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Artículos

Del amor por la libertad al culto de la fuerza: continuidades y discontinuidades entre el liberalismo y el fascismo

From the Love of Freedom to the Cult of Force: Continuities and Discontinuities between Liberalism and Fascism

Sebastián León1 
http://orcid.org/0000-0002-0988-4514

1Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, Perú. sleond@pucp.pe


RESUMEN

En el siguiente ensayo, se buscará explorar los lazos de parentesco entre liberalismo y fascismo, tanto en las ideas como en su práctica política concreta, con la intención de, mediante el contraste, echar algunas luces sobre la categoría de fascismo. En la primera parte consideraremos la categoría de totalitarismo, tan difundida en el imaginario político, que busca comprender el fascismo (a menudo hermanándolo al comunismo), y por qué razones esta nos parece de poca utilidad para pensar dicho fenómeno político; en la segunda, haremos un recorrido por las ideas y la práctica concreta del liberalismo, apoyándonos en gran medida en la genealogía histórica del mismo elaborada por el filósofo e historiador marxista Domenico Losurdo, explorando sus vínculos con el colonialismo moderno y la forma de hegemonía eurocéntrica que Aníbal Quijano llama colonialidad; finalmente, en la tercera parte, regresaremos a la categoría de fascismo, para repasar sus características, y verificar en qué medida la historia y práctica de la tradición liberal nos puede ayudar a esclarecerla, visibilizando las continuidades y discontinuidades entre ambos. Nuestro trabajo busca aportar a una conceptualización del fascismo que sea útil para la comprensión del panorama político actual, realzando la vigencia y centralidad de esta categoría para la reflexión política contemporánea.

Palabras claves: Colonialidad; Colonialismo; Fascismo; Liberalismo; Totalitarismo


ABSTRACT

In the following essay, we will seek to explore the ties of kinship between liberalism and fascism, both in their ideas and in their concrete political practice, with the intention of, through the contrast, shedding some light on the category of fascism. In the first part, we will consider the category of totalitarianism, so widespread in the political imagination that seeks to understand fascism (often pairing it with communism), and why we find it of little use to think about this political phenomenon; in the second, we will take a tour through the ideas and concrete practice of liberalism, relying largely on the historical genealogy prepared by the Marxist philosopher and historian Domenico Losurdo, exploring its links with modern colonialism and the form of Eurocentric hegemony that Aníbal Quijano calls coloniality; finally, in the third part, we will return to the category of fascism, to review its characteristics, and verify to what extent the history and practice of the liberal tradition allows us to clarify it, making visible the continuities and discontinuities between the two. Our work seeks to contribute to a conceptualization of fascism that is useful for understanding the current political landscape, highlighting the relevance and centrality of this category for contemporary political reflection.

Keywords: Coloniality; Colonialism; Fascism; Liberalism


"La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que ahora vivimos es en verdad la regla. El concepto de historia al que lleguemos debe resultar coherente con ello. [...] El asombro ante el hecho de que las cosas que vivimos sean ‘aún’ posibles en el siglo veinteno tiene nada de filosófico." Walter Benjamin, Tesis VIII sobre la historia (2008, p. 43; destacado del original)

1. Introducción

El fascismo es un tema recurrente en la discusión política contemporánea. No pasó mucho tiempo de la derrota de la Italia fascista y la Alemania nazi cuando mundialmente aparecieron movimientos y organizaciones que reivindicaban sus ideas, símbolos y prácticas. Asimismo, numerosos partidos que, sin identificarse abiertamente con el fascismo, fueron relacionados con este por sus posiciones ultranacionalistas y de extrema derecha. En América Latina, entre los años setenta y ochenta del siglo XX, con el auge de las dictaduras militares anticomunistas, algunos círculos intelectuales debatieron la relevancia de la categoría de fascismo para pensar estos procesos, surgiendo nociones como las de "fascismo atípico" y "fascismo dependiente". Hoy, con la aparición de figuras como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Javier Milei, de partidos como Vox en España o el AfD en Alemania, o de movimientos como La Resistencia en Perú (cercanos al fujimorismo), la interrogante sobre si el fascismo está entre nosotros (o si sigue siendo solo un fantasma) no pierde su vigencia. Y, sin embargo, "fascismo" todavía es una categoría elusiva. ¿Son estas nuevas derechas, que hoy emergen en el seno de las democracias liberales, nuevas formas de fascismo?

El politólogo neerlandés Cas Mudde distingue dos vertientes de la llamada ultraderecha: la derecha radical, de carácter populista y anclada en el sistema electoral, y la extrema derecha, en la que incluye al fascismo. Para Mudde, ambas estarían hermanadas en su antagonismo a la democracia liberal: la primera, bajo la forma de democracia "iliberal", buscaría valerse del sistema democrático para atacar los derechos de las minorías; la segunda, por su parte, se opondría a la democracia in toto (Mudde, 2021). Pese a sus diferencias, hoy ambas vertientes ultraderechistas harían causa común para socavar los valores liberales, llegando a formar alianzas como las que existen entre Trump y la Alt Right o Keiko Fujimori y La Resistencia. Por tal razón, Mudde y otros autores como Jean Cohen (2019) e Ignasi Brunet (2023) consideran necesario cerrar filas en la defensa de la democracia liberal y sus instituciones.

Si hay un consenso, entonces, es que el fascismo, como parte de la familia de la ultraderecha, es una amenaza para la democracia liberal, y que, por su reivindicación de la fuerza y radical antiigualitarismo, podríamos considerarlo su opuesto en un sentido mucho más extremo que el de la derecha radical contemporánea (comprometida, pese a todo, con cierta idea de democracia). Con esta óptica, el estatismo antiliberal del fascismo estaría más próximo al comunismo, con el que completa, en la tradición de Hannah Arendt (1976) o Carl Friedrich y Zbigniew Brzczinski (1956), las dos especies del género "totalitarismo".

Sin embargo, son pocos los autores que han explorado el vínculo entre la tradición política del liberalismo y el fascismo. En 1959, Theodor Adorno señalaría: "Considero que la supervivencia del nacionalsocialismo en la democracia [liberal] es potencialmente más amenazadora que la supervivencia de las tendencias fascistas contra la democracia [liberal]" (en Gordon, 2020; destacado del original1). Adorno no se refería a la aparición de elementos fascistas exógenos amenazando la vida democrática, sino a cierta lógica inherente a la democracia liberal que podría transformarla en fascismo. Por su parte, el teórico político marxista Nicos Poulantzas (1979), estimó que, mientras la democracia liberal es la "forma normal" del Estado capitalista, el fascismo sería una de sus posibles "formas dictatoriales" o "de excepción". En ciertas condiciones específicas, el Estado democrático liberal, bien arraigado en el suelo económico del capitalismo, puede devenir en un Estado fascista (Poulantzas, 1979).

En línea con esta intuición, buscaremos explorar los lazos de parentesco entre liberalismo y fascismo, tanto en ideas como en su práctica política concreta. Así, mediante el contraste, echaremos algunas luces sobre la categoría de fascismo, que esperamos sean útiles para pensar el contexto político contemporáneo. En la primera parte, examinamos la categoría de totalitarismo y por qué consideramos es poco útil para pensar este fenómeno político; en la segunda, repasaremos las ideas y la práctica del liberalismo, apoyándonos en gran medida en su genealogía histórica elaborada por el filósofo e historiador marxista Domenico Losurdo (2011), quien vincula directamente el surgimiento del liberalismo al colonialismo moderno; finalmente, en la tercera parte, regresaremos a la categoría de fascismo, para repasar sus características, y verificar en qué medida la historia de la tradición liberal nos permite echar luces sobre él, de modo que nos sea útil para pensar el panorama político contemporáneo.

2. Usos y abusos de la categoría de "totalitarismo"

Quizá la manera más difundida de entender el fascismo sea a partir de la categoría de "totalitarismo". El término se utilizó por primera vez para referirse al fascismo por Giovanni Amendola, político liberal y opositor de Mussolini durante los primeros años de su gobierno, para denunciar las intenciones del líder fascista de querer copar la totalidad de las funciones del Estado (Paxton, 2004, p. 211)2. Mussolini terminaría apropiándose del adjetivo y regodeándose en él, llegando a incluirlo junto a Giovanni Gentile en su Dottrina del fascsimo. Por su parte, sería el presidente estadounidense Harry S. Truman quien, en 1947, asociaría oficialmente el totalitarismo con la Unión Soviética y el comunismo, dando inicio a la Guerra Fría.

El concepto de totalitarismo remite a la noción filosófica y teológica de la "totalidad", aquello que se dirige o abarca al todo, en el sentido en el que el mensaje del cristianismo está dirigido a todos y cada uno de los hombres, o en el que para Hegel el espíritu abarcaba tanto el mundo interior como el mundo exterior de los seres humanos, en cada una de sus determinaciones. De esta forma, el totalitarismo como categoría política refiere a una "política total", a una ideología y un aparato de Estado que se extienden y dirigen cada ámbito de la vida de los individuos. Friedrich Hayek insistirá en que el modelo de los "sistemas totalitarios" (fascistas y comunistas) habrían sido originalmente los partidos socialistas surgidos en

Europa en la segunda mitad del siglo XIX, que buscaron propagar una ideología "omniabarcante" e introducirse en cada aspecto de la vida de sus militantes, en las actividades recreativas, los deportes, la crianza de los niños e incluso en la manera de saludar (Hayek, 1986, p. 85).

En cuanto a los orígenes del totalitarismo, el historiador israelí Jacob Talmon los remite al menos hasta las ideas universalistas de la Ilustración, "a la idea del hombre como abstracción", que necesariamente pasa por encima de los grupos humanos reales en su diversidad y siempre busca imponerse por medios totalitarios. Así, se rastrea el totalitarismo a la tradición de Rousseau y los revolucionarios jacobinos (que anticipan a Hegel); Talmon le opone a este pensamiento el empirismo anglosajón, "aliado de la libertad" y más afín a la tradición del liberalismo (1952, p. 4). Habría aquí afinidad con Hayek y también con el epistemólogo Karl Popper; Popper, no obstante, en La sociedad abierta y sus enemigos, se remontaría mucho más atrás en su genealogía del totalitarismo, haciendo de Rousseau y Hegel (y también Marx) herederos de un linaje totalitario que va hasta Platón; de Platón provendría, según Popper (2006), la idea del Estado como un macroorganismo omniabarcante, donde los individuos son poco más que recursos al servicio del todo (en contraposición al Estado liberal, que limitaría su función a la protección de las libertades de los ciudadanos). Por su parte, el sinólogo Karl A. Wittfogel (marxista antes de la Segunda Guerra Mundial, y fervoroso anticomunista después de esta) considera que los orígenes del totalitarismo se hallan en el "despotismo oriental" propio de las civilizaciones asiáticas, monopolizadoras de los recursos vitales de la sociedad y altamente burocratizadas (Wittfogel, 1957). Las ideas de Wittfogel hacen eco de una tendencia entre intelectuales occidentales que vincula a las raíces del totalitarismo con esta tradición política "oriental", y que entre sus números cuenta a la propia Hannah Arendt (1976, p. 311). Wittfogel y compañía rastrearían las tendencias totalitarias de los estados comunistas (o no alineados a Occidente, como el caso de la India en la década de 1950) a sus raíces étnicas y culturales.

Losurdo (2020) denomina "deductivistas" a todas estas interpretaciones sobre el origen del totalitarismo: tienen en común una concepción del totalitarismo como algo que se deriva necesariamente de cierta idiosincrasia filosófica o tradición etnocultural, y no en condiciones materiales y prácticas concretas. Dicho de otro modo, se explicaría el totalitarismo a partir de ciertas creencias o ideas filosóficas, antes que a partir de procesos históricos y políticos determinados (Losurdo, 2020).

Ahora bien, la más conocida teórica de los orígenes del totalitarismo, así como uno de los principales referentes sobre el tema en teoría política, es Arendt, autora de Los orígenes del totalitarismo, donde los casos paradigmáticos son la Alemania nazi y la URSS estalinista. El caso de este libro es curioso porque originalmente su autora lo concibe como una investigación histórica exhaustiva "sobre aquel fenómeno que llamaba entonces ‘imperialismo racial’, [...] la forma más extrema de opresión de las minorías nacionales por parte de las naciones dominantes de un Estado soberano" (Young-Bruehl 1982, p. 158). Losurdo destaca cómo en 1942, mientras todavía trabaja en las primeras secciones del libro en Europa, Arendt ve a la URSS como un modelo a seguir para los estados nacionales, pues ha llegado a "una solución justa y muy moderna de la cuestión nacional" con su "modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y componer los conflictos de nacionalidad, de organizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional" (Arendt, 1948), y, en lo que respecta particularmente a la cuestión judía, ha "simplemente liquidado el antisemitismo" (Arendt 1989, p. 87).

Por aquel entonces, los blancos principales de la crítica de Arendt parecen ser la Alemania nazi junto a Francia e Inglaterra: con Francia, Alemania compartiría su profundo antisemitismo, mientras que de Inglaterra habría heredado el proyecto expansionista colonial de un "imperialismo racial" (Arendt 1989, p. 99, citada en Losurdo 2020). En las dos primeras partes de la obra de Arendt, la Alemania de Hitler se prefiguraría particularmente en el Imperio Británico, cuya ideología racial habría servido para legitimar el Estado policial aplicado en sus colonias, y en cuya cruenta historia podrían identificarse las primeras "masacres administrativas" dirigidas a las poblaciones dominadas (Arendt, 1976, p. 186). Sería aquí, en los dominios de ultramar de la liberal Inglaterra, donde se prefiguraría esta "forma de gobierno novedosa" que "difiere esencialmente de otras formas de opresión política conocidas por nosotros, como el despotismo, la tiranía y la dictadura" (Arendt, 1976, p. 460). El repentino desplazamiento hacia la URSS en

la tercera parte del libro (sobre el totalitarismo propiamente) lleva a Arendt a plantear una interpretación deductivista sobre los orígenes del totalitarismo en el este de Europa: en esencia, es la ideología de Marx, que para la autora sacrifica la moralidad y la dignidad humana en nombre de las leyes necesarias de la historia, la que termina hermanando a los regímenes comunistas con la forma de gobierno etnonacionalista desarrollada por el nacionalsocialismo (Arendt, 1976, pp. 463-464). Esta tensión entre las dos primeras partes de la obra y la tercera ya habría sido notada en su recepción temprana; el historiador alemán Golo Mann manifestó su asombro y fastidio con los intentos de Arendt de remitir el Estado total al imperialismo británico (solo en la tercera parte del libro, afirma Mann, habría logrado "seguirla") (1951, p. 14).

Por su parte, el historiador conservador húngaro-estadounidense John Lukacs acusaría a Arendt de oportunismo y deshonestidad intelectual, sugiriendo que su tardía equiparación de la Alemania Nazi y la URSS estaliniana habría buscado adular a la intelectualidad estadounidense (Lukacs, 1990), además de tachar su análisis del país comunista de "superficial" (Lukacs, 1998, pp. 113-114). En cualquier caso, para el final del libro, Arendt se alinea con el consenso liberal de la Guerra Fría sobre el totalitarismo, entendido como un autoritarismo extremo, y cuyas características fundamentales son delineadas por los politólogos Friedrich y Brzczinski en Dictadura totalitaria y autocracia:

[...] una ideología [de Estado] (1), en un partido único (2), generalmente dirigido por un solo individuo (3), mediante una conducta terrorista (4), el monopolio de los medios de comunicación (5), el monopolio de la violencia (6) y una economía directamente gobernada por un poder central (7). (1956, p. 9; la enumeración es añadida)

Estas posturas sobre la naturaleza del totalitarismo podrían contraponerse a la posición defendida por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración. Para los fundadores de la teoría crítica francforteana, es la racionalidad instrumental de Occidente la que es totalitaria, en su afán de reducir cada parcela del mundo al imperio de la medición y el cálculo, y que halla su expresión más acabada en el sistema capitalista, en el control que este ejerce sobre la naturaleza, el trabajo humano y sus productos. En un primer momento, "sólo los pobres y los salvajes se hallaban expuestos a los elementos capitalistas desencadenados", pero eventualmente "el orden totalitario pone el pensamiento calculador en posesión de todos sus derechos" (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 134). Que el fascismo emergiera en el corazón de la Europa democrática y liberal sería solo el despliegue necesario de los imperativos capitalistas del cálculo y el control, por lo que eventualmente en la metrópolis se pasa "de la igualdad ante el derecho" a "la negación del derecho mediante la igualdad" (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 68). Para Adorno y Horkheimer, entonces, las necesidades del sistema llevarían inevitablemente la lógica totalitaria de la periferia del mismo ("los pobres y los salvajes") hacia su centro (las democracias europeas). Retomaremos esta idea más adelante en el desarrollo del ensayo.

Finalmente, para el historiador liberal estadounidense Robert Paxton, la categoría de totalitarismo, un producto de los años de la Guerra Fría, no resulta útil para hablar del fascismo, en tanto que su insistencia sobre las similitudes con el comunismo soviético terminaría por oscurecer importantes diferencias:

Hitler (de forma completamente diferente a Stalin) llegó al poder con el consentimiento e incluso el apoyo de las élites tradicionales, y gobernó en asociación tensa pero efectiva con ellas. En la Alemania Nazi el partido chocó con la burocracia estatal, con los propietarios industriales y agrícolas, con las iglesias, y otras formas tradicionales de poder. La teoría del totalitarismo es ciega al carácter fundamental del sistema de gobierno nazi, y por tal razón tiende a dar fuerza a la afirmación de posguerra de las élites de que Hitler trató de destruirlas (como, ciertamente, el cataclismo final de la guerra perdida había comenzado a hacer). El hitlerismo y el estalinismo también difieren profundamente en sus fines últimos -para uno, la supremacía de una raza de señores; para el otro, la igualdad universal [...]. Al centrarse en la autoridad central, el paradigma totalitario pierde de vista el frenesí homicida que hervía desde abajo. (Paxton, 2004, p. 212)

Consideramos, entonces, que la concepción deductivista del totalitarismo apenas logra echar luces sobre la peculiaridad histórica del fascismo, y en gran medida oscurece más de lo que aclara. Sin embargo, la dimensión más histórica de la obra de Arendt, que retrotrae hacia el "imperialismo racial", puede ser más esclarecedora en este respecto. Y, con ello, la intuición dialéctica hallada en el pensamiento de Adorno y Horkheimer podría tener algo de crédito. Pero para asegurarse, será necesario llevar la reflexión hacia el liberalismo y las democracias liberales, tradición política que, en el imaginario político contemporáneo, se halla contrapuesta al organicismo estatista.

3. El liberalismo como ideología de la "comunidad de los libres"

En su Contrahistoria del liberalismo, Losurdo denuncia que, en lo referente al liberalismo y su historia, es moneda común la "hagiografía" antes que el trabajo historiográfico responsable (Losurdo, 2011, cap. 9). La autocomprensión del liberalismo difiere poco de los lineamientos que los clásicos de esta tradición estipularon hace dos o tres siglos: un Estado legitimado constitucionalmente, que protege las libertades de los individuos (definidas sobre todo negativamente, en contraposición a los límites que impone la ley) y garantiza un espacio para el disfrute de esos derechos (la sociedad civil), incluidos los derechos de propiedad, asociación y participación política, así como la división de los poderes Ejecutivo y Legislativo del Estado. Por supuesto, como con cualquier tradición política, el liberalismo contemporáneo ha dado lugar a vertientes que enfatizan más uno u otro aspecto, e incluso incorporan ideas de otras tradiciones. Existe un "liberalismo económico", a menudo autodenominado (neo)clásico, que favorece las ideas del laissez-faire, en el que destacan intelectuales como Hayek, von Mises y los otros miembros de la llamada Escuela Austriaca; asimismo, un "liberalismo político", influido por la socialdemocracia, entre cuyas figuras resalta el filósofo estadounidense John Rawls, que es más favorable a la noción de un Estado de bienestar que garantice cierto grado de equidad en el plano económico. En cualquier caso, si debemos remitirnos a la historia, es importante recordar que, si bien hoy se asocia al liberalismo con la democracia y la mayoría de liberales se identifican como demócratas, este no siempre ha sido el caso.

En los tiempos del nacimiento del liberalismo la democracia era una forma de gobierno más bien poco apreciada entre las élites intelectuales europeas, una forma de despotismo de la plebe opuesta a todo ideal racional del buen gobierno3. Tanto Losurdo como la politóloga marxista Ellen Meiksins Wood (2003) destacan cómo en sus orígenes el liberalismo era una ideología de la aristocracia terrateniente, opuesta a la idea del despotismo monárquico y eclesiástico; antes que defender la libertad de los individuos en general, el liberalismo clásico buscaba proteger el privilegio de los propietarios, el derecho absoluto a disponer de sus posesiones, sin injerencias por parte de alguna autoridad central ni obligaciones que condicionaran su tenencia (Losurdo, 2011, pp. 38, 47). En el Segundo tratado sobre el gobierno civil, John Locke establece el derecho de propiedad como un derecho natural, dado al hombre en tanto que transforma los dones dados por la naturaleza mediante su trabajo; es este esfuerzo el que le otorga el derecho indisputable de apropiarse de una parte de la tierra que comparte con los demás miembros de la especie humana, tenga o no el consentimiento de estos (Locke, 2003, pp. 112-113).

Para Locke, la tierra es mejorada mediante el trabajo, hecha productiva, y su valor aumenta cuantiosamente en función del esfuerzo que es puesto en ella. Se trataría de un mandato venido de Dios: ser laboriosos y hacer la tierra productiva, que no implicaría meramente un beneficio personal, sino el de todo el género humano (Locke, 2003, p. 116). El único límite al derecho de propiedad sería el uso que se puede hacer de la misma, la capacidad de "disfrutar de ella" (Locke, 2003, pp. 114-115). Para Locke, el acaparador que pretende posesionarse de los bienes de la naturaleza, sin hacerlos todo lo productivos que pueden ser, estaría en falta ante los demás hombres y ante el creador4 (Locke, 2003, p. 114); es el caso de los habitantes de América, donde las tierras son "salvajes", "no han sido cultivadas y permanecen en su estado natural, sin ninguna mejora, labranza o cultivo" (Locke, 2003, p. 116), y es también el caso de las tierras comunales que habitan los comuneros ingleses (Locke, 2003, pp. 112-113). Por ello, para el padre del liberalismo estas tierras pueden considerarse desocupadas, y están prestas para que los colonos y terratenientes que deseen trabajarlas se apropien de ellas. La expropiación es una medida legítima contra los acaparadores, y la represión una respuesta legítima a su resistencia.

Es en esta misma obra donde Locke hace una abierta defensa de la esclavitud y de la servidumbre. El ataque a otro individuo o su propiedad, afirma, conlleva la renuncia al derecho que se tiene sobre la propia vida; el injuriado, entonces, tiene derecho a disponer de la vida de su atacante, que pasa a ser de su propiedad. Convertido en su amo, puede quitarle la vida legítimamente, o hacerla útil para sí, poniéndolo a trabajar: "Ésta es la condición perfecta de la esclavitud, la cual no es otra cosa que el ‘estado de guerra continuado entre un legítimo vencedor y su cautivo’" (Locke, 2003, p. 111). Las personas en condición de esclavitud perfecta, entonces, están sujetas "por derecho natural" al "dominio absoluto y al poder arbitrario de sus amos", "han perdido [la posesión de] sus vidas, y con ellas sus libertades y sus propiedades" y, por hallarse en este estado, "no pueden ser consideradas como parte de la sociedad civil, cuyo fin principal es la preservación de la propiedad" (Locke, 2003, p. 111).

Hay que señalar que, desde un punto de vista histórico, el estado de "esclavitud perfecta" descrito por Locke no sería una mera herencia de épocas anteriores, destinada a abolirse conforme se propagaran las ideas ilustradas que comenzaban a surgir; por el contrario, se trata de una forma radical de lo que en inglés se denomina "chattel slavery". A diferencia de formas previas de esclavitud, la esclavitud moderna defendida por el padre del liberalismo no permitía a los esclavos adquirir ninguna clase de propiedad, contraer un matrimonio reconocido por la ley o la Iglesia y ponía su integridad física completamente a merced de sus amos, sin mediación de juez alguno. Era, además, una condición hereditaria, extensible a los hijos, por lo que familias enteras podían ser puestas a la venta, juntas o por separado, como cualquier otra mercancía; se estaba construyendo "una casta hereditaria de esclavos, definida y reconocible por el color de su piel" (Losurdo, 2003, pp. 11, 36, 39, 67). La propagación de la forma racial de chattel slavery a las colonias anglosajonas implicaría un quiebre radical con los intentos de las monarquías absolutas por codificar y regular, con mayor o menor laxitud, el tratamiento de los esclavos (Losurdo, 2003, pp. 38-39 y 45-47).

En lo que respecta a la servidumbre, para Locke esta constituiría una forma "imperfecta" de esclavitud, en la que se llega a un acuerdo sobre el tiempo que puede disponerse de los servicios del siervo; puesto que el siervo recupera su libertad después del tiempo acordado, la potestad que el amo tiene sobre su vida (y sobre el castigo que puede ejercer sobre él) es limitada en comparación con el esclavo, y sus condiciones se acuerdan previamente. Sin embargo, al igual que el esclavo (de manera perfecta), el siervo (de manera imperfecta, es decir, durante el período de tiempo establecido contractualmente), mientras habita la casa del amo, también puede ser considerado una posesión de la que este tiene derecho a hacer uso. Y, junto con los demás bienes, para Locke es la función fundamental del Estado civil y sus magistrados garantizar la capacidad de su propietario de aprovecharlos y disfrutar de ellos (Locke 2003, pp. 135-137).

Es sabido que Locke era bastante consecuente con sus ideas5. Otros autores liberales, contemporáneos de Locke, como James Burgh y Andrew Fletcher, eran de la idea de que los vagabundos blancos en Gran Bretaña, y en general "cuantos sean incapaces de ganarse el pan", debían ser convertidos en mano de obra esclava, para mayor beneficio de una sociedad civil que no debía cargar con su lastre (Marx 1971, I, p. 614, pie de página 11; Morgan, 2012, p. 11). Si bien esta propuesta nunca llegó concretarse, sí es cierto que, en la estela de la Revolución Gloriosa, Inglaterra lidió con extrema dureza con el problema de las masas desposeídas: una sangrienta legislación que entre los siglos XVII y XVIII llegó a incluir más de 300 conductas punibles con la muerte, todas relacionadas con la protección de la propiedad (Foucault, 2010, p. 96). Fue durante este mismo período en el que se instituyó el sistema de "asilos de pobres" (workhouses), que forzaba a cualquier individuo pobre que buscara ayuda del Estado a trabajar dentro de estas instituciones de encierro, usualmente de manera impaga (Nixon, 2011, p. 57). En estos y otros aspectos como el trabajo infantil, durante los albores del liberalismo, la esclavitud imperfecta en Gran Bretaña guardaba numerosas similitudes con la esclavitud perfecta del otro lado del Atlántico. Cierto economista de inicios del siglo XIX comentaría: "es la prensa entera de Inglaterra, no yo, la que llama a los niños ingleses [de extracción popular] esclavos" (Wakefield, 1833, I, p. 66)6.

Por estas razones, para Losurdo resulta engañoso pensar el liberalismo como la tradición de pensamiento que se preocupa por la libertad y dignidad del individuo. Entonces, ¿cómo definir al liberalismo? La idea fundamental promulgada durante los dos procesos políticos que cimentaron la identidad política liberal (la Revolución Gloriosa y la Revolución estadounidense) era la del autogobierno de la sociedad civil, conformada por el colectivo de propietarios privados. A la luz de las consideraciones expuestas, sin embargo, podemos ver que no se trataba de una aspiración democrática. Como lo explica Losurdo:

La riqueza y la holgura de la que disfrutaba, y la cultura que de este modo logró adquirir, reforzó la orgullosa autoconsciencia de una clase que se volvió cada vez más intolerante a los abusos de poder, a las intrusiones, a la interferencia y los constreñimientos del poder político y la autoridad religiosa. Sacudiéndose estos constreñimientos, el plantador y el propietario de esclavos desarrolló un espíritu liberal y una mentalidad liberal. (2011, p. 38)

En tal sentido, se buscaba eliminar definitivamente las formas tradicionales de interferencia ejercidas por las autoridades políticas y religiosas; la "economía moral" que protegía a los campesinos en Europa (Thompson, 1971), la ley del rey o la cristiandad limitaba los abusos hacia indígenas y esclavos (Losurdo, 2011, pp. 38-39, 45-47). De este proceso de liberación de la propiedad privada emergería la propiedad privada moderna, calificada por Meiksins Wood como una "propiedad privada absoluta", diferenciada de las formas previas de propiedad por no estar sujeta a condiciones impuestas por alguna autoridad externa. De esta manera se inicia la diferenciación entre los ámbitos político ("el Estado") y socioeconómico ("la sociedad civil") que caracteriza a las sociedades modernas, con la respectiva diferenciación entre el poder del Estado y el poder de clase (Meiksins Wood, 2003, pp. 28-30, 33). Podemos ver, así, la primera característica del liberalismo: la construcción y protección de un "espacio sagrado", regido por el imperio de la ley, en el que la comunidad de individuos libres goza del derecho a la autodeterminación y puede disfrutar de su propiedad (incluyendo a sus siervos y esclavos); este espacio sagrado estaría rigurosamente delimitado respecto del vasto "espacio profano", donde las leyes del primero no aplican y la yerma naturaleza desacralizada estaría presta a explotarse para el servicio de los individuos libres. Dicha naturaleza profana abarcaría a los pueblos "incivilizados", excluidos del derecho que rige entre los libres (Losurdo, 2011, cap. 9).

Ahora bien, la delimitación de este espacio varía en el tiempo. En primer lugar, es espacial o territorial: Gran Bretaña como la tierra de la libertad donde la esclavitud no podía ser tolerada. Por supuesto, los hombres libres tenían a su servicio trabajadores esclavos y semiesclavos, pero al menos, en lo que respectaba a la esclavitud perfecta, esta debía quedar relegada a los márgenes de la civilización en las colonias. Con la Revolución estadounidense, sin embargo, se da una transición en lo relativo a esta demarcación, repensándose el espacio sagrado en términos étnico-raciales. Frente al elitismo aristocrático del liberalismo británico, los revolucionarios estadounidenses promulgarían un liberalismo "democrático", en el que la comunidad de los libres estaría integrada por todos los hombres de "raza blanca", sin importar su condición (Losurdo, 2011, pp. 49-50).

La segunda característica del liberalismo será lo que Losurdo llama la "dialéctica entre emancipación y desemancipación" (2011, pp. 301-305). Por un lado, la práctica liberal tendrá una dimensión innegablemente emancipadora: por ejemplo, en el caso de la Revolución Gloriosa en Gran Bretaña, produce un marco jurídico-político que, ciertamente, protege a la sociedad civil del uso abusivo y arbitrario del poder del Estado, y genera cierto grado de apertura y tolerancia entre sus miembros (Losurdo, 2011, p. 309). Sin embargo, también hace posible el control total sobre la vida de los esclavos africanos en las colonias, así como de la clase emergente de los "trabajadores libres"7 (Losurdo, 2011, cap. 3). Por su parte, la Revolución estadounidense, incorporando al espacio sagrado al conjunto de los colonos blancos, tendrá claros efectos democratizantes, mejorando la situación de los blancos más pobres y confiriéndoles un estatus social impensable en Inglaterra; y, sin embargo, la institución de esta democracia racial, en la que la condición de "hombre libre" irá directamente asociada a la raza blanca anglosajona, tendrá consecuencias terribles para las poblaciones negra e indígena (Losurdo, 2011, pp. 50-52). El profundo ensanchamiento de la brecha que separará a la población negra de la comunidad de los libres se traducirá en estrictas legislaciones que criminalizarán el "cruce de razas" o "contaminación sexual" (miscegenation), extendiéndose progresivamente a las demás razas de color. Por su parte, liberados del mandato británico, los colonos podrán expandirse indefinidamente hacia el oeste, desencadenando una sucesión de expropiaciones, desplazamientos y matanzas que diezmarán a la población nativa. Van sembrándose las semillas del "Destino Manifiesto" y el excepcionalismo estadounidense, del llamado a poblar el continente americano, de apropiarse de él y hacerlo productivo, extendiendo por él las instituciones, valores y cultura del liberalismo democrático.

Sin embargo, el delineamiento de las fronteras entre lo sagrado y lo profano también implica una nueva organización de las relaciones globales en el naciente sistema capitalista. El poder de los libres abarca la potestad de reclamar para sí los territorios de los bárbaros, que no han tenido ni la fuerza ni la sabiduría para generar el progreso y la cultura liberales (Lander, 2000, pp. 15-16). Deviene el derecho del hombre libre introducir la civilización, para beneficio propio y ajeno, ahí donde reina la barbarie. A decir de Aníbal Quijano:

Las relaciones intersubjetivas correspondientes, en las cuales se fueron fundiendo las experiencias del colonialismo y de la colonialidad, se fueron configurando como un nuevo universo de relaciones de dominación bajo la hegemonía eurocentrada. Ese específico universo es el que será después denominado modernidad. (2014, p. 286)

Con la redefinición del espacio sagrado en la democracia estadounidense, esta hegemonía eurocéntrica deviene étnica y racial, y la inferioridad de los bárbaros de color se inscribe en su naturaleza, determinando a priori su aptitud para la esclavitud y la servidumbre. De esta manera, la división étnico-racial fundamenta y naturaliza la división socioeconómica del trabajo (Quijano y Wallerstein, 1992, p. 585)8.

Para concluir esta sección, es importante cuestionar la narrativa liberal acerca de que su historia es la de la expansión progresiva del espacio sagrado, la extensión ininterrumpida de los derechos liberales a cada vez mayores y más diversos grupos sociales, posibilitada por el clima de respeto y tolerancia garantizado por sus instituciones. El casamiento progresivo de liberalismo y democracia en el transcurso de los siglos XIX y XX habría respondido fundamentalmente, antes que a una lógica intrínseca a las ideas del liberalismo, a su confrontación con fuerzas antagónicas: el jacobinismo revolucionario en Francia y Haití, el abolicionismo radical, el socialismo y el comunismo, el antiimperialismo, etc. (Losurdo, 2011, p. 343). En todo caso, se le puede conceder al liberalismo su flexibilidad y capacidad de adaptación a las nuevas condiciones históricas. El haberse, a decir de Losurdo, "probado capaz de aprender de su antagonista" (2011, p. 343).

4. Del liberalismo al fascismo: de la "comunidad de los libres" a la revancha del Herrenvolk

Toca hacernos la pregunta sobre cómo definir al fascismo; como hemos dicho, se trata de una categoría elusiva. Un número amplio de autores coinciden en pensarlo a partir de la derrota. Primero, la derrota de la clase trabajadora y su proyecto revolucionario, entre 1918 y 1919 en Alemania y entre 1919 y 1920 en Italia. Segundo, una derrota en cuya estela se enmarca la anterior, como la humillación de la nación en la Primera Guerra Mundial: Alemania con el Tratado de Versalles y la merma de sus aspiraciones imperiales, Italia con lo que se considera una victoria pírrica, un posicionamiento marginal entre los Aliados. Esta humillación tiene serias implicancias para los nacionalistas italianos y alemanes si se piensa a partir de las relaciones globales establecidas entre los siglos XVI y XIX. En la división étnicorracial del mundo afianzada con el desarrollo de las sociedades y Estados liberales, el estatuto de los libres está intrínsecamente ligado a la potestad de explotar y dominar a los pueblos coloniales y de origen colonial. De lo que Italia y Alemania se sienten privados es de su lugar legítimo entre la comunidad de los libres; particularmente para Alemania, la ocupación de su territorio por tropas de las colonias africanas de Francia es insultante, desafiando leyes implícitas en la cultura y el saber liberales. El trato tras la guerra se percibe como un rebajamiento al nivel de grupos humanos inferiores, un trastrocamiento del orden de la civilización (Koller, 2001). Pero si Francia enviando tropas coloniales a lidiar con el pueblo alemán es un enemigo externo, en los países donde germina el fascismo la preocupación más urgente parece ser la de los enemigos internos. José Carlos Mariátegui, que se encontraba en Italia precisamente en los años en que el fascismo ganaba adeptos entre las capas medias de la sociedad, y que fuera testigo de su consolidación como fuerza política, comenta:

[...] esos sentimientos de decepción y depresión nacionales eran propicios a una violenta reacción nacionalista. Y fueron la raíz del fascismo. La [...] clase media italiana, además, se sentía distante y adversaria de la clase proletaria socialista. [...] No le perdonaba los altos salarios, los subsidios del Estado, las leyes sociales que durante la guerra y después de ella había conseguido del miedo a la revolución. La clase media se dolía y sufría de que el proletariado, neutralista y hasta derrotista, resultase usufructuario de una guerra que no había querido. Y cuyos resultados desvalorizaba, empequeñecía y desdeñaba. (1978, p. 15)

En 1915, Lenin llamó a transformar la guerra imperialista en "guerra civil", desdeñando un patriotismo imperial que justificaba la masacre en nombre de los intereses de los capitales monopolistas y llamando a la clase trabajadora a exacerbar la lucha de clases, obstaculizando las aspiraciones imperialistas y fortaleciendo su posición como clase (Lenin, 1976). Algunos partidos socialistas, como el Partido Socialista Italiano, asumieron dicha consigna, mas la eventual ruptura entre socialistas y comunistas tuvo que ver mucho con el posicionamiento antibelicista de los últimos9. Asimismo, en la estela de la Revolución bolchevique, los comunistas tomarían partido abiertamente por las luchas de liberación nacional de los pueblos coloniales. En este escenario, el comunismo bolchevique iba perfilándose como la punta de lanza de la resistencia anticolonial, y los partidos obreros alineados a él como sus agentes en el suelo de la metrópoli (Losurdo, 2019, pp. 20-24, 167). En un contexto de nacionalismo exacerbado, donde las capas medias de Italia y Alemania sufrían un proceso de precarización, consecuencia de la progresiva concentración monopólica, y donde los soldados derrotados regresaban del frente, una clase obrera que había sacado provecho de la guerra para mejorar sus condiciones materiales, enarbolando el estandarte de la lucha de clases sobre la unidad nacional fue vista como representante de intereses opuestos a los de la patria, practicante de una ideología que conspiraba para hundirla junto con el resto de la civilización europea (Borón, 2003, p. 54; Mariátegui, 1978, pp. 15-17; Paxton, 2004, p. 19). Por estas razones, el componente reactivo del fascismo, su posicionamiento contra el bolchevismo, no puede ser ignorado.

Otro factor importante a considerar es el lugar ocupado por Italia y Alemania en el contexto internacional. A diferencia de Inglaterra, EE. UU. y Francia, se trata de dos estados que logran su unificación nacional relativamente tarde, prácticamente a mediados del siglo XIX, industrializándose rápido para no rezagarse, por lo que las tensiones de clase son particularmente fuertes y las élites preindustriales obstaculizaron la consolidación de los capitales monopólicos (Borón, 2003, p. 53; Paxton, 2004, p. 12; Zavaleta, 2015, pp. 373-374). Para Poulantzas, estos impasses derivados de la lucha de clases redundan en una crisis de la institucionalidad demoliberal, que abre la cancha para que la pequeña burguesía se constituya en una fuerza social organizada como partido de masas (1979, pp. 247-251; véase también Mariátegui, 1978, pp. 15-17). En este punto, un sector particular de las clases propietarias (el capital monopólico) se aliará con el fascismo y su movimiento, permitiéndole ser la "fracción hegemónica"; es decir, como la clase social que predomina sobre la política de Estado, apareciendo sus intereses como los del conjunto de la sociedad. Por su parte, la pequeña burguesía, en tanto principal fuerza motriz del movimiento fascista, pasará a ser la "fracción reinante" y detentora del Estado y sus aparatos ideológicos y represores, iniciando el proceso de fascistización de las instituciones liberales, haciendo uso de la legalidad para ganar un poder discrecional en lo relativo a la aplicación de las normas liberales (Poulantzas, 1979, pp. 71-88).

En esta alianza política, el capital monopólico crea condiciones favorables para sus intereses económicos, mientras que la pequeña burguesía funge como brazo ejecutor, empleando a sus grupos de choque y a la naciente policía política para desmovilizar a los enemigos internos y liquidar a sus dirigentes (Borón, 2003, p. 56). Depurado el partido de sus elementos más radicales y populistas, los dirigentes fascistas se terminarían de alinear con los intereses de la fracción hegemónica; aquí se pasó del movimiento fascista al Estado fascista en sentido estricto, con la policía política respondiendo directamente a los intereses del capital monopólico y el partido como un medio empleado por el Estado para garantizar el dominio ideológico (Borón, 2003, p. 56; Poulantzas, 1979, pp. 331-332). Lo que seguirá será el expansionismo imperialista y, en el caso alemán, el inicio de su política de campos de concentración.

Esta lectura aporta algunas ideas clave para pensar la peculiaridad del fascismo: a diferencia de otras formas dictatoriales del Estado capitalista, el fascismo contaría con una base social de masas, movilizada y organizada, activamente involucrada en el proceso de fascistización. Asimismo, de todas las ramas del aparato de Estado, predominará la policía política, que se pone a la cabeza de la jerarquía estatal (por encima de las fuerzas armadas o la burocracia civil). Poulantzas también llama la atención sobre la importancia de la alianza de clases, contra lecturas que interpretan el fascismo como un alzamiento puramente plebeyo (1979, p. 85), y buscará dar cuenta de los desplazamientos al interior de dicha alianza. Es importante, además, el que no vincule al fascismo con una política económica específica, y que a su juicio no esté atado necesariamente a una era específica de la historia del capitalismo. Bajo condiciones adecuadas, el fascismo podría reaparecer en otro momento y en otro lugar, aunque con diferentes rasgos (Poulantzas, 1979, pp. 357-359). Quizá lo más problemático del análisis poulantziano sea la eventual coincidencia, sin fricciones, entre el Estado fascista y el sector dominante de la clase propietaria. Por contraste, Paxton considera que, pese a las evidentes concesiones que hace el partido fascista en su consolidación del poder, la necesidad de alianzas entre este y otros grupos de la sociedad es una constante en su derrotero hasta el final de la guerra (2004, p. 207).

Ahora bien, no se puede ignorar el componente subjetivo o ideológico. Tanto Mariátegui como Paxton y otros han destacado sus aparentes inconsistencias ideológicas; quizá las más importante es lo que sería su retórica "anticapitalista", "socialista" o "antielitista" (sobre todo durante el período previo a su entrada en el Estado) y sus políticas concretas como Estado fascista, que incluyen la persecución de los partidos socialistas y comunistas, la disolución de sindicatos independientes, la reducción del poder adquisitivo de los sectores más pobres, la inmensa ayuda económica a la industria armamentista y, en general, el respeto a la propiedad de los grandes capitales nacionales (Mariátegui, 1978, pp. 15-17; Paxton, 2004, p. 10). Y, sin embargo, estos mismos autores reconocen que el fascismo es coherente con cierta idea o valor subyacente: el carácter afirmativo de la fuerza. El marxismo y su prédica sobre la lucha de clases debilita a la nación (o la raza o el pueblo), la fragmenta; lo que se busca es fortalecerla, revigorizarla, purificarla (Mariátegui, 1978, pp. 15-17, p. 26; Paxton, 2004, pp. 16-17). Por esa razón, se eliminan a los elementos que amenazan con desintegrarla desde dentro. Curiosamente, esta visión aleja al fascismo del materialismo: el motor de la historia no son las fuerzas económicas, sino la fuerza que es expresión de la voluntad política. Por eso los fascistas no buscan un "cambio de base", una revolución en el sentido que va de 1789 a 1917; por el contrario, las distintas clases sociales son reunidas en torno al ideal de la nación (la razza o el Volk) regenerado, y son particularmente los productores nacionales (sobre todo los grandes capitales monopólicos) los que juegan un papel fundamental en dicha regeneración10. En su capacidad de lograr esta tarea se mide la fuerza del partido (Paxton, 2004, p. 10).

Para Paxton, sin embargo, la gran novedad del fascismo frente a otras ideologías (los otros "ismos") es que estas surgieron "en una era en que la política era un asunto de caballeros", donde los ideólogos y militantes "apelaban a las razones de cada uno además de sus sentimientos". Por contraste, el fascismo "era una nueva invención creada de cero para la era de la política de masas" (Paxton, 2004, p. 16). Como no descansa en razones, sino

[...] sobre sentimientos populares sobre razas de señores, su suerte injusta, y sobre su legítima predominancia sobre pueblos inferiores. No le fueron dados apuntalamientos intelectuales por ningún edificador de sistemas, como Marx, ni por ninguna inteligencia crítica mayor, como Mill, Burke o Tocqueville. (Paxton, 2004, p. 16)

Esta idea de la radical novedad del fascismo hace eco del discurso, popular entre sus críticos occidentales, que ven la violencia que este desencadenó en Europa como la máxima expresión de la barbarie, el punto más bajo de la historia humana, que dio fin a las esperanzas de progreso que el occidente liberal mantenía en los albores del siglo XX (Hobsbawm, 1995, pp. 22, 109)11.

Y, sin embargo, ya hemos hablado sobre la tradición liberal; esta no estaba tan lejana del culto de la fuerza. Sobre las Guerras del Opio y el triunfo del liberalismo europeo sobre la China imperial, Alexis de Tocqueville comentaría:

Es un gran evento, sobre todo si uno considera que es meramente la secuela, el último paso en una multiplicidad de eventos del mismo tipo que gradualmente impulsan a la raza europea más allá de sus fronteras y a someter sucesivamente a todas las razas a su imperio e influencia. Es la esclavización de cuatro quintas partes del mundo por la otra quinta. Así que es mejor no desesperarse excesivamente por nosotros y nuestro siglo; los hombres son mezquinos, pero los eventos son grandiosos. (En Losurdo, 2011, pp. 315-316)

Hemos visto cómo coincide esta valoración positiva de la expansión colonial europea con las ideas y, sobre todo, con la práctica del liberalismo. Losurdo deja claro hasta qué punto los orígenes del término liberalismo se hunden en la autoconsciencia de una comunidad orgullosa de su excepcionalidad ("su amor por la libertad"), y tiene connotaciones no solo políticas y sociales, sino además étnicas. En palabras de Burke, el liberalismo es algo propio de la "raza elegida", de la "nación en cuyas venas circula la sangre de la libertad"; "libre" no era un apelativo que estuviera dirigido al colectivo humano sin distinción, incluso si la concepción de la "comunidad de los libres" fue sufriendo modificaciones a través del tiempo (Losurdo, 2011, p. 245). El imperio de la ley, el derecho igualitario burgués, se sancionaba dentro de los límites de dicha comunidad, y a los pueblos excluidos se les reserva la esclavitud y la servidumbre, el privilegio de ser dominados por amos civilizados. El Estado liberal coincidiría con lo que el marxista boliviano René Zavaleta llama "Estado aparente" en su funcionamiento práctico: un Estado que gobierna exclusivamente para un sector de la población, excluyendo a un amplio sector, sobre el que puede emplear distintas formas de violencia (León y Mitrovic, 2022, p. 14). Para mantener la pureza del espacio sagrado y su rigurosa separación del espacio profano, incluso las libertades individuales y la intimidad del ámbito privado podían ser rebasadas por la ley.

Contrariamente a la opinión de Paxton, podemos afirmar que los discursos fascistas sobre razas superiores no provienen del oscurantismo popular, sino que tienen su antecedente directo entre las élites liberales ilustradas. No es algo arbitrario que Losurdo y otros decidan calificar el proyecto fundacional de la democracia estadounidense como una democracia del Herrenvolk ["pueblo de los señores"] (Losurdo, 2011, p. 107; Van den Berghe, 1982). El trasfondo socioeconómico, político y cultural donde se desarrolla el fascismo es la moderna hegemonía eurocentrada global a la que Quijano llama colonialidad, fundada en "la imposición de una clasificación racial/étnica de la población", y que atraviesa "cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala social" (2014, p. 295). Colonialidad que durante esos años continuaba imbricada sólidamente con el colonialismo en su forma más cruda, un régimen tiránico ejercido por las metrópolis liberales de Occidente sobre los pueblos de origen colonial. El darwinismo social, pues, no resulta exclusivo del fascismo.

Para Aimé Césaire, la verdadera novedad del fascismo no estaría en sus teorías sobre culturas o razas superiores, ni en sus métodos de control y represión (a un tiempo eficientes y monstruosos), ni en su voluntad genocida. A juicio del autor martiniqués, la innovación del fascismo sería la aplicación de los métodos del colonialismo dentro de la metrópolis, es decir, dentro del espacio sagrado del liberalismo. Es la violencia perpetrada durante siglos por Europa contra los pueblos de origen colonial la que allana el terreno para el fascismo, generando no solamente recursos, métodos y procedimientos técnicos para la opresión y eliminación sistemáticas de grupos humanos, sino la propia disposición subjetiva que permite a los Estados relativizar y transgredir los límites normativos que la cultura liberal europea se había autoimpuesto, la frontera misma entre "civilización" y "barbarie" (Césaire, 2005, pp. 159-160).

Ahora bien, Césaire, alineado al marxismo, comparte la idea de que el imperialismo y el expansionismo colonial del liberalismo y el fascismo no responden meramente a una falla moral. El imperialismo responde también a un impulso sistémico (Césaire, 2005, p. 161): la "liberación de la propiedad", que da lugar a la economía capitalista moderna, hace de la expansión y valorización constante del capital imperativos para la clase propietaria, espoleándola, en palabras de Marx y Engels, a "recorrer el mundo entero" para buscar y conquistar nuevos mercados (Marx y Engels, 2015, p. 177). El colonialismo y la colonialidad constituyen la práctica por medio de la cual se satisfacen los imperativos imperiales, el establecimiento en el mundo de lo que W.E.B. Dubois llama la "línea de color", que legitima el sometimiento de los "pueblos bárbaros o semibárbaros" a los "países civilizados" (Marx y Engels, 2015, p. 179).

Si las democracias liberales europeas pueden mejorar progresivamente las condiciones de grandes sectores de su población, si van creciendo las capas medias, esto tiene que ver en gran medida con la superexplotación de los trabajadores racializados, excluidos del contrato de trabajo reservado a sus pares asalariados en Occidente (Marini, 1972, p. 46). Las colonias serían el secreto de las concesiones democráticas del liberalismo. En 1915, Dubois se refería a esta situación:

[Con la imposibilidad de seguir abusando y sobreexpotando a los trabajadores blancos], surgió más magníficamente el sueño de la explotación en el extranjero. [...] [Eventualmente] monopolios especiales entraron en el mundo y fundaron imperios en ultramar. Pronto, sin embargo, la masa de comerciantes del país exigió una participación en esta corriente de oro; y finalmente, en el siglo XX, el trabajador en casa está exigiendo y comenzando a recibir una parte de este botín.

La teoría de este nuevo despotismo democrático no ha sido claramente formulada. La mayoría de filósofos ven el barco del Estado botado en la amplia e irresistible marea de la democracia, con sólo remolinos retardadores aquí y aquí; otros, al mirar más de cerca, están perturbados. ¿Estamos, preguntan, volviendo a la aristocracia y al despotismo, al imperio de la fuerza? Gritan y luego se frotan los ojos, porque seguramente no pueden dejar de ver el fortalecimiento de la democracia a su alrededor. (Dubois, 1915)

Se trata de la paradójica dialéctica entre emancipación y des-emancipación, y que a juicio de Dubois va allanando el terreno para que el "imperio de la fuerza" se imponga sobre el imperio de la ley. Las condiciones desventajosas a las que Alemania e Italia se enfrentaban en la carrera imperialista entre los Estados liberales, y las crisis desatadas entre las décadas de 1920 y 1930, de la mano con la aparición del comunismo bolchevique, que amenazaba con forjar una alianza entre los trabajadores más pobres y los pueblos coloniales, movieron a la ofensiva a las clases sociales que generaron una expectativa sobre este sistema de despojo imperial. El fascismo se convirtió en la práctica militante mediante la cual se pretendía hacer valer dichas expectativas, aun a costa de la estricta reducción del espacio sagrado a un único Volk, violentando los límites que el liberalismo había buscado establecer. Por ello, Césaire sentencia diez años después de la derrota del Eje:

[L]a sociedad capitalista, en su estado actual, es incapaz de establecer un Derecho de Gente, del mismo modo que se revela impotente para fundar una moral individual. Se quiera o no, en el fondo del callejón-sin-salida Europa -[...] la Europa de Adenauer, de Schuman, de Vidault y algunos otros- está Hitler.

En el fondo del capitalismo deseoso de sobrevivir está Hitler. (2005, p. 160)

Si el fascismo radicaliza la dimensión darwinista y excepcionalista del liberalismo y genera una ideología de la guerra que atenta contra el orden liberal (que, como lo comprendieran Adorno y Horkheimer, lleva la lógica de la periferia al centro), es porque, tras la humillación a la que su nación fue sometida, reconoce la violencia como la verdad subyacente a la competencia entre Estados soberanos, y le es lícito emplearla, dentro y fuera de su territorio, para conquistar el lugar que le corresponde en la jerarquía de los pueblos. La incapacidad de los liberales para aprehender esta verdad y su disposición a hacer concesiones a los Untermenschen para preservarse, se convierte en una amenaza para la pureza de las culturas y razas superiores, y crea las condiciones para la aparición de ideologías como el marxismo, cuya finalidad política es la inversión de las jerarquías naturales, el sometimiento de los pueblos superiores a los inferiores. En dicho escenario, el partido fascista, reflejo y antítesis del partido comunista, es el único capaz de salvaguardar la civilización de "los libres" de la barbarie de "los esclavos". Para salvaguardar la jerarquía etnorracial y su lugar en ella, está dispuesto a romper con los límites del espacio sagrado liberal sobre el que esta se había fundado.

5. Conclusiones

Partimos del cuestionamiento de la noción de "totalitarismo" (al menos en su versión deductivista), comúnmente usada en la teoría política liberal para pensar el fascismo, con el fin de aproximarnos luego a la tradición liberal y al fascismo en sus formas históricas. La intención es resaltar los vínculos que los conectan, buscando esclarecer la elusiva categoría de "fascismo". En el proceso, comprobamos cómo el nacimiento simultáneo de liberalismo, colonialismo y colonialidad da lugar a un marco de relaciones de dominación, explotación y conflicto, a escala local y global, bajo la hegemonía de los Estados nación occidentales y su cultura "moderna" o "liberal". Así, se presupone la subyugación de los pueblos colonizados. Sin embargo, la competencia imperialista entre los Estados liberales y el conflicto entre capital y trabajo, la imposibilidad de satisfacer las expectativas de todos los grupos, clases y naciones a los que les es prometido el estatuto de "señores" abre la posibilidad del fascismo como fuerza política. Aquel proyecto de "regeneración" de la nación y su designación de los enemigos internos y

externos de la misma, permite la identificación de los intereses de las capas medias de la sociedad con los intereses imperiales del capital monopólico, y traslada los métodos y procedimientos del colonialismo al seno del "espacio sagrado" que el liberalismo no osaba profanar. De tal manera, busca tomar mediante la fuerza el lugar que considera propio.

Hace falta aclarar que el surgimiento del fascismo no está atado exclusivamente a los Estados occidentales; como lo explica Quijano, la comprensión eurocéntrica del mundo no es exclusiva de Europa, sino que rige entre todos aquellos formados en su hegemonía (2014, p. 287). En condiciones específicas, todo Estado en el capitalismo global que haya alcanzado su "independencia política" (incluso en condiciones de dependencia económica) puede presenciar el auge de un movimiento fascista en su sociedad civil (que, eventualmente, puede llegar al Estado). Como hemos mencionado, la idea de nación que el fascismo defiende no tiene que ser racial en el sentido estrictamente "biológico", pero siempre apelará de un modo u otro a la jerarquía colonial entre pueblos y grupos humanos, exigiendo el sometimiento y conformidad de los "inferiores".

Aunque en toda sociedad moderna han aparecido movimientos fascistas en el último siglo, todavía son pocas las que han dado lugar a Estados fascistas (y solo la Alemania Nazi, considera Paxton, habría alcanzado la última etapa, en la que este debe optar entre la radicalización de sus políticas o la destrucción) (2004, p. 24)12. No obstante, en el actual contexto internacional, con el auge de las llamadas "nuevas derechas", muchos de estos movimientos se han aliado con organizaciones extremistas que han llegado al Estado; si bien el enraizamiento en el sistema político es progresivo, hay casos particularmente avanzados (la Ucrania post-Euromaidán, por mencionar un caso en Occidente). Hoy habría al menos un caso en que el fascismo ha logrado afianzar la capturar del Estado; por tratarse de un asentamiento colonial, el liberalismo en el Estado sionista de Israel ha sido desde su génesis particularmente agresivo en sus usos de la violencia y segregación contra el pueblo palestino. La reciente alianza entre el partido del primer ministro Benjamín Netanyahu (Likud, agrupación conservadora y populista de derecha) con Otzma Yehudit (partido de ideología kahanista) ha permitido el ingreso de extremistas como Itamar Ben-Givr, proscrito por las propias autoridades israelíes como terrorista fundamentalista, a los altos mandos del Estado. El kahanismo, exacerbación fundamentalista y religiosa del sionismo, mantendría las características que hemos visto en el fascismo: busca la restitución de la gloria del pueblo elegido por Dios mediante la eliminación o expulsión de los palestinos ("regeneración" del Volk tras la "derrota"; animalización de los palestinos por su condición de "bárbaros amalequitas", cuya destrucción está sancionada por Yaveh), la formación de un etnoestado teocrático regido por la ley judía, donde solo los judíos mantengan plena ciudadanía y derechos políticos (traslado de la lógica colonial al interior del "espacio sagrado" del liberalismo), y justifica en el predominio divino de los judíos toda violencia que Israel deba emplear contra los que se le oponen, incluyendo, llegado el caso, a los Estados liberales de Occidente (continuación de dicho traslado, amenazando al orden liberal internacional para afianzar su lugar en la cima de la jerarquía etnorracial). Hoy el kahanismo comparte con la derecha (tanto la radical como la liberal o convencional) las riendas del gobierno israelí, que ha desatado un genocidio sobre Gaza.

Lejos de oponerse a las políticas de exterminio de Israel o de alarmarse por su progresiva fascistización, estados liberales como EE. UU. (gobernado por Joe Biden, llevado a la presidencia por un voto progresista que buscaba prevenir la reelección del ultraderechista Trump), Gran Bretaña y Alemania han continuado financiado sus actividades, proveyéndole de armamento y blindándole ante la Asamblea de la ONU, además de reprimir duramente las protestas ciudadanas en sus territorios. Es importante considerar los intereses políticos y económicos de estos Estados en la región para entender su complicidad con la ocupación israelí. Más allá de los discursos que ubican a Israel ("la única democracia de Medio Oriente") del lado de los valores demoliberales de Occidente, un bastión democrático y progresista asediado por fundamentalismos islámicos, queda claro que la apología del régimen sionista, incluso cuando aparece más dispuesto a echar por tierra las normativas liberales, se enmarca en la defensa de un proyecto de dominación imperial y colonial, común al liberalismo y al fascismo. Cada vez más presionado por sus enemigos internos y externos, el Estado de Israel (cuya existencia es incompatible con la soberanía palestina) no parece tener más alternativas que la radicalización o la entropía. Si llega a perder la buena voluntad de Occidente, sin embargo, no será por la incompatibilidad de sus acciones con los valores liberales. Será consecuencia de la presión ejercida por fuerzas progresistas y anticoloniales, antagónicas al liberalismo.

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NOTAS

1Las traducciones de las obras en inglés referidas en este artículo son propias del autor.

2Amendola murió en Francia en 1926, menos de un año después de recibir una violenta golpiza a manos de los Camisas Negras de Mussolini.

3Todavía en las primeras décadas del siglo XIX, John C. Calhoun, político liberal y séptimo vicepresidente de EE. UU., oponía el gobierno democrático de EE. UU. a una "democracia absoluta", y consideraba que las leyes y las instituciones estaban diseñadas para resguardar la autonomía de los estados y los propietarios de esclavos de la "mayoría numérica" (Calhoun, 1992, pp. 120-121). Podría decirse que, desde las filas del esclavismo y la supremacía racial, Calhoun ya se oponía al avance de una "democracia iliberal".

4"Lo dio [el mundo] para el uso de los laboriosos y racionales [...], no para la fantasía o la codicia de los pendencieros y contenciosos" (Locke 2003, p. 114).

5Sobre su participación en la elaboración de la constitución de la provincia de Carolina y sus acciones en la Compañía Real Africana, véase John Quiggin (2015).

6Para un estudio extensivo sobre la pobreza en Inglaterra durante la era de los workhouses, véase Gertrude Himmelfarb, La idea de la pobreza en Inglaterra (1988).

7Libres en el doble sentido explicado por Marx: liberados de los derechos y obligaciones de la sociedad feudal, y liberados en consecuencia de todo medio que subsistencia que puedan llamar propio.

8Quijano da a esta división el nombre de "colonialidad", y considera que sus efectos concretos sobre la vida de los individuos se perciben en los diversos ámbitos de la vida social, yendo más allá del ámbito socioeconómico del trabajo. Hablaremos más sobre este concepto en la siguiente sección.

9Otros, como el Partido Socialdemócrata de Alemania, optaron por respaldar a su Estado en el conflicto.

10Las únicas propiedades expropiables son las de los enemigos de la nación: opositores políticos, extranjeros o judíos.

11"Enfrentado ante Auschwitz, los poderes explicativos del historiador se ven indudablemente minúsculos" diría Ian Kershaw (citado en Hobsbawm, 1995, p. 109). Por su parte, Adorno se haría célebre por su famosa sentencia: "[E]scribir un poema después de Auschwitz es un acto barbárico" (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 26).

12Para Paxton, el fascismo pasa por un ciclo de cinco etapas: (1) la creación del movimiento, (2) su enraizamiento en el sistema político, (3) la captura del poder, (4) el ejercicio del poder y (5) la larga duración, donde el fascismo elige "o la radicalización o la entropía". Si bien cada una es condición de la siguiente, el avance del fascismo puede quedar trunco en cualquiera de ellas, e incluso puede regresar a una etapa anterior (2004, p. 24).

Recibido: 01 de Abril de 2024; Revisado: 12 de Mayo de 2024; Aprobado: 16 de Mayo de 2024

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