1. Introducción
Los procesos y dispositivos de estigmatización son diversos. Además de los procesos de racialización (Hall, 2010) o exclusión heteropatriarcal (Segato, 2018), hoy existen diversas prácticas sociales que evidencian otras posibilidades de estigmatización. Por ejemplo, la discriminación cultural estigmatiza a los sujetos a partir de sus rasgos lingüísticos, higiénicos, educativos o indumentarios (Zavala y Back, 2017). La estigmatización territorial desacredita espacios y habitantes al calificarlos como inseguros y, por tanto, necesarios de ser vigilados e intervenidos (Wacquant et ál., 2014). Todas estas modalidades de estigmatización comparten prácticas representacionales esencializadoras, reductoras, naturalizantes y constituyentes de oposiciones binarias; muchas de ellas dialogan entre sí, enlazando estrategias, tópicos y recursos. Este ensayo reflexiona sobre un tipo de estigmatización que evidencia el contexto peruano, uno común a lo que acontece en Latinoamérica y Occidente, pero que en Perú ocurre con radical ejemplaridad: la práctica discursiva conocida como ‘terruqueo’, la falsa acusación de ser un terrorista, una forma de estigmatización sociopolítica promovida por la ultraderecha.
La identificación como ‘terroristas’ para quienes disienten y se oponen al statu quo no es una operación ideológica nueva -se ha señalado, incluso, que el uso de esta invalidación aparece con el surgimiento mismo del Estado democrático moderno (Eagleton, 2008)-. Sin embargo, el siglo XXI ha sido fructífero en la construcción, mantenimiento y aplicación de políticas orientadas a vigilar, controlar, reprimir y aniquilar al sujeto clasificado como terrorista (Horvat, 2017). Estas exceden el uso legítimo de la violencia que el Estado posee y se han constituido en formas ejemplares de contención y aleccionamiento para quienes desafían el orden de las cosas. Así, diferentes protestas con temáticas disímiles, en todo el mundo, han sido acusadas y tratadas como acciones terroris-
tas, una manera de estigmatizarlas, desacreditarlas y criminalizarlas. En Sudamérica esto se ha evidenciado con particular efectividad: el estallido social de Chile en 2019 y 2020, las manifestaciones en Colombia durante el año 2021, las recientes protestas argentinas de 2024 o las protestas en Perú de 2020 y 2023 comparten la falaz acusación común de ser actos terroristas. En esta imputación, el ascenso de las derechas radicales populistas y sus políticas de memoria negacionistas han cumplido un papel fundamental. Perú es un modelo singular y radical de ello. El ‘terruqueo’ demuestra la práctica negacionista que los grupos de ultraderecha llevan a cabo: es un ejercicio de deshumanización en el que intervienen factores locales (como la hegemonía fujimorista que impone su interpretación negacionista sobre la guerra interna), pero también factores históricos globales (como el auge de las derechas radicales y su memoria iliberal).
Por ello, en este escrito explico el fenómeno conocido como ‘terruqueo’ desde una perspectiva local y global. Propongo una explicación sobre este dispositivo de estigmatización sociocultural y lo relaciono con el revisionismo histórico que está promoviendo la ascendente derecha radical populista en el escenario mundial contemporáneo. En primer lugar, establezco una genealogía del ‘terruqueo’ y su ejercicio obstaculizante y deslegitimador. Ofrezco una revisión del término, su historia y principales acepciones: señalo que la construcción del ‘terruco’, un instrumento de colonialidad que reactualiza en el presente un tenaz discurso estigmatizante, aniquila fáctica y simbólicamente a determinados sujetos incómodos para el orden social imperante. En segundo lugar, explico cómo la hegemonía sociocultural legada por el fujimorismo y su memoria de salvación consolidó el ‘terruqueo’ en el marco de la "cultura del miedo" que asentó. Esta situación se vio reforzada y legitimada por el cambio del paradigma global del terrorismo, el cual normalizó en Occidente un conjunto de prácticas de vigilancia y control sobre los cuerpos acusados de ser terroristas. En tercer lugar, examino el ascenso de las derechas radicales populistas desde la instrumentalización que hacen del pasado reciente a partir de la imposición eficaz de su narrativa negacionista: una memoria transnacional reaccionaria -la memoria iliberal- que blanquea y relativiza eventos del pasado con la finalidad de (re)configurar la memoria histórica de sus países.
De esta manera, argumento que el ‘terruqueo’ -un fenómeno empleado por la derecha radical populista peruana como parte del conjunto de tácticas con que opera su memoria de salvación- funciona como sinécdoque de la estrategia global que la ascendente derecha radical mundial viene desarrollando. Es decir, si a escala global la memoria iliberal opera reinterpretando los procesos nacionales de memoria en favor de las agendas políticas conservadoras, revisionistas y estigmatizantes de las derechas radicales, en Perú, la memoria de salvación fujimorista sostiene la construcción del sujeto ‘terruco’ como estigma político que, alimentándose de un supuesto pasado glorioso de pacificación nacional, exige construir un orden social de vigilancia, control y aniquilamiento contra quienes son identificados como terroristas. De esta forma, el ‘terruqueo’ es una modalidad local y extrema (y por ello ejemplar) del negacionismo histórico que la derecha radical populista está desarrollando en todo el mundo.
2. Terruqueo y terruco: una conceptualización genealógica
El ‘terruqueo’ es un fenómeno ya conocido, practicado y discutido en el contexto peruano de posguerra (Bolo-Varela, 2021; Sosa y Saravia, 2021). Significa el acto de identificar a algo o alguien como como terrorista o ‘terruco’. Es decir, al ‘terruquear’ se vincula al sujeto o al colectivo terruqueado (mayoritariamente de izquierda o de sectores progresistas) con las prácticas terroristas que el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) cometieron durante la guerra interna. Esta vinculación tiene un propósito desacreditador. Se instrumentaliza el terrorismo con el fin de invalidar las diversas formas de la disidencia: estas son criminalizadas a través del calificativo ‘terruco’, que las identifica como una amenaza y erosiona con ello su legitimidad (Escárzaga, 2022).
De tal modo, al asociarlo con el fantasma del terrorismo, se construye una descalificación moral del adversario ideológico. Este no solo es denigrado, sino que también termina siendo expulsado del espacio legítimo de discusión, pues nadie bajo la sospecha de ser potencialmente un terrorista podrá ser tratado como un igual, será repudiado (Agüero, 2019). Por ello, el ‘terruqueo’ es una estrategia sociopolítica -un arma simbólica de control- que se usa impunemente desde el consenso neoliberal y posfujimorista de ultraderecha para ubicar a todo potencial enemigo en el campo de lo despreciable, ese lugar reservado para el -auténtico- sujeto terrorista, esa "otredad radical y basurizada" (Silva Santisteban, 2016, p. 101). Su uso tiene un doble propósito: prevención (porque apuntala el disciplinamiento social al desmovilizar y desactivar posibles disrupciones que cuestionan el orden neoliberal) y contención (porque bloquea, debilita o ya directamente reprime las demandas distributivas, igualitarias y de justicia social) (Maldonado, 2020).
Aunque en los últimos años el término se ha masificado principalmente a través de las redes sociales, donde ha conseguido viralidad en disímiles contextos, su permanencia se ha nutrido del uso mediático que líderes y representantes de la política contemporánea han brindado a este fenómeno en el marco de las memorias en disputa que, más de veinte años después del conflicto armado interno, sigue ocupando el centro del debate político peruano (Drinot, 2019; Zúñiga Romero, 2022). El enfrentamiento entre el Estado peruano, Sendero Luminoso y el MRTA desencadenó diversos legados que, inscritos en luchas políticas por su construcción o interpretación, moldearon de modo significativo algunas áreas de la política y las instituciones contemporáneas (Soifer y Vergara, 2019). Distintas versiones del pasado coexisten y contienden en el espacio público actual (Barrantes y Peña, 2006); son versiones en confrontación que, si bien recurren a diversas maniobras políticas en su intento por posicionarse como las más legítimas, también reflejan diferentes y opuestas comprensiones sobre la historia violenta reciente del país (Drinot, 2007). El ‘terruqueo’ se inscribe en esta contienda mnemónica. Su práctica recurrente y eficaz debe ser entendida como parte de la disputa discursiva que enfrentan diversas interpretaciones sobre el pasado (algunas con mayor legitimidad, acceso a la palabra pública y poder de difusión que otras). Es un fenómeno en el que se evidencia la "continuidad a una guerra que, después de haberse peleado primero en el campo de batalla, se sigue peleando en la memoria" (Poole y Rénique, 2018, p. 18). Hoy se ha consolidado en una sólida práctica obstaculizante que usa el pasado para asentar un discurso estigmatizador.
Hay diversos ejemplos de ‘terruqueo’ ocurridos en el Perú de las primeras décadas del siglo XXI. Los estudiantes de la principal universidad pública del país que reclamaban mejoras educativas fueron acusados en televisión nacional de ser "aprendices de terroristas" (Redacción Perú21, 2017). Las protestas de los trabajadores agroexportadores en busca de mejoras laborales fueron tildadas, por uno de los empresarios a quienes se les reclamaba, como "lo más parecido que vivimos al terrorismo" (Redacción RPP, 2020). Los pobladores que se oponían al proyecto minero Tía María de Southern Perú fueron calificados por el director de esta minera como "terroristas antimineros" (Red Muqui, 2015). Las mujeres que inculcan a sus hijas la importancia de estudiar una carrera profesional "y nunca lavar los platos" fueron señaladas como "abuelas terroristas" por una candidata a la vicepresidencia de la República (Diario Los Andes, 2021). Memoriales como El ojo que llora o el Museo de Anfasep (Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú) han sido acusados en diversas ocasiones de realizar apología al terrorismo (Castro, 2018). Producciones artísticas -como películas; obras de teatro; canciones; exposiciones gráficas, plásticas o fotográficas- que rememoran el pasado social fueron censuradas y sus autores o promotores (expuestos al escarnio y desprestigio) han sido hostigados con procesos judiciales por apología al terrorismo (Loarte Villalobos, 2020).
Este recuento evidencia las diversas áreas en las que el ‘terruqueo’ se ha expresado; también cómo estas experiencias -que tienen en común la protesta, la disidencia o el descontento social- son unificadas bajo un mismo rasgo: asociar sus reclamos, críticas y agendas reivindicativas con las prácticas terroristas de Sendero Luminoso y del MRTA. Ello ha motivado diversas reflexiones en los últimos años. El ‘terruqueo’ ha recibido atención directa desde la academia (Agüero, 2021; Bolo-Varela et ál., 2023; Chunga, 2023; Díaz Choza, 2023; Escárzaga, 2022; Mago, 2023; Mendoza, 2022; Velásquez Villalba, 2022; Zavala y Almeida, 2022) y de organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2023); también ha sido cubierto con seriedad por algunos medios nacionales (Castro, 2023; Vásquez Benavente, 2023) e internacionales (Gómez Vega, 2023a; Pighi Bel, 2021). Incluso ha sido parte de campañas generadas por la sociedad civil, como la tendencia en TikTok orientada a combatirlo (Zárate, 2023), el desarrollo de un videojuego informativo (Convoca, 2023) o la construcción de un archivo digital con los principales casos de ‘terruqueo’ (Aprodeh, 2022a).
No obstante, de todas las producciones sobre este fenómeno, el trabajo pionero de Carlos Aguirre (2011) sigue siendo una buena introducción al tema. En ese artículo explica cómo el uso del término ‘terruco’ -inicialmente empleado por militares y campesinos- pasó de ser usado como insulto contra los miembros de los grupos alzados en armas, a ser utilizado, durante el mismo período de violencia política y después de este, para estigmatizar a distintos sectores de la población peruana no relacionados con los grupos subversivos o sus prácticas terroristas. Así, la carga despectiva del término ‘terruco’ fue esgrimida contra defensores de derechos humanos, familiares de detenidos y otras víctimas del conflicto, líderes gremiales, militantes de izquierda, personas de origen indígena, sectores progresistas en general. Dos aspectos de lo trabajado por Aguirre (2011), vinculados entre sí, resultan oportunos para la conceptualización que aquí desarrollo: la descalificación sociopolítica que se construye para el ‘terruco’ y el carácter racializante del ‘terruqueo’.
Durante la guerra interna, la consecuencia inmediata de que determinados cuerpos sean identificados como ‘terrucos’ fue el sometimiento a un conjunto de vejámenes y violencias, el no merecimiento de ningún tipo de consideración civil o legal. El ‘terruqueo’ "ayudó a implementar y justificar formas brutales de represión antisubversiva, que incluyeron detenciones arbitrarias, tortura y asesinato de hombres y mujeres acusados de pertenecer a los grupos armados" (Aguirre, 2011, p. 110). De este modo, el conjunto de violaciones de los derechos humanos se legitimaba porque eran terroristas -los enemigos- y merecían ser tratados de esa manera. Estudios posteriores han profundizado en dicho aspecto. Fernando Velásquez Villalba (2022) explica cómo se ha heredado, perfeccionado y expandido esa no consideración civil o legal hasta convertirse en una descalificación sociopolítica. Explica que, en el contexto del denominado Perú posfujimorista (en particular de 2016 en adelante), el ‘terruqueo’ ha operado como una tecnología -artificial y conveniente- con la que se construye en enemigo político a los movimientos sociales que contestan y/o contradicen el discurso neoliberal de desarrollo y modernidad, la totalidad fujimorista. Argumenta que el ‘terruco’ ya no es solo el representante de la época de violencia armada (el terrorismo), sino también la representación del caos, el subdesarrollo, la hiperinflación y la crisis económica (a las que el fujimorismo supuestamente puso fin). Por ello, el ‘terruqueo’ -un discurso político, económico, social y étnico elaborado por las élites- es ante todo una construcción discursiva para establecer y sostener un orden social donde los ‘terruqueados’ no son solo ‘terroristas’, sino también "enemigos del desarrollo", enemigos sociopolíticos opuestos a la totalidad neoliberal-fujimorista del discurso moderno desarrollista (Velásquez Villalba, 2022).
El caso de Deán Valdivia y el terrorismo genético ejemplifica perfectamente esta situación. En junio de 2018, durante las protestas contra el proyecto Tía María en Arequipa, al gerente de la minera Southern Perú, Carlos Aranda, le preguntaron: "¿por qué Deán Valdivia [un distrito arequipeño] es la población de mayor resistencia al desarrollo de Tía María?". Él contestó: "¿Ustedes saben que Deán Valdivia es la cuna de Abimael Guzmán? Pues... yo creo que hay algo genético ahí, ¿no? Entonces, este... sí, es cierto… o sea, Deán Valdivia en verdad es una de las zonas más recalcitrantes". Segundos después añadió: Y creo que es un tema muy muy muy de ellos, ¿no? O sea, es más, cuando uno va a Deán Valdivia y visita o pasa cerca a la casa de Abimael Guzmán, este... la tienen pero perfecta, o sea, está bien pintada, limpiecita, etc. Así que quizá es por ahí el asunto. (El Búho, 2018; Hancco, 2018; Radio Uno, 2018)
El episodio evidencia la asociación entre "opositores a minería" y "terrorismo": la conocida etiqueta de "terroristas antimineros" que surge con frecuencia en los conflictos socioambientales peruanos. Como explica Rocío Silva Santisteban (2016), se trata del discurso extractivista que se fortalece como hegemónico creando a su propio enemigo, el terrorista antiminero, cuyo apelativo no es solo una simple calificación oral o periodística, sino que conlleva además una práctica jurídica: denunciar a un dirigente de protestas contra proyectos extractivos por terrorismo. Pero también implica algo más: la búsqueda de control de estos enemigos con los mismos recursos empleados para someter a los terroristas de los años ochenta (ese conjunto de violencias legítimas para el enemigo). Por ello, el episodio del terrorismo genético evidencia cómo el ‘terruqueo’ es también un intento por controlar y monopolizar la legitimidad política (Velásquez Villalba, 2022). Es decir, quién tiene derecho a reclamar y quién no, qué voces son válidas y cuáles no (porque son terroristas y merecen un trato particularmente violento). Así, el ‘terruqueo’ opera como un instrumento legal de control y persecución, mediante el cual se socializa un discurso legal consolidado con el fujimorismo (pero iniciado varias décadas atrás). Este consiste en la atribución de la etiqueta ‘terrorista’ -la personificación absoluta del mal- para deslegitimar a quienes protestan y, al mismo tiempo, legitimar las formas brutales de represión con que se los trata.
Esta deslegitimación no es solo sociopolítica o legal, sino que también exterioriza aspectos del histórico racismo cultural peruano. Durante la guerra interna, "el uso insidioso y al mismo tiempo coloquial del término [‘terruco’] sirvió para reforzar y ‘naturalizar’ la asociación entre ‘terrorista’ [...] y la población de origen indígena, es decir, ‘indios’ o ‘serranos’" (Aguirre, 2011, p. 110). La palabra ‘terruco’, en el imaginario de una porción importante de la población peruana, sugería la imagen de personas de extracción indígena que cometían actos de violencia sanguinaria, lo que confirmaba su estigmatizante condición de individuos salvajes, fanáticos, violentos, antipatriotas e incluso subhumanos. Veinte años después de finalizado el conflicto, expresiones como ‘terruco motoso’, ‘terruco apestoso’, ‘terruco ignorante’, ‘terruco muerto de hambre’ y ‘serrano (o indio, o cholo) terruco’ son usadas profusamente en redes sociales. Dan cuenta de cómo "las posiciones políticas también se racializan" (Zavala y Almeida, 2022, p. 515); es decir, el ejercicio de una voz política disidente -enunciada desde determinados cuerpos y con prácticas sociales y lingüísticas específicas- hace que una persona sea representada como más india o más pobre o menos educada. De este modo, si el uso del término ‘motoso’ (que referencia de modo despectivo el habla de los bilingües quechua-castellanos) ya indexaba un conjunto de significados con los que se discrimina a sus hablantes y se justifica su exclusión (Zavala y Córdova, 2010), su añadidura a ‘terruco’ potencia y reactiva la pátina racializante de este fenómeno: "el ‘motoso terruco’ sería un indio ignorante, deshumanizado y cruel que no sabe ni debe hablar" (Zavala y Almeida, 2022, p. 511). Lo mismo sucede con las otras adjetivaciones que se añaden a ‘terruco’, las cuales remarcan supuestos aspectos negativos con los que se asocia a la persona terruqueada: su suciedad (‘apestoso’), su poca educación (‘ignorante’), su pobreza (‘muerto de hambre’), su origen étnico (‘serrano’, ‘cholo’). De este modo, la raza se interseca con una posición política amenazante, pues se sigue equiparando (de manera más fortalecida, incluso) identificadores como ‘indio’, ‘cholo’ o ‘serrano’ con ser terrorista. Así, el ‘terruqueo’ es también un ejercicio de racismo cultural. Con su práctica se reactualizan aspectos de "la fantasía del atraso" (Vich, 2010), ese discurso con el que históricamente se ha configurado a serranos, indígenas, cholos e indios como violentos, bárbaros o peligrosos.
La construcción del ‘terruco’ como un enemigo sociopolítico y racializado permite profundizar en la operación ideológica que lleva a cabo el ‘terruqueo’ e identificarla como propia de un instrumento de colonialidad. Si pensar lo ‘colonial’ implica reflexionar sobre aquellas prácticas, discursos y estructuras de los legados coloniales que -reeditadas, reelaboradas, reinscritas- aún persisten en el presente (Rufer, 2022), el ‘terruqueo’ precisamente se inscribe como un fenómeno que reactualiza -y a la vez compendia- diversas lógicas de dominación étnico-racial y estigmatización sociopolítica. Como sabemos, la colonialidad es un universo de relaciones intersubjetivas de dominación, uno de los elemento constitutivos del patrón mundial de poder capitalista; establece una clasificación social basada en la imposición de una jerarquía racial/étnica en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana (Quijano, 2014). Lo colonial, "una estructura transhistórica de dominación" (Añón y Rufer, 2018, p. 110), "aparece como una marca que se reinscribe en el presente como significante tenaz" (Rufer, 2022, p. 23). Es precisamente esa tenacidad en la significación lo que se construye identitariamente con el ‘terruqueo’, una de esas "maneras en que el significado sirve para establecer y sostener las relaciones de dominación" (Thompson, 1993, p. 85). El sujeto terruqueado es uno racializado, empobrecido, excluido, sin amplio acceso a los grandes medios de comunicación, cuyos reclamos son deslegitimados y obstaculizados. Su identificación como terrorista lo subordina y expulsa, busca su control y dominio, y con ello, su eliminación.
Esta eliminación tiene una dimensión simbólica y otra fáctica en las que el proceso de deshumanización cumple un papel central. Rowan Savage (2013) ha explicado cómo la deshumanización -esto es, la definición de un grupo específico de personas (los otros) como indignos de la consideración moral que se otorga a los miembros del grupo total (el nosotros)- es una estrategia discursiva basada en la exclusión, la negación y la esencialización. Así, el negar que un grupo sea igualmente humano permite que "los grupos marginados deshumanizados se conviertan en vida indigna de vida, fuera de los límites de la humanidad y de la obligación moral humana" (Savage, 2013, p. 155). En determinadas circunstancias históricas, culturales y temporales, la deshumanización se convierte en un factor de motivación y legitimación del genocidio (Savage, 2013). En Perú, la deshumanización que conlleva el ‘terruqueo’ legitima el uso de la violencia estatal organizada contra los acusados de ser terroristas. Si durante la guerra interna, como señala Aguirre (2011), el ‘terruqueo’ justificaba que los ‘terrucos’ reciban un trato brutal e incluso la muerte, y hoy cualquier disidente social es identificado como ‘terruco’, entonces ese trato de brutalidad y muerte -esa deshumanización- es también para ellos. Ese trato conlleva, en su dimensión simbólica, un desprecio palmario que convierte al sujeto terruqueado en un ser desechable, basurizado: el cuerpo abyecto del ‘terruco’ está impregnado de mandatos políticos que exigen su control, extracción y destrucción para organizar la democracia, para salvar a la nación de esta peligrosa amenaza (Silva Santisteban, 2008). Se trata, en suma, de que el ‘terruco’ es un "no-peruano", se busca su radical y definitiva exclusión de la comunidad nacional (Robin Azevedo, 2021b; Robin Azevedo y Delacroix, 2017). En última instancia, el ‘terruqueo’ funcionaría como un proceso violento de desperuanización.
Esta violencia posee una dimensión fáctica, tangible, que inicia con la criminalización de los acusados y su consecuente práctica jurídica -investigación, persecución, hostigamiento-, pero que encuentra su gradación más drástica (y dramática) en los muertos que impunemente se repiten con cada nuevo conflicto social que estalla en protestas (el espacio de confrontación más radical y directo entre terruqueadores y terruqueados). Cuarenta y nueve personas murieron en las manifestaciones peruanas sucedidas entre diciembre de 2022 y febrero de 2023 (Human Rights Watch, 2023). Autoridades políticas, jefes policiales, medios de comunicación y parte de la sociedad civil los acusó alusiva o manifiestamente de ser terroristas. "Eso ya no es protesta, eso es terrorismo", declaró la gobernante de facto Dina Boluarte (Infobae, 2022). Y como lo que hacen los manifestantes es terrorismo, entonces la respuesta contrasubversiva - el uso desproporcional de la fuerza letal por parte de policías y militares- se justifica. El archivo demuestra la reproducción compulsiva de esta situación: en el Baguazo (2009) la policía asesinó a nueve personas; en Conga (2012), a cinco; en Tía María (2011 y 2015), a seis; en Las Bambas (2015), a tres (Pérez, 2021). Y son muertes que no obtienen justicia. Solo entre 2004 y 2019, cuarenta y cinco peruanos fueron asesinados en conflictos socioambientales vinculados con la inversión minera; del total de estos muertos -"terroristas antimineros"-, cuarenta perdieron la vida por causa de las balas, dos murieron por un perdigón, uno por una bomba lacrimógena que le impactó en la cabeza: sin embargo, aún no existe ninguna sentencia condenatoria (en algunos casos ni siquiera el inicio de un juicio) para los asesinos (Pérez, 2021).
Así, la violencia hacia los cuerpos ‘terrucos’ se ha desbordado del blanco original -el terrorista- hasta normalizarse sobre cualquier otro cuerpo racializado y recrudecer su violencia (solo a fines de 2022 e inicios de 2023 la policía asesinó a casi tantos manifestantes como en dieciséis años). Consolidada, la eliminación física y simbólica que justifica y naturaliza el ‘terruqueo’ tiene hoy tanta o más legitimidad político-estatal como cuando operaba durante el gobierno fujimorista. Y aunque el aniquilamiento físico que el ‘terruqueo’ justifica no es una práctica cotidiana, sino que acontece cada cierto tiempo como marca climática de contención y aleccionamiento, lo habitual, lo que comúnmente brota (ese mecanismo ya normalizado) es la aniquilación simbólica, la desperuanización habitual y corriente. Por ello, en el contexto de las marchas de 2023, la presidenta de la República, semanas después de que en un mensaje a la nación se preguntara si "¿estamos acaso volviendo a los años de la violencia terrorista?" (Teruggi, 2023), declaró: "tenemos que proteger la vida y la tranquilidad de los treinta y tres millones de peruanos, Puno no es el Perú, los que están generando la violencia" (La República, 2023). Esta es una frase que revela la ubicación de los manifestantes para quienes actualmente ostentan el poder: fuera de la comunidad nacional. No obstante, es una frase que encuentra correlato en una declaración similar que el expresidente Alan García, en el contexto del Baguazo, dijo en 2009, hace quince años: "esas personas no son ciudadanos de primera clase que puedan decir, cuatrocientos mil nativos a veintiocho millones de peruanos, tú no tienes derecho de venir por aquí, de ninguna manera" (SPDA Actualidad Ambiental, 2016). Podríamos decir que el significante de la frase se ha radicalizado -de "no son ciudadanos de primera clase" a "violencia terrorista"-, pero no su significado: ustedes, ‘terrucos’, no son peruanos (y deben ser eliminados).
De este modo, el término ‘terruco’ significa hoy cuatro aspectos nodulares desde los que se justifica la aniquilación simbólica y material del sujeto terruqueado. Es una conducta política censurable (su acepción original) relacionada con ser parte de o mantenerse afín a los grupos subversivos alzados en armas: ser de izquierda o progresista (y, por tanto, criticar el modelo económico actual o las políticas sociales de género, medioambientales, laborales, etc.), ser un antipatriota que, al no aceptar y no asimilarse al "desarrollo" nacional, se rebela contra el Estado y sus representantes gubernamentales, por lo que necesita ser vigilado (y castigado). Es un accionar criminal punible: un potencial u ostensible ejecutor de actos terroristas, donde "actos terroristas" es entendido amplia y ambiguamente: desde el bloqueo de carreteras, la toma de locales institucionales o las pintas en los espacios públicos, hasta la destrucción de propiedad privada, el ataque (deliberado o defensivo) a policías y militares, o el uso de consignas y símbolos relacionados con la izquierda política (supuestamente prohibidos); todo esto conlleva a que, como todo criminal, el ‘terruco’ deba ser investigado, denunciado, enjuiciado y encarcelado. Es una condición étnico/racial despreciable: un serrano, indígena o cholo, que no entiende (porque es terco e ignorante), que está resentido (porque es pobre y marginal), que está mal influenciado (porque es tonto y carece de agencia), que no está civilizado (y entonces se "ve" sucio, malvestido, habla mal el español y no entiende las "buenas maneras" de reclamar o protestar: es un salvaje violento que necesita ser domesticado), que, en suma, representa el atraso (frente a la supuesta totalidad de peruanos que sí quiere el desarrollo). Es una cualidad moral/intelectual expurgable: un sujeto irracional, fanatizado, con ideas cuestionables, indebidas, retrógradas. El enfoque de género, la consulta previa, la reinserción a la vida política de subversivos excarcelados, la insistencia en políticas de memoria y juicio a los perpetradores, el fortalecimiento del poder económico estatal, la reivindicación de líderes o luchas sociales pasadas, etc.: son parte de un ideario equivocado y perverso que el ‘terruco’ inserta en la comunidad; por ello, al ser un sujeto contaminado e incorregible, su expulsión del cuerpo social es una demanda prioritaria.
3. La hegemonía fujimorista y el paradigma global del terrorismo
Aunque su uso se consolidó en el ámbito nacional durante la guerra interna peruana, la práctica de ser identificado como ‘terrorista’ contiene un polisémico pasado. Cecilia Méndez (2021) ha demostrado cómo el terrorismo en el Perú es un término cuyo significado se origina en la trayectoria del propio Estado peruano, el cual -a través de leyes, políticas o de la represión directa- estuvo relacionado, desde mucho antes del conflicto armado interno, con prácticas terroristas. Esto se articula bien con lo que afirma Terry Eagleton (2008): en sus orígenes, el terrorismo era una violencia infligida por el Estado contra sus enemigos, no un ataque contra la soberanía lanzado por unos enemigos encapuchados, "el terrorismo y el Estado democrático moderno son hermanos gemelos" (p. 13). Sin embargo, en Perú, si bien ya desde mediados del siglo XX la palabra ‘terrorismo’ empezó a usarse para referir (y castigar) todas las formas de "delincuencia político-social" (fue con la Ley de Seguridad Interior de la República de 1949 que se usó por primera vez el término ‘terrorista’) (Méndez, 2021), es desde finales del siglo XX que la palabra ‘terrorista’ se emplea de modo exclusivo para referirse a alguien o algo relacionado con el PCP-SL y el MRTA. En la consolidación de este significado, dos factores poseen un rol clave: la hegemonía fujimorista y el cambio del paradigma global en la concepción del terrorismo.
La hegemonía fujimorista se explica a partir de la legitimidad discursiva -esto es, la consolidación político-jurídica y la difusión mediática- que la narrativa de "pacificación nacional" ha obtenido en el contexto peruano de las últimas décadas. Esta narrativa argumenta que el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) logró una pacificación socioeconómica y político-militar del país: no solo estabilizó la economía peruana en crisis con la aplicación de un conjunto de políticas neoliberales, sino que también lideró la heroica victoria que militares y policías llevaron a cabo contra los grupos terroristas (Barrantes y Peña, 2006). El autogolpe de Estado que dio en 1992 y la conformación de una nueva Constitución política al año siguiente le permitió al fujimorismo iniciar esta "pacificación". Por un lado, el cambio del capítulo económico permitió que se promoviera un crecimiento basado en la exportación de commodities y la integración a través del mercado (deuda y consumo), lo cual reformuló las relaciones entre el Estado, la sociedad y el gran empresariado de manera bastante favorable para este último (Maldonado, 2020). Por otro lado, el fujimorismo creó un estado contrainsurgente (Escárzaga, 2022); es decir, bajo el pretexto de endurecer la lucha estatal contra las organizaciones subversivas, aplicó un marco cívico-jurídico violatorio de derechos humanos que extendió a toda la izquierda partidista y social (Lynch, 2020).
Esto tuvo diversas consecuencias en el reordenamiento de los significados sociales. Una de las más importantes, en relación con lo que en este texto se discute, fue la consolidación de una "cultura del miedo" (Burt, 2011). En el marco de un gobierno autoritario que fundó con gran éxito un programa asistencialista que ganó la adhesión de los sectores populares más empobrecidos (Escárzaga, 2022), y mientras fortalecía un sistema de corrupción, el fujimorismo reordenó los sentidos políticos y sociales en el Perú. Apuntaló una "cultura del miedo" en la que los ciudadanos estaban dispuestos a renunciar a sus derechos a cambio de la promesa de orden y estabilidad: una situación que el régimen explotó con la finalidad de obtener apoyo para su proyecto político autoritario y también para, a través de métodos coercitivos, mantener a los grupos de oposición desequilibrados e incapaces de oponerse al régimen (Burt, 2011). De esta forma, el fujimorismo desarrolló una campaña sistemática de intimidación -una instrumentalización política del miedo- con la que afianzó su régimen, sostuvo las reformas económicas que aplicó a sangre y fuego, a la vez que mantuvo a la sociedad civil desmovilizada. Ello consolidó un autoritarismo que prescindió de las libertades civiles y políticas, y alentó las soluciones de "mano dura" (arrestos y detenciones arbitrarios, asesinatos extrajudiciales), las cuales se consideraron aceptables porque garantizaban orden, estabilidad, eficacia (Burt, 2011).
Dos elementos se consolidaron poderosamente mediante la instrumentalización del miedo. En primer lugar, la construcción de la dicotomía "enemigos terroristas" vs. "militares heroicos" ha ocupado un rol central. Por un lado, los miembros de las agrupaciones subversivas fueron esencializados por el fujimorismo con el término ‘terrorista’, el cual los identifica exclusivamente a partir de las prácticas terroristas que cometieron y excluye cualquier otra comprensión sociopolítica de su accionar (Bolo-Varela, 2020b; Gálvez Olaechea, 2015; Sosa y Sevilla, 2022). Denominar ‘terroristas’ a los integrantes del PCP-SL y del MRTA surge "de una simplificación o incomprensión del tema, [...] de una voluntad expresa de no darle legitimidad ideológica o política a las agrupaciones subversivas" (CVR, 2003b, p. 492). Los terroristas han sido significados como abyectos, patológicos e irracionales: la personificación absoluta del mal; por ello, la vulnerabilidad que padecieron durante el conflicto (torturas, violaciones, asesinatos, desapariciones, etc.) no es reconocida o es negada explícitamente, ya que estos sujetos solo son representados desde la invalidación moral que ofrece su condición de victimarios y perpetradores, nunca de víctimas. Por otro lado, frente a este enemigo demonizado, el fujimorismo posicionó a militares y a policías como héroes absolutos. Les ha otorgado un papel salvador en el que se enfatiza su sacrificio, entrega y valentía, mientras que se difuminan las violaciones de los derechos humanos cometidas: estas son representadas como un "mal necesario" para combatir el terrorismo (propias y necesarias de toda guerra) o como acciones aisladas que solo algunos malos elementos realizaron (pero nunca una decisión institucional, menos aún una práctica sistemática) (Barrantes y Peña, 2006; Milton, 2011). Ambas representaciones se han normalizado en el actual posconflicto hasta convertirse casi en una exigencia a priori para opinar sobre el período de violencia política peruana.
En segundo lugar, otro elemento que contribuyó a la consolidación de una "cultura del miedo" -del discurso antiterrorista de pacificación nacional- fue el propio accionar de Sendero Luminoso. Aunque su discurso sobre justicia social y denuncia de la miseria fueron inicialmente bien recibidos (sobre todo en sectores campesinos y universitarios), la revolución que Sendero Luminoso planteó contra el Estado peruano se caracterizó, entre otros aspectos, por el despliegue de una violencia extrema -la cual incluyó métodos terroristas- que provocó más de treinta mil muertes y numerosas violaciones de los derechos humanos, sobre todo contra la población civil indígena y campesina (CVR, 2004). La captura de su líder Abimael Guzmán y sus principales dirigentes en 1992 y su posterior capitulación en 1993 fueron capitalizadas por el fujimorismo, quien simplificó y redujo el papel de Sendero Luminoso en el conflicto solo al de la violencia terrorista que convocó. Este reduccionismo encontró campo fértil en el rechazo que la opinión pública ya manifestaba frente a las prácticas terroristas del PCP-SL y del MRTA. De esta manera, el estado contrainsurgente que el fujimorismo implementó usó políticamente este rechazo y lo extendió hacia la izquierda peruana en general, la maoísta y guevarista alzadas en armas, pero también hacia aquella que, rechazando la lucha armada, tomó el camino opuesto y se asimiló a la democracia liberal participando en elecciones desde 1980 (Adrianzén, 2011). En consecuencia, toda la izquierda peruana quedó estigmatizada: identificarse como alguien de este sector político fue rápidamente relacionado con ser terroristas o simpatizar con ellos. Este desprestigio se ha afianzado sobre todo durante las primeras décadas del siglo XXI, cuando la hegemonía fujimorista consolidó y normalizó las políticas del miedo establecidas en la guerra interna (Poole y Rénique, 2018).
Estos imaginarios son parte de la denominada "memoria de salvación" o "memoria salvadora" (Degregori, 2009; Stern, 2009), la cual funciona como un discurso autoritario, victimista, cínico y estigmatizador que legitima el régimen político-militar que Alberto Fujimori y las Fuerzas Armadas llevaron a cabo durante los años noventa (Bolo-Varela et ál., 2023). Es una interpretación que está presente en el ámbito educativo (Fernández Bravo, 2017), se difunde desde los principales medios de comunicación (Bolo-Varela, 2020a), se ha venido fortaleciendo constantemente desde las instancias políticas y gubernamentales que ocupa el fujimorismo o sus aliados (otros partidos políticos, militares en actividad y retiro, sectores empresariales) y se ha convertido en sentido común (Degregori, 2012). A diferencia de la memoria proveniente desde los derechos humanos, la memoria liberal, el otro gran relato con poder y legitimidad en el posconflicto peruano (Bolo-Varela, 2022; Hibbett, 2019), el relato de salvación posee una incidencia de mayor agresividad, cuya materialidad resulta más efectiva: cualquier cuestionamiento es interpretado como ingratitud hacia los héroes y defensa hacia los terroristas, por lo que es señalado como sospechoso y denunciado jurídicamente por apología al terrorismo (Loarte Villalobos, 2020). Por ello, aunque posee críticas y opositores en la academia y el arte, estas réplicas son débiles y no logran resquebrajar o socavar por completo la efectividad práctica de esta narrativa. Así, el fujimorismo hegemoniza la comprensión del pasado más reciente. Su narrativa de salvación amparada en la instrumentalización del miedo se ha convertido en una poderosa tradición (Williams, 2009).
A más de tres décadas de iniciada la reforma neoliberal en el Perú, la narrativa de pacificación nacional se mantiene vigente y poderosa: es, con probabilidad, una de las mayores herencias culturales del fujimorismo y del gobierno contrainsurgente que instituyó. Hoy esta narrativa se encuentra robustecida y defendida por los sectores más poderosos de la sociedad peruana -las élites económicas neoliberales agrupadas en torno al fujimorismo más actual, sectores de la derecha tradicional y, recientemente, los movimientos políticos de derecha radical y derecha extrema, una nueva clase política que ha continuado (y perfeccionado) el legado fujimorista (Lynch, 2020)-. Es en este contexto sociopolítico -donde la imagen de Fujimori está asociada a la creación de un orden social, económico y político- que "el uso del miedo funciona como una herramienta para que amplios sectores de la sociedad peruana miren a las propuestas de izquierda con una combinación de desprecio y desconfianza" (Velásquez Villalba, 2022, p. 73). En tal sentido, la izquierda peruana es el intérprete principal y recurrente del ‘terruqueo’. El caso de la líder de izquierda Verónika Mendoza, a quien frecuentemente le inventan fotos y videos falsos con líderes de Sendero Luminoso (Tumes, 2021), o incluso apodaron "terrónika" en un intento por vincular su nombre ‘Verónika’ con ‘terrorista’ (Aprodeh, 2022b), es el ejemplo más paradigmático de cómo se usa el ‘terruqueo’ a escala nacional. Sin embargo, la práctica ideológica que lleva a cabo el ‘terruqueo’ también se nutre y fortalece del paradigma global sobre el terrorismo, el cual ha reforzado poderosamente la legitimidad de acusar, detener y aniquilar a quien es acusado como terrorista.
Luego del mediático y globalizado 11 de septiembre estadounidense, se presentó un cambio de paradigma en la concepción del terrorista. Este pasó de ser concebido como un elemento antisocial, un problema civil de seguridad interna (que podía ser disciplinado mediante métodos policiales clásicos) a un enemigo de guerra que debe ser investigado, intervenido preventivamente y doblegado bajo métodos militares (Horvat, 2017). La "Global War on Terror" implementada por la gestión Bush y una élite neoconservadora norteamericana implicó la adopción -y posterior exportación- de leyes antiterroristas (la USA Patriot Act) que transgredieron derechos fundamentales, como la libertad personal, la intimidad y la protección judicial efectiva (Prieto, 2015). Basándose en el miedo y la desinformación, y profundizando un imaginario islamofóbico (Alba Rico, 2015), "el gobierno de Bush explotó la espectacularidad del evento que los propios terroristas le regalaron para encaminar su agenda bélica" (Prieto, 2015, p. 171). Dicha agenda justificó los "ataques preventivos" realizados en países donde residía la amenaza terrorista y presentó a los asesinados y/o detenidos -los terroristas- como sujetos unidimensionales (fanáticos religiosos o fundamentalistas irracionales preparados para sacrificar a su propia gente) cuyos actos eran mostrados como catástrofes o desastres naturales (Horvat, 2017). Esta situación condujo a que todo acto terrorista sea percibido como pura emanación del Mal trascendente, eterno, lo que impidió un examen político, ya que el "mal no se puede examinar. Está condenado al silencio [...] no podemos preguntarnos por qué lo hicieron o si tal vez nuestro sistema de valores condujo a ello, junto con la dominación occidental en Oriente Próximo y el Tercer Mundo" (Horvat, 2017, p. 25). Dicho de otro modo: la primacía de la moral se impuso a la política, toda discusión posible (toda polémica ideológica) fue sustituida por la propaganda de los "valores" dominantes del orden que soportamos (Badiou, 2004).
De esta manera, el nuevo paradigma que domina el discurso sobre el terrorismo global estableció "un ‘estado de excepción’ en el que no importa realmente si eres un terrorista o no, mientras representes una amenaza al statu quo. Cualquiera puede llegar a ser definido fácilmente como ‘terrorista’" (Horvat, 2017). Piénsese, por ejemplo, en las protestas norteamericanas de Black Lives Matter de 2013 y cómo los compromisos y logros de este movimiento fueron calumniados con la etiqueta de ‘terrorismo’ (Davis, 2018), o cómo en el último año países tan disímiles de Europa o Asia han hecho uso de esta etiqueta para prevenir y reprimir diversos movimientos sociales: activistas fueron enjuiciados por terrorismo en Rusia, se detuvo a un gran número de periodistas por cargos falsos de terrorismo en Turquía, en Francia se invocó la legislación antiterrorista para prohibir protestas pacíficas y realizar arrestos arbitrarios, en Filipinas se desapareció a dos activistas ambientales indígenas etiquetados como ‘rojos’ (Amnistía Internacional, 2024).
Así, con una definición excesivamente amplia de terrorismo y terroristas se ha logrado introducir y normalizar los marcos condicionantes del estado de excepción en Occidente (Horvat, 2017). Es decir, las prácticas de vigilancia, control, vejamen y exterminio -la materialización del estado de excepción- han ingresado en un umbral de indistinción con la políticas de seguridad. Esa excepcionalidad es lo que se ha consolidado en el discurso actual sobre el terrorismo: vigilancia preventiva, rastreo de las comunicaciones, detenciones arbitrarias, naturalización de la tortura, intervenciones humanitarias y, sobre todo, la potencial acusación de que cualquiera puede ser un terrorista. Todo ello justificado en la idea de que "esta es una lucha del mundo, esta es una lucha de la civilización" (Bush, 2001).
Para Latinoamérica y otras regiones del Tercer Mundo es una lucha que evidencia algunas características ya presentes en el conjunto de prácticas y discursos anticomunistas que se desarrollaron durante el siglo XX: la construcción de un enemigo absoluto (el adversario soviético, el militante de izquierdas, el comunista) que debe ser vencido por cualquier medio, lícito o ilícito (Calandra y Franco, 2012; Nocera, 2012). La implementación de políticas volcadas a la contención de la amenaza comunista ha dejado una profunda huella en amplios sectores de las sociedades latinoamericanas, pues no fueron solamente un asunto de políticas e intervenciones gubernamentales y actores de élite, sino que ellas impactaron directamente en asuntos culturales como el lenguaje común, la cultura política, los sistemas simbólicos y demás prácticas sociales cotidianas (Franco, 2012).
En el caso peruano, la excepcionalidad normalizada e implementada con el cambio del paradigma global sobre el terrorismo (sumada al legado del discurso anticomunista) ha potenciado los imaginarios que sostiene la memoria salvadora. Y con ello se ha fortalecido el ‘terruqueo’. Por ello, hoy en día se criminaliza la disidencia y la oposición con impunidad, dejando desprovistas de derechos y garantías a las personas clasificadas como terroristas. La hegemonía fujimorista no solo ha replicado la normalizada excepcionalidad -control, vejamen y dominio para cualquier opositor- sobre los cuerpos acusados de ser terroristas -ese enemigo deshumanizado y unidimensional, la síntesis del Mal-, sino que también ha fortalecido su discurso de salvación a partir de la legitimidad que le ha dado a su accionar inscribirse en el discurso de la lucha antiterrorista global. Y esto se ha repotenciado aún más con la consolidación de la memoria iliberal y las estrategias mnemopolíticas de la derecha radical.
4. La memoria iliberal: triunfos y claudicaciones en las luchas mnemopolíticas
Con el fin de la Guerra Fría y el cambio de milenio, el dominio liberal estableció también sus propias políticas de memoria aceptables. Por ello, consolidó un régimen memorial basado en una visión progresista y teleológica de la historia cuyo auge convirtió la reconciliación con el pasado en una condición intencionalmente aceptada para la legitimidad nacional (Rosenfeld, 2023). De esta forma estandarizó la justicia transicional: una justicia liberal-cosmopolita que, como política de memoria, se orientó a corregir los errores estatales del pasado (en particular los relacionados con las violaciones de derechos humanos) (Mälksoo, 2023). Algunas de estas correcciones han sido la rendición de cuentas y la búsqueda de justicia (a través de juicios y depuraciones), la búsqueda de la verdad (mediante las comisiones de la verdad, la apertura de archivos policiales secretos o la investigación histórica), las reparaciones (materiales y simbólicas), las reformas sistémicas del aparato estatal (Mälksoo, 2023). Poco importó que, en la práctica, el paradigma de la justicia transicional haya sido construido por Estados liberales poderosos y aplicado a contextos de países débiles en posconflicto, donde la exigencia de "reconciliación con el pasado" para estos era disímil al enormemente selectivo cumplimiento de quienes lo predicaban (piénsese en la permisibilidad frente a los crímenes internacionales rusos en décadas recientes, en la casi nula reparación del colonialismo occidental en los países colonizadores o en el mantenimiento del legado racista en el sistema de justicia penal estadounidense) (Mälksoo, 2023). Lo importante fue el acuerdo de que siempre y cuando las naciones expiaran sus crímenes pasados, serían admiradas y merecerían confianza; de lo contrario, seguirían siendo objeto de escepticismo (Rosenfeld, 2023). Así, la memoria pasó a valorarse como un componente esencial del orden liberal global, una de las garantías para ser un auténtico Estado democrático.
Sin embargo, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 (y otros posteriores), la Gran Recesión de 2008 y la crisis de refugiados de 2015 contribuyeron a desencadenar una reacción populista contra el orden liberal en Europa, EE. UU. y demás potencias; una situación que llevó a la desmarginación de la ultraderecha en el mundo (Mudde, 2019). Hoy en día, la derecha radical populista -el sector ideológico dominante dentro de la ultraderecha- se ha normalizado: no solo obtiene representación política en el Parlamento, el Poder Ejecutivo o la presidencia de la República, sino que se vuelve aceptable para formar coaliciones con la derecha tradicional, lo que genera que esta termine asumiendo las propuestas de la derecha radical (Ubilluz, 2021b). De esta manera, aunque han tomado formas diversas en diferentes partes del mundo, la derecha radical comparte una visión política con objetivos comunes y estrategias similares para alcanzarlos. Dicha visión, que podría sintetizarse en la preservación de las instituciones democráticas pero socavándolas e instrumentalizándolas para imponer sus políticas antiliberales, ha sido denominada democracia iliberal (Zakaria, 1997). Esta se caracteriza, entre otras cosas, por debilitar el sistema constitucional de controles y equilibrios, la integridad del sistema electoral multipartidista, la independencia del poder judicial y la existencia de una prensa independiente, a la vez que reafirman valores "tradicionales" como el orgullo nacional (Rosenfeld, 2023).
Un aspecto clave del ascenso de la derecha radical populista (DRP) es la instrumentalización del pasado que lleva a cabo. Las experiencias en Europa, EE. UU. y América Latina dan cuenta de cómo la DRP disputa la hegemonía política, sobre todo en el plano de la cultura, a través de la imposición eficaz de su memoria (Lvovich y Patto Sá Motta, 2022). Se trata de una memoria transnacional reaccionaria que, adaptándose a cada contexto, blanquea y relativiza eventos del pasado a través de la imposición de una narrativa histórica nacionalista (Levi y Rothberg, 2018). Gavriel Rosenfeld (2023) ha nombrado este fenómeno como el auge de la memoria iliberal. Desarrollada por los populismos de derecha, esta memoria se opone y socava la cultura del recuerdo liberal mediante el desarrollo de un guion mnemopolítico que pone en práctica diversos recursos y dispositivos. Maria Mälksoo (2023) ha definido las políticas de la memoria iliberal como políticas de memoria antipluralistas y excluyentes dirigidas por el Estado, las cuales han surgido como reacción a la experiencia estatal previa negativa y a la desilusión con la política liberal de la memoria. Dicho de otro modo: "Si la democracia antiliberal puede verse como una reacción proteccionista contra la globalización de las políticas económicas y sociales liberales, la memoria iliberal puede verse como una reacción proteccionista contra la globalización de la memoria liberal" (Rosenfeld, 2023, p. 5). De este modo, las políticas de memoria iliberal están vinculadas con la intolerancia y el antipluralismo, son esencialistas y etnocentristas, están propensas a reproducir las fricciones políticas y culturales existentes, buscan privilegiar y consolidar identidades convenientes para los gobernantes y sus proyectos políticos, usurpan la libertad de expresión, suprimen voces críticas, restringen el espacio cívico, controlan el debate público y la libertad académica (Mälksoo, 2023). En suma, las políticas de memoria iliberal que establece y sostiene la derecha radical consisten en la legitimación de una historia nacional uniforme, vigilada, alimentada de un pasado que reescriben a su conveniencia. Se trata de una memoria negacionista -una alt/historia (Valencia-García, 2020)- con la que instrumentalizan el recuerdo social, blanqueándolo y adaptándolo a las agendas conservadoras, revisionistas y estigmatizantes de los grupos de ultraderecha.
Es un rasgo global que comparten diversos países con historia, cultura política, imaginarios nacionales y movilización de la memoria histórica colectiva diferentes. En Italia se ha reevaluado el pasado oscuro del período fascista (Il venteneio) bajo la idea de que Mussolini también hizo cosas buenas; políticos como Mateo Salvini le han atribuido al gobierno de Il Duce logros que no le pertenecen, han negado crímenes cometidos y han reutilizado lemas fascistas (Couperus y Tortola, 2019). En Japón, el activismo de la nueva extrema derecha -representado en el grupo político El Zaitokukai- ha popularizado ideas de derechas anteriormente estigmatizadas, como la preocupación por la influencia de Corea del Sur y China en la década de 1980 (Yoon y Asahina, 2021); asimismo, frente a la memoria sobre las "confort women" -mujeres explotadas y abusadas sexualmente por el ejército japonés durante la Guerra de Asia-Pacífico (1931-1945)- se ha desarrollado una narrativa negacionista que desafía el activismo que ha venido denunciando este episodio (Tsukamoto, 2022). En Países Bajos, el pasado colonial holandés -la esclavitud, el imperialismo y la extrema violencia impartida, sobre todo en Indonesia- ha sido blanqueado por populistas de derecha que desplegaron una contranarrativa apologética de un pasado colonial noble e incluso nostálgico (Couperus y Tortola, 2019). En España, Vox ha movilizado en redes sociales una historia conservadora sobre La Reconquista que difunde una idea de nación transhistórica, excluyente y católica basada en la creación de lugares de memoria, la glorificación de héroes y una memoria específicamente antagonista de la oficial (Esteve-Del-Valle y Costa López, 2023). En Europa del Este, el auge del populismo nacionalista de derechas ha generado la reformulación de sus políticas de memoria: las leyes que penalizaban la negación del Holocausto y otros crímenes contra la humanidad en países como Polonia, Ucrania o Rusia han sido cambiadas o reformadas por nuevos tipos de leyes de memoria que trasladan la culpa de las injusticias históricas a otros países o que protegen abiertamente la memoria de los autores de crímenes contra la humanidad (Koposov, 2022).
La memoria iliberal opera a través de una doble estrategia: una negación y afirmación mnemónicas (Rosenfeld, 2023). Es decir, a la vez que niega errores del pasado que conduzcan a la compulsiva autocrítica nacional promovida por el liberalismo, afirma eventos pasados con el fin de normalizarlos y crear un sentido positivo de identidad nacional. Para conseguir estos dos objetivos, los promotores de esta memoria, como se ha ejemplificado en el párrafo anterior, utilizan diversas tácticas: invierten la narrativa liberal sobre la culpabilidad y la inocencia, rechazando la primera y asumiendo la segunda; se apropian del legado del Holocausto, utilizan su terminología, abrazan el victimismo, buscan su autoexoneración; tratan de rehabilitar a victimarios y demonizar a las víctimas; promueven y aprueban leyes revisionistas del pasado; impulsan prácticas públicas de conmemoración y memorialización favorables a su narrativa a través de monumentos y museos; distorsionan los hechos e impulsan la desinformación histórica (Rosenfeld, 2023). Esta caja de herramientas que utiliza las políticas de memoria iliberal está orientada a recuperar el control de la memoria nacional -promoviendo un proteccionismo mnemónico- y rechazar los modelos universales de memoria liberal. No son, por supuesto, un conjunto de tácticas completamente nuevas (tienen amplios precedentes en la práctica memorial conservadora); tampoco funcionan de la misma manera en todos los contextos nacionales. Sin embargo, son tácticas que han cobrado fuerza y eficacia en países donde los movimientos de ultraderecha disputan la narrativa sobre el pasado.
En América Latina, la memoria iliberal opera a través del enaltecimiento y/o justificación del accionar estatal/militar durante los diversos períodos de dictadura, violencia o conflicto armado interno vividos en la región; también lo hace a partir de la apropiación de las luchas de las víctimas y sus familiares contra las violaciones de derechos humanos generadas por militares; asimismo, se evidencia mediante la construcción de un enemigo radical que amenaza el desarrollo socioeconómico y/o la estabilidad democrática. Es en estos tópicos donde los recursos negacionistas de la derecha radical populista han ganado legitimidad en los últimos años (Almada, 2021). Es en la (re)configuración de la memoria histórica que también se pone en juego una parte importante de la batalla cultural que estos movimientos llevan a cabo (Palomino, 2024; Saferstein, 2024). Latinoamérica ha sido una región muy fértil para el estudio de la memoria histórica sobre los períodos de violencia política y para la militancia en torno a ello (Allier Montaño y Granada-Cardona, 2023). Quizá por esto la reacción -la expoliación- contra la memoria liberal viene siendo tenaz y, dependiendo del país, muy agresiva: líderes y movimientos de la derecha radical latinoamericana han realizado múltiples y persistentes esfuerzos por generar interpretaciones de los pasados recientes de sus países con las cuales fundamentan sus identidades colectivas, preservan sus intereses y brindan visiones alternativas -y por lo general fuertemente enfrentadas- a las de las tradiciones nacional-populares, progresistas o de izquierda de cada una de esas naciones (Lvovich y Patto Sá Motta, 2022).
En Brasil, son conocidas las exaltaciones de Jair Bolsonaro de la dictadura militar brasileña, lo cual se materializó durante su primer año de gobierno en la reorientación de los órganos estatales encargados de trabajar el tema de la memoria y la reparación sobre este período (Benetti et ál., 2020). En Argentina, durante un debate electoral, el actual presidente Javier Milei declaró que no "fueron 30 mil los desaparecidos sino 8753" y que están en contra "de una visión tuerta de la historia" (DW Español, 2023); su vicepresidenta, Victoria Villarruel, es una abierta defensora de la "memoria completa", una mirada revisionista que relativiza el terrorismo de Estado durante la dictadura militar (Palmisciano, 2021). En Chile, a propósito de los cincuenta años del golpe de Estado de Augusto Pinochet, personajes y líderes políticos de la extrema derecha usaron las redes sociales para ofrecer una lectura revisionista del suceso histórico (Rivera López et ál., 2024). En Uruguay, partidos políticos de derecha tradicional y derecha radical han buscado la regulación de la memoria histórica a partir de leyes de amnistía o caducidad de condenas para los militares encarcelados por violación de derechos humanos durante la dictadura (Méndez, 2022); más recientemente, intentaron eliminar el concepto "terrorismo de Estado" de los libros de educación secundaria y reemplazarlo por "suspensión y avasallamiento de las garantías constitucionales" (Díaz, 2024).
En Perú, la memoria iliberal opera a través de la memoria de salvación. La construcción de la dicotomía "enemigos terroristas" vs. "militares heroicos", así como la representación esencializadora de los subversivos solo a partir de sus acciones terroristas son parte de la narrativa parcializada con que la derecha radical populista peruana está intentando reescribir la historia. Esta narrativa sobre el pasado es enunciada y defendida en la actualidad por diversos movimientos y personajes. Por un lado, Keiko Fujimori representa el llamado neofujimorismo con su partido Fuerza Popular (Alvarez Chávez, 2021; Meléndez, 2014), tiene una base social muy amplia (heredera del legado de su padre) y vincula a sectores populares, empresariales, mediáticos, políticos y militares. Ha contendido fallidamente por la presidencia de la República tres veces, pero, paradójicamente, su poder político se ha consolidado con cada nueva derrota a partir del decisivo rol que sus parlamentarios han desarrollado en el Congreso (Caballero, 2019). Desde allí, estos han ejercido una fuerte y efectiva presión a los gobiernos de turno mediante la aprobación de leyes, la censura de ministros, la designación de altos funcionarios y, en general, manteniendo y expandiendo su ideario: el hegemónico discurso fujimorista de pacificación nacional económica y política. Por otro lado, Rafael López Aliaga -el actual alcalde de Lima- es un millonario célibe ligado al Opus Dei que prometió combatir el nuevo orden marxista y que se autodenominó "el Bolsonaro peruano" (Sosa, 2022; Zarate y Budasoff, 2021). Su agrupación Renovación Popular, asociada a sectores empresariales, religiosos y militares ultraconservadores, decidió apoyar -a pesar de sus diferencias electorales iniciales- al fujimorismo durante la segunda vuelta electoral de 2021 (que disputaron Keiko Fujimori y Pedro Castillo); también lo respaldó durante las acusaciones de fraude y robo de elecciones que, luego de perder, el fujimorismo adujo al estilo Trump y Bolsonaro. Ambas agrupaciones comparten la defensa del modelo socioeconómico imperante, un mensaje "profamilia" contrario a las reivindicaciones feministas, el uso político del miedo para imponer su agenda o demoler opositores, y la construcción de un enemigo común opuesto al desarrollo de la nación (Castilla et ál., 2021). Asimismo, ambos líderes (junto con otros representantes de sus agrupaciones) apuestan por el revisionismo histórico (Ubilluz, 2024). Son conocidos los ataques del alcalde de Lima hacia El Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social (LUM), el cual ha calificado como uno de esos espacios que "no tienen nada de memoria ni reconciliación", porque allí se escribe una narrativa parcializada, "donde los mismos guías te mienten descaradamente poniendo a las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional como si fuera agresora, y eso no es así, han salido a defender a la patria" (Infobae, 2023). Por su parte, desde el parlamento, el fujimorismo (muchas veces con el apoyo de la bancada de Renovación Popular y otros sectores políticos de la derecha radical) ha presentado diversas medidas legislativas para reescribir la historia. Solo en el último año aprobaron un proyecto de ley para que se introduzcan cursos de historia del terrorismo y la subversión en el currículo escolar y así "se explique de manera real y objetiva" lo ocurrido durante el conflicto armado interno (EFE, 2023); publicaron una Constitución Política del Perú para niños que reivindica el autogolpe de Estado de Fujimori de 1992, explicando que este se dio para "devolver la paz y reconstruir la economía del país" (Gómez Vega, 2023b); más recientemente, han aprobado en primera instancia una "ley de amnistía" que beneficia a sentenciados e investigados por crímenes de lesa humanidad, eximiendo de responsabilidad a militares y policías procesados por delitos de violaciones de derechos humanos (Vásquez Benavente, 2024).
Sin embargo, el ejercicio de la memoria iliberal que Fuerza Popular y Renovación Popular llevan a cabo no funciona solo desde el Congreso, su práctica mnemopolítica también se articula con diversos colectivos de extrema derecha que, sin mantener un vínculo declarado y evidente, funcionan como su fuerza de choque. Es decir, estas agrupaciones políticas juegan en pared con movimientos de extrema derecha que, aunque marginales, ganaron visibilidad mediática en el contexto de la última elección presidencial de 2021 que colocó a Pedro Castillo -otro gran terruqueado- como presidente de Perú y, un año después, con su destitución y encarcelamiento producto del golpe de Estado que dio (Escárzaga, 2022). En este período, agrupaciones conformadas por civiles y militares en retiro como La Resistencia, Los Combatientes del Pueblo, Los Insurgentes, Sociedad Patriotas del Perú, Hijos de Grau, Legión Arica no se Rinde y Legión Patriotas del Perú unificaron el conjunto de sus demandas en torno a un eje común: el reclamo por el supuesto fraude electoral y la perenne acusación de que Castillo y los suyos eran terroristas (Cabral y Castilla, 2021; Cabral y Salazar, 2021). Aunque la aparición de estas agrupaciones extremistas no es nueva (antes se hicieron visibles en protestas a favor de la liberación de Alberto Fujimori), mantienen un rol activo mediante las marchas, plantones, agresiones verbales, ataques en redes y campañas de desinformación que han realizado contra sus enemigos políticos, a quienes buscan acallar mediante el insulto o la calumnia. Así, han hostigado a las autoridades y funcionarios que organizaron las elecciones; atacaron a periodistas y a miembros de organizaciones de la sociedad civil; destruyeron diversos memoriales sobre las víctimas de violencia política y las recientes protestas sociales; han interrumpido presentaciones de libros, proyecciones de películas y otras actividades culturales (Salazar, 2021). Su fuerte presencia en redes sociales, su coordinación en diversas comunidades digitales y cierta resonancia con que cuentan en algunos medios de comunicación de derecha les ha permitido atraer a más personas a su espectro político, afianzando su narrativa de salvación y haciendo que se imponga su interpretación del pasado.
De esta manera, el espectro político de la derecha radical peruana se encuentra robustecido y ha logrado un triunfo importante: redirigir el discurso público (Pecho, 2021). Es decir, ha conquistado posiciones en el sentido común, en el imaginario político, en el lenguaje público: ha conducido la discusión política sobre el pasado a sus propios términos y marcos de debate, lo que le ha permitido blanquear y relativizar diversos eventos, acciones o personajes según su conveniencia, a la vez que ha normalizado varias de sus prácticas discursivas: el ‘terruqueo’, por ejemplo. Así, este fenómeno se ve potenciado por la memoria iliberal, opera a través de ella. Es decir, el ‘terruqueo’ es parte del conjunto de tácticas mnemopolíticas - quizá la principal- que la ultraderecha peruana viene implementando exitosamente a través de la memoria de salvación. Si el paradigma global del terrorismo reforzó y legitimó la acusación de identificar a alguien como terrorista -y, a partir de ello, ejercer sobre este sujeto la normalizada excepcionalidad de vigilancia y dominio-, el ascenso de la DRP peruana ha potenciado y perfeccionado aún más esta práctica de estigmatización, pues ha moldeado y adecuado el pasado de la violencia política de tal modo que el ‘terruqueo’ sucede con mayor solvencia e impunidad, hasta el punto de normalizarse.
Esta normalización también pareciera haber sido asumida por la izquierda y los sectores progresistas, quienes, arrinconados, no han sido capaces de contener y/o dar batalla a los embates mordaces que la memoria iliberal peruana -la memoria de salvación- ha puesto en práctica. No han sabido cómo contestar la estigmatización y muchas veces han terminado cediendo y aceptando los marcos de discusión planteados por la derecha radical. Algunas otras veces han respondido desde el discurso de los derechos humanos, desde la lógica del giro ético (Ubilluz, 2021a), lo que termina despolitizando la situación y, con ello, brindando una respuesta válida pero insuficiente, que no alcanza para contraponer o mínimamente agrietar la urgencia del ataque asestado por la narrativa mnemopolítica del ‘terruqueo’.
Dos situaciones vigentes ejemplifican esta problemática. Por un lado, desde su ideación en 2009, el LUM ha sido terruqueado muchas veces por diferentes sectores de la derecha radical (Aprodeh, 2022c): las respuestas frente a estas acusaciones han variado entre cambiar de director, despedir a una de las trabajadoras encargadas de las visitas guiadas, paralizar actividades en torno a las muestras criticadas, reestructurar el guion museístico o aumentar el número de exposiciones, conversatorios y exhibiciones de películas dedicadas a la memoria de militares y policías. El último 18 de junio, cuando se conmemoraba un año más de la matanza de los penales -una serie de acciones militares, ocurridas entre el 18 y el 19 de junio de 1986 a raíz del amotinamiento de acusados y sentenciados por terrorismo, que produjo las ejecuciones extrajudiciales de más de 200 encarcelados (CVR, 2003a)-, el LUM publicó una efeméride sobre este episodio en todas sus redes sociales. Allí señaló que, frente al motín, "el Estado encargó a miembros de la Marina resolver la situación" (lum_oficial, 2024; énfasis agregado). La incapacidad para nombrar la violencia desproporcionada, la matanza que los militares perpetraron, da cuenta de la imposibilidad del principal memorial público del país para usar el lenguaje más allá de los límites que la ultraderecha permite: el incuestionable accionar militar que sostiene la hegemonía fujimorista es replicado con eso que el LUM no se atreve a decir y atenúa. Pero hay algo más allí: los asesinados en esa matanza eran terroristas y, por tanto, su muerte puede ser más fácilmente enmascarada -justificada- con el lenguaje.
Ello se repite con mayor crudeza (y de manera más actual) en el operativo Olimpo (2022), donde el Estado intervino, detuvo y enjuició a un grupo de personas aduciendo que pertenecían a Sendero Luminoso; es decir, los acusó de ser terroristas (Humala, 2022). Sin embargo, a diferencia de otros casos donde el ‘terruqueo’ es una calumnia y el potencial nexo con Sendero Luminoso inexistente, en Olimpo -y en su antecedente inmediato, el operativo Perseo de 2014- los detenidos eran miembros o simpatizantes del Movimiento por la Amnistía y Derechos Fundamentales (Movadef), la agrupación que en 2011 intentó inscribirse como partido y declaró que, entre otros, su ideario seguía el "pensamiento Gonzalo", el conjunto de ideas que Abimael Guzmán y la cúpula senderista construyó durante la guerra interna. Este operativo se publicitó como un emblema de la "lucha antiterrorista" actual, pues supuestamente demostró la permanencia de Sendero Luminoso. Sin embargo, se ha demostrado que la vigilancia, detención y posterior enjuiciamiento no fue por la realización o el planeamiento de acciones terroristas, ya que no se encontraron pruebas directas de esto (Marchán, 2020), lo que 18 meses después permitió la liberación de los 72 detenidos, sino porque estos sujetos constituyen una potencial amenaza, un "peligro abstracto" (Sosa, 2020). Es decir, los detuvieron y encarcelaron por su abierta simpatía con Sendero Luminoso. Pero una simpatía -o un pensamiento- no es un delito. Y aunque esto pudo ser la base de la defensa y el apoyo solidario hacia estas personas (como sí sucedió en varios otros casos), la izquierda partidista y social, y los sectores progresistas no dijeron nada (o apenas muy poco) sobre este abuso: no hubo pronunciamientos, ni creación de hashtags, tampoco videos dirigidos a la opinión pública o mucho menos organismos e instituciones que se pronunciaran en contra de encarcelar a 72 personas porque piensan radicalmente distinto al sentido común de muchos peruanos. Y es que hay ‘terrucos’ ilegítimos (los inocentes) y ‘terrucos’ legítimos (los que sí son culpables), es decir, hay ‘terrucos’ a los que sí está bien terruquear, sujetos válidamente terruqueables.
La incapacidad para aceptar, defender o mínimamente reconocer el abuso sufrido hacia los militantes del Movadef (y, por el contrario, seguir acusándolos de terroristas -o no decir nada sobre esta acusación- cuando no lo son) da cuenta de la normalización del discurso del ‘terruqueo’ incluso en la propia izquierda y el progresismo peruanos, los sectores que, paradójicamente, han sido más terruqueados. Es una capitulante aceptación de la imbatible interpretación del pasado que ofrece la derecha radical. Y es que "si alguien es acusado de terrorista y quiere limpiar su imagen, debe matar - física o simbólicamente- a los terrucos" (Díaz Choza, 2023). Para despercudirse de la acusación de ser terroristas, el progresismo ha venido "sacrificando" al auténtico terrorista -esa radical otredad abyecta (Silva Santisteban, 2016). Esto también ocurrió con la destrucción del llamado "mausoleo terrorista": una parte del autodenominado progresismo contribuyó a cambiar la ley de entierros para destruir un mausoleo de militantes senderistas, desenterrar sus cuerpos incómodos y reubicarlos por separado (Quiroz Cabañas, 2020; Robin Azevedo, 2021a). En el Perú contemporáneo, con el ‘terruqueo’ y la memoria de salvación se ha llegado al obsceno extremo de criminalizar los ritos mortuorios. Pero todos estos gestos concesivos no son más que complacencia y sometimiento de la debilitada memoria liberal frente a la triunfante lógica mnemopolítica que la derecha radical viene ejerciendo.
De esta manera, la efectividad de la memoria iliberal no solo se evidencia en la aplicación de las estrategias que este guion mnemopolítico lleva a cabo, sino también en la normalización -la aceptación- que ha logrado mediante su práctica discursiva. Es decir, la operación ideológica triunfante de las políticas de memoria iliberal que la derecha radical populista promueve no solo debe entenderse en términos de los cambios promovidos, sino sobre todo en la asimilación y regularización que estos cambios implican. Las políticas implementadas -o desmotadas- por la memoria iliberal sobre el pasado no serían tan efectivas si la narrativa que construyen careciera de la legitimidad, y en algunos sectores incluso de la popularidad, que actualmente poseen. Estas, por el contrario, no encuentran una oposición (políticamente organizada y efectiva) que las contenga, las discuta o que intente socavar su ejercicio negacionista. Hay oposiciones, por supuesto, pero estas no tienen la viralidad, dominancia o agresividad con que surgen y se consolidan las mnemopolíticas que promueve la derecha radical populista en el despliegue de su batalla cultural. Esta situación da cuenta de cómo la función liberal del recuerdo está cambiando y perdiendo poder frente a las nuevas narrativas que empiezan a protagonizar y hegemonizar la construcción del pasado.
5. Comentarios finales
En Perú, el ejercicio de la memoria iliberal -como he explicado en este escrito- potencia el ‘terruqueo’, un violento ejercicio de deshumanización que estigmatiza e invalida a sujetos o colectivos disidentes mediante su significación como enemigos terroristas. Con este significado se les atribuye una conducta política censurable, un accionar criminal punible, una condición étnico/racial despreciable y una cualidad moral/intelectual expurgable: características que justifican su aniquilación simbólica (su desperuanización) y fáctica (su muerte). El ‘terruqueo’ -y la cultura del miedo en la que este fenómeno se originó- es un legado fujimorista, una de las mayores herencias culturales del gobierno contrainsurgente que instituyó a partir de su discurso de pacificación nacional, de su memoria de salvación. Posteriormente, este fenómeno ha sido legitimado por el cambio en el paradigma global del terrorismo (que introdujo la cotidiana excepcionalidad de control, vejamen y dominio para cualquier opositor político). En la actualidad, la derecha radical populista peruana ha potenciado este dispositivo estigmatizador: ha perfeccionado y expandido el terruqueo, lo ha convertido en su principal táctica dentro del conjunto de estrategias mnemopolíticas que eficazmente viene implementando para reconstruir el pasado a su favor. Así, la memoria de salvación -esto es, la memoria iliberal peruana- regula el pasado y legisla el presente con el terruqueo. Y lo viene haciendo con arrogancia y paranoia (Ubilluz, 2021a), demostrando que su interpretación sobre el pasado contiene rasgos autoritarios, victimistas, cínicos y estigmatizadores (Bolo-Varela et ál., 2023).
Por esta razón, lo que acontece en Perú con el ‘terruqueo’ resulta paradigmático, ejemplar: es la evidencia de cómo puede llegar a funcionar -con tenacidad y contundencia- el ejercicio negacionista que la derecha radical populista promueve. Dicho de otro modo: entender el ‘terruqueo’ como la punta de lanza de la memoria iliberal en el Perú es entender cuáles son los posibles caminos futuros que puede seguir el desarrollo de la memoria iliberal en la región. Aunque de manera menos radical, violenta o criminalizante que lo ocurrido en Perú, las élites en el poder también acusaron de terroristas a quienes protestaron en los estallidos sociales de Chile en 2019 y 2020, de Colombia en 2021 y también de Argentina en 2024. A pesar de las diferencias histórico-políticas y de las diversas movilizaciones en torno a la memoria colectiva de cada país, el terrorismo ha sido una etiqueta común: también las represiones, encarcelamientos, abusos y muertes que esta acusación legitimó. Y aunque hay países donde la respuesta a las estrategias negacionistas es diferente (como en Uruguay, durante mayo de 2024, cuando una masiva e intergeneracional marcha del silencio exigió mayor determinación de los gobernantes frente al mutismo de los militares sobre los desaparecidos), esta no es la tendencia regional. Por el contrario, el negacionismo histórico y la construcción del enemigo terrorista como método de estigma y desprestigio parecen ser un derrotero ya iniciado. De este modo, lo que sucede con la derecha radical populista peruana es un caso extremo de cómo, a través del ‘terruqueo’, viene operando el negacionismo histórico. Por ello, constituye una advertencia para toda la región: esto podría pasarles; vienen por todo, también por el sentido del pasado.