas; las pinturas escaparon de las planas paredes para ascender a las superficies cóncavas... donde pudieron ascender hacia el cielo, en el que eran posibles efectos más audaces de perspectiva. [...] Con estas ideas y materiales se construyó la imagen de este osado nuevo mundo barroco. (1989, pp. 268-269)

En el barroco, el equilibrio clásico es fracturado por la representación de los contrastes; sin embargo, por el mismo hecho de ser representados, remiten a un orden que los une de alguna manera, aun de forma secreta u oculta, mas sin duda real. Corresponde al ingenium, entonces, encontrar esa clave secreta que vuelva a reconciliar a lo real, al margen de sus apariencias externas extremas.
Baltasar Gracián, genial literato jesuita del siglo XVII, definía así la construcción retórica barroca por excelencia, el concepto: "Consiste, pues, este artificio conceptuoso en una primorosa concordancia, en una armónica correlación entre dos o tres cognoscibles extremos, expresada por un acto del entendimiento" (citado por Albaladejo, 1991, p. 153). Bice Mortara abunda al respecto:

El conceptismo barroco invierte la máxima aristotélica inspirada en el sentido de la mesura, según la cual el trabajo metafórico no debía ejercerse con entidades excesivamente lejanas: será más ingenioso el que mejor sepa emparejar las circunstancias más distantes, conectar las cualidades y objetos más ajenos: es el gran "oxímoron perpetuo" de la ideología y producciones barrocas. (2000, p. 54)

La aventura barroca del Ser emprendida por Suárez consistió en el intento —magnífico pero imposible— de unir los opuestos, en este caso, Escoto y Tomás, en un mosaico ornamentado y a la vez sutil, ad maiorem Dei gloriam; recordemos que nuestro pensador se decide a escribir las Disputationes de 1597 para brindar al teólogo una base metafísica sólida (el mismo Suárez narraba en el Proemio que, mientras cultivaba la cristología, intentó encontrar una definición clara de hypostasis y, al no encontrar ninguna que lo satisficiera, emprendió la redacción de un pequeño opúsculo propedéutico con definiciones filosóficas básicas que acabó convertido en cinco volúmenes en su edición más reciente). De ahí que este intento, que parece a sorprendidas mentes posteriores como claramente incoherente, haya acabado siendo tan popular en su tiempo y durante los cien años posteriores a la muerte del Eximio: se adecuaba al sesgo cognitivo e incluso a los anhelos estéticos de las mentes europeas barrocas, en vísperas de entrar en la famosa crisis de la conciencia europea previa a la Ilustración, de la que habla Paul Hazard en su famoso estudio. No queremos repetir con Rudolf Carnap aquello de que los "metafísicos son músicos sin capacidad musical" (1961, p. 33), pero sí consideramos que las peculiares expectativas culturales de la audiencia pueden ser reveladoras de las raíces profundas del ejercicio filosófico.

En el camino, su imposible y exuberante empeño acabó generando dos fenómenos: en primer lugar, un esencialismo que prefiguraría en muchos aspectos el giro racionalista de la filosofía en la modernidad; además, en segundo lugar, un armazón conceptual y terminológico que serviría como una suerte de tamización del voluminoso léxico de la metafísica clásica occidental. Este armazón sería en algo compartido incluso por metafísicos, sean racionalistas (como Leibniz o Wolff) o sean neotomistas posteriores, opuestos diametralmente a su sistema. Dicha opción implicaría riesgos que pensadores como Heidegger, Fabro o Gilson procurarían luego aquilatar.

En conclusión: el pensamiento de Francisco Suárez es ya un camino que mira hacia la modernidad filosófica; sin embargo todavía —ya bien por incoherencia o por genialidad— es un socratismo, es decir, un pensamiento que considera que el hombre posee la facultad racional y que con ella puede conocer la verdad de las cosas exteriores a su mente y, a partir de ellas, elevarse filosóficamente a Dios y vivir la virtud.

 

Notas

1 Gilson (2005) lo expresaría humorísticamente de la siguiente forma: "Y entoncesSuárez engendró a Wolff. Pero su nacimiento había sido anunciado por signos" (p.152).

2 Respecto al entendimiento del ente, Honnefelder sostiene que al reivindicar Escoto la "Quasi-Definition des ‘ens’ als ‘hoc cui non repugnat esse’ bzw. als ‘quod aptum natum est existere’" [la "casi definición" de "ente" como "aquello a lo que no repugna ser" o, mejor dicho, "aquello que es apto naturalmente para existir"] abriría la puerta a la deriva racionalista de la metafísica de los siglos XVII y XVIII, especialmente a partir de dos muy notorios intermediarios, "nämlich bei Francisco Suárez (1548-1617) und Christian Wolff (1679-1754)" (1990, p. XIX). A partir de allí, la visión escotista de la metafísica como scientia trascendens, es decir, ciencia de los trascendentales, "und die damit verbundene formale Bestimmung von Seiendheit und Realität" ["y la consiguiente consideración formal conjunta de esencia y realidad"] se iría transformando hasta acabar desembocando en el pensamiento de Charles Sanders Pierce (p. XXI).

3 Sin embargo, debemos a la doctora María Inés Bayas la interesante observación, realizada en un conversatorio donde fue expuesta una primera versión de este trabajo (18-XI-2017), de que el omne quod fit ab alio fit, implicaría de algún modo una petitio principii, lo que daría un matiz ontologizante al argumento y abundaría respecto a la teoría del escotismo esencial de Suárez.

4 Incluso en un libro relativamente reciente de Ismael Quiles —pero que compendia estudios anteriores, de fines de la década de 1940 e inicios de la de 1950— se respira algo del aire de contienda que la recepción de Suárez despertaba hasta no hace mucho, especialmente en ámbitos iberoamericanos. Allí, el recordado filósofo jesuita argentino arremete contra los detractores del Eximio, atribuyendo a razones psicológicas sus pareceres: "De aquí la actitud, muy psicológica, de proyectar las opiniones que nos disgustan, que nos contradicen, a veces hasta la irritación, hacia el absurdo y aun hacia la herejía. Todo lo que no se acomoda con nuestro sistema o el sistema del autor a quien profesamos una veneración sin límites, todo eso resulta desviado y lleva a las consecuencias más absurdas en el orden filosófico y en el orden teológico [...]. La táctica es siempre la misma. Se comienza por atribuir al adversario una interpretación errónea fundándose en tal o cual frase que en apariencia da lugar, aunque en realidad no haya motivos sólidos para ello. Pero es una doctrina contraria a la mía y entonces mis ojos principalmente ven, aunque sea la sombra de un error. Sobre esta base subjetiva y ficticia comienzan luego a sacarse conclusiones y más conclusiones, que no corresponden a la realidad. A quienes proceden de manera parecida les falta [...] ese mínimo de buena voluntad que se necesita para comprender bien el pensamiento de un autor o de un sistema" (1989, pp. 152-153). Más allá de tomar partido acerca de cuál de los dos bandos es el de peor voluntad o el que cae en el absurdo por sostener que su adversario cae en el absurdo, queda claro que estamos ante un problema que escapa a lo conceptual. Quizá la desesperación de los detractores de Suárez obedezca a motivos menos perversos: probablemente la perplejidad de no comprender un pensamiento divergente, que se acerca y se aleja de maneras aparentemente inexplicables de posiciones más conocidas y/o comprensibles de las escuelas tradicionales. Como veremos en las siguientes líneas, respecto a la valoración suareciana, el contraste entre la perplejidad y el horror de los críticos del siglo XX con el entusiasmo del público barroco e incluso la relativa benignidad de tomistas decimonónicos como el cardenal Ceferino González quizá se explique por razones vinculadas al cambio en la Weltanschauung.

 

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Recibido: 05.10.18

Aceptado: 04.11.18