"De todos modos, resulta ser una verdadera exigencia metodológica la de que al historiar la lengua [...], se tenga en cuenta la mayor variedad posible de corpus, ya que ninguno es de desdeñar si se quiere obtener conclusiones auténticamente sólidas y efectivas. Y, lo que más me importa señalar, hora es ya de que de una vez por todas se abandone la absurda tentación de formular teorías e hipótesis diacrónicas sin un previo acercamiento a la realidad documental […]" (énfasis nuestro). Juan Antonio Frago (1987, p. 69)
"Leaving details to psychologists, we can confidently assert that etymological talent, inborn as it may be in the last analysis, lends itself to substantial improvement through tireless practice, observation of the performance of others, and willingness to learn from mistatakes, including one’s own" (énfasis nuestro). Yakov Malkiel (1993, p. 85)
1. Sobre el quechumara *kanĉa
En esta sección nos ocuparemos, como lo exige la práctica procedimental en trabajos etimológicos de corte científico, de las dos caras de la medalla del término: forma y significado. Trataremos de probar, entre otras cosas, que la forma reconstruida *kanĉa constituye un elemento léxico compartido por las protolenguas aimara y quechua, y no solo parcialmente a una de ellas, como se viene sosteniendo.
1.1. Cuestiones de forma
En cuanto a esta dimensión, uno de los primeros puntos que se pone en cuestión (en el estudio citado) por considerarlo sin sustento alguno es el carácter compartido de la voz *kanĉa por el PA (protoaimara) y el PQ (protoquechua), aduciendo un carácter parcialmente compartido por ambas protolenguas, como lo considera Nicholas Emlen (2017, Apéndice A, entrada 287), en su valiosa y loable reconstrucción del pre-PA. Por nuestra parte, ya la habíamos considerado implícitamente como absolutamente compartidas (Cerrón-Palomino, 2008, p. 166), con el significado de ‘cerco, aposento’. Para ello nos basábamos en la evidencia dialectal, particularmente de orden toponímico, examinada y demostrada por la presencia abundante del término no solo en el AS (aimara sureño), como se sostiene gratuitamente, sino también en pleno territorio atribuible al AC (aimara central).
En efecto, no solo el aimara tupino (= jacaru) registra el topónimo /kanĉa-ŋ(a)/ ‘lugar con cerco(s)’1, sino que allí está, en plena serranía limeña, el nombre de la provincia de <Canta>, llamada también <Canta-marca> ‘pueblo de Canta’. De hecho, la toponimia de la región centro-norteña peruana abunda en el registro del radical <Canta>, que puede aparecer en forma autónoma (con posible elipsis contextual de su núcleo), en forma derivada, o formando compuestos como puede verse en los diccionarios geográficos clásicos de Mariano Felipe Paz Soldán (1877) y Germán Stiglich (2013 [1922])2. Entre las formas derivadas nos interesan, por su relevancia directa en el tema discutido, los derivados <Canta-ni> ‘(lugar) con cerco(s)’ (en el Cuzco y en Moquegua) y su forma parcialmente reduplicada con sufijo adjudicativo <Canta-canta-ni> ‘(lugar) con serie de cercos’ (también en el Cuzco).
Igual de pertinente es, como se verá, el topónimo tupino antes citado, con <a> paragógica aimara, <Cantranha> /kanĉa-ŋ(a)/ ‘(sitio o lugar) con cerco(s)’. No está de más señalar que dicho territorio es compartido también con topónimos que tienen la versión quechua <Cancha>, con sus abundantes derivados3 y compuestos, allí donde se produjo el cambio *ĉ> č; por ejemplo, en Áncash, pero sobre todo en el quechua sureño; no así donde se mantiene la forma etimológica de kanĉa, como es el caso del tarmeño, del quechua-huanca y del yauyino, por mencionar algunos dialectos centrales4. No había, pues, como se observa equivocadamente, un vacío equivalente a *kanĉa en el PA. Asimismo, esta ausencia tampoco habría sido cubierta de manera "bien establecida" por <uyu> ‘cerco’. Esto no se sostiene, ya que, por ejemplo, dicha raíz no asoma como alternativa de <cancha> en la nómina de las huacas o santuarios del Cuzco imperial que se distinguen por la fuerte presencia léxica aimara en las designaciones respectivas (véase más abajo).
Pues bien, volviendo ahora al topónimo tupino arriba mencionado, hay que preguntarse acerca de su forma, cosa que se pasa por alto, eludiendo el análisis cuidadoso de explicar la singularidad de su registro. En primer lugar, tal como se dijo con respecto a los dialectos que mantienen la forma kanĉa, y que, sin embargo, registran los topónimos reemplazando la africada retrofleja /ĉ/ por la africada postalveolar /č/, en el caso de /kanĉa-ŋ(a)/, no debe sorprender que se lo registre como <Canchán>, forma deaimarizada inicialmente, ya delatada por la apócope vocálica del sufijo posesivo/adjudicativo -ni y la consiguiente acentuación aguda, y que vuelve a ser reaimarizada por la vocal paragógica /a/, de acuerdo con la regla general de acomodación de voces "ajenas" a la lengua aimara terminadas en consonante. Decimos ajenas al aimara, en el presente caso, porque la forma sincopada es una versión quechua del nombre, semejante a los que se dan en Cajamarca, Áncash y Huánuco. Vemos aquí, en efecto, una ilustración, de las muchas que podemos aportar, de cómo un cognado aimara es tomado por el quechua, acomodado a su sistema léxico-morfémico, y retomado nuevamente por la variedad aimara local, ajustándolo a su fonotáctica.
Tomemos otro caso parecido para disipar toda atmósfera de duda sobre el punto: la raíz *şuqu ‘canuto’ y ‘sorber, chupar’, sustantivo-verbo ambivalente, es voz parcialmente compartida por ambas lenguas (cfr. Emlen, 2017, Apéndice, entrada 733). Pues bien, el aimara registra actualmente el topónimo derivado <Soco-s-(a)-ni> ‘(lugar) con carrizos’, es decir con plantas de caña hueca. En este caso, la ruta de prestación va como sigue: (a) el derivado quechua *suqu-ş ‘carrizal’ es tomado por el aimara, y (b), como este acaba en consonante, requiere de vocal epitética, llamada también paragógica, para acomodarse a la estructura silábica de la lengua receptora. Así, pues, en el caso de /kanĉa-ŋ(a)/, de no aceptarse las rutas sistemáticas de intercambio léxico interlingüístico como los ilustrados, simplemente habría que preguntarse cómo debe explicarse, en primer lugar, la pérdida de la vocal de -ni y consiguiente velarización de la nasal; e igualmente, por otro lado, el fenómeno del surgimiento de la vocal paragógica: aspectos que los objetantes de nuestra propuesta etimológica, directos o potenciales5, ni siquiera parecen entrever. No se trata, así, de mezcolanzas de datos, ni reglas de cambios que se nos atribuyen de manera gratuita, sin fundamento empírico. En verdad, las críticas se basan en un claro desconocimiento del tema y de las consecuencias lingüísticas del contacto e interinfluencia que sostuvieron por centurias ambos linajes idiomáticos y sus poblaciones de hablantes, en buena parte bilingües; de manera que no debía extrañar que la prestación mutua de palabras y su acomodación en cada una de ellas en consonancia con su fonotáctica respectiva fueran un intercambio mutuo, pero, sobra decirlo, siempre guardando rigurosamente las reglas de acomodación propias a cada entidad idiomática.
Ahora bien, quienes objetan el registro del término por parte del AS, descuidando citar con precisión a Ludovico Bertonio, olvidan que el ilustre aimarista trae dos significados para <canta>: el primero como equivalente de "Cerca, o vallada de palos" (cfr. 1984 [1612], I, p. 157); y el segundo como "El laço", que en su forma verbal se traduce como "Poner laço a los paxaros, o vicuñas" (cfr. 1984 [1612], II, p. 36). En tal sentido, en nuestro trabajo citado de 2008 decíamos que el primer significado parecía ya obsoleto en tiempos del jesuita; de allí que solo lo consignara en la parte castellano-aimara de su vocabulario, a la par que el segundo seguía vigente, con el valor metafórico de ‘trampa para cazar aves y animales’. En ambos casos, como se ve, estamos ante un mismo destello de *kanĉa, por lo que no tiene caso, por ser irrelevante, la observación que se hace respecto de la vigencia o no de los reflejos de dicha palabra en el AS, aun cuando en la actualidad la palabra kanta signifique, como sustantivo, "montón de cereales" y, como verbo, "amontonar cereales" (cfr. Callo Ticona, 2009); en ambos casos estamos, obviamente, ante un derivado metonímico del significado original: ‘se almacenan los cereales en un cerco’6.
1.2. Cuestiones de significado
En cuanto a esta interfaz del término, debemos señalar de entrada que no estamos de acuerdo con glosar *kanĉa como ‘corral’, monosémicamente, según lo ha- cen Parker (2016 [1971], IV, p. 142) y Emlen (2017, Apéndice, p. 297), pues consideramos que se trata de una glosa moderna, claramente un peruanismo de origen colonial, entendible dentro del contexto de la devaluación material, político-idiomática y sociocultural, del imperio incaico. Para apoyar esta lectura, basta con revisar la nomenclatura de los santuarios o huacas de la metrópoli imperial incaica, en la que encontramos casos como los de <Cari-tampu-cancha>, palacio inicial en el que se estableció Manco Cápac; <Condor-cancha>, casa en la que vivió el Inca Yupanqui; <Tampu-cancha>, mansión donde solía solazarse el inca Mayta Cápac; y nada menos que <Puqui-n-cancha>, aposento del Sol, y albergue de incas y del dios Viracocha, según se puede ver en Bernabé Cobo (1956 [1653], Libro XIII, caps. XIII-XVI). Obviamente, tales personajes, divinos y humanos, no podían vivir en "corrales" a la manera de animales, como sugiere la glosa castellana moderna, manoseada semánticamente desde la colonia, y como se desprende del significado de *kanĉa, que tanto Parker como Emlen le dan al término de manera claramente anacrónica, proyectándolo al pre-PQ (pre-proto-Quechua), sin antes efectuar un análisis crítico del significado etimológico de la palabra, asunto propedéutico en el que tanto han insistido Pierre Duviols (1933), César Itier (1993) y Gerard Taylor (2000, pp. 1-17, 19-45). En tal sentido, dejando de lado disquisiciones vagas y anecdóticas sobre el referente prístino del término, que no vienen al caso, era mejor emplear los significados de ‘recinto(s)’ o de ‘aposento(s)’, que debieron dársele también a <Chanchán>, en obvia alusión descriptiva al complejo arquitectónico monumental de los chimúes. Igual de manoseado semánticamente debe ser el <Inca-uyu>, "gran estructura de un templo en ruinas bajo el mismo Chucuito", según lo registra Harry Tschopik (1968, p. 140), en el que <uyu>, que el anconense prefiere glosar como equivalente de "corral del ganado" (cfr. Bertonio, 1984 [1612], I, p. 143). Como se dijo en párrafos precedentes, el aimara <uyu>, que se dice corresponder exactamente al de kanĉa, no se sostiene, ya que la voz aimara en ningún momento aparece como lugar de asentamiento de reposo o de solaz, tanto de la nobleza como de las divinidades incaicas: el empleo de <uyu> en la designación del complejo arquitectónico puneño <Inca uyu> es, pues, tardío y no original.
En fin, volviendo a kanĉa y sus valores polisémicos, bastaba con recoger los significados que los cronistas del mundo andino nos proporcionan al respecto. Así, por ejemplo, Pedro Sarmiento de Gamboa (1572, fol. 31r) define como "vecindades o solares a quellos llamaron cancha". Del mismo modo, el Inca Garcilaso (1943 [1609], libro VII, cap. IX, p. 108) traduce <cancha> como "un gran cercado", al hablar de la casa del Inca Yupanqui7.
2. El recurso al adjudicador -ni del aimara
Aclarados los registros del cambio *ĉ> t en la toponimia del AC, operado no solo en el AS sino tam- bién en el AC, como lo prueba el caso de <Canta>; y el de *ĉ> č, efectuado en algunos dialectos del QC y en todo el QS, según lo verifican los ejemplos aportados en la sección anterior, interesa explicar aquí el sufijo -n, simplemente descartado o, incluso, ignorado por nuestros objetantes. El mismo aparece tanto en <Canta-n> como en la variante quechua <Cancha-n>, y más específicamente en el registro de <Chancha-n>, que sería la forma restituida de la versión deturpada de <Chauchan>, que nuestro contrincante rescata, luego de reconocer, correctamente en este caso, que la /u/ sería una mala lectura de /n/ (aunque, ciertamente, porque se está pensando en una reduplicación de la sílaba final, y no en una lectura errática de dicha grafía). Ahora bien, como se discutirá más adelante, la lectura e interpretación filológica más acertada de tales formas es en verdad <Cancha-n>, es decir /kancha-n/, con el dígrafo <ch> empleado para representar la /k/, según práctica profusa, y nada esporádica, como se verá, entre los cronistas de los siglos XVI y XVII, para escribir nombres propios de las lenguas indígenas, y de uso válido aún por entonces en el propio castellano para anotar cultismos de origen griego (del tipo charidad, choro, etc.), como puede verse en el Diccionario de Autoridades (cfr. RAE, 1984 [1726]) y en su manual de Orthographía (2014 [1741]). Ocurre, sin embargo, que hay colegas a quienes la interpretación que ofrezco de dicha n, en nuestro artículo cuestionado, como forma apocopada del sufijo adjudicativo aimara ni, les parece arbitraria e infundada. Nada más inadmisible, ciertamente, como puede verse en el trabajo que diéramos a conocer en Cerrón-Palomino (2008, Parte II, cap. 3, § 3), que por cierto no se consultó previamente antes de criticar.
En efecto, demostrábamos allí, con ejemplos toponímicos, que dicha terminación -n no podía ser el sufijo partitivo del quechua, muy socorrido en las construcciones posesivas que expresan la parte del todo; y ello, ciertamente, por razones tanto fonológicas como semánticas. Por un lado, una forma como <Canchán> lleva acentuación aguda, delatando la síncopa vocálica (-ni> -n) de que fue objeto (el acento penúltimo original queda allí inamovible y no se retrae), a diferencia de las expresiones que llevan -n partitiva, que tienen acentuación grave (como, por ejemplo, en <Ñahuinpuquio> /ñáwi-n púkyu/, que en los topónimos refiere al ‘ojo de manantial’). Por otro lado, en términos de significado, la -n proveniente del sufijo adjudicativo aimara -ni no indica relación de parte al todo, como puede verse en, por ejemplo, <Cotá-n> (Bolognesi), que no alude a un lago que forma parte de algo preciso sino simplemente que está indicando un ‘lugar con laguna’, del mismo modo en que <Canchá-n> está aludiendo a un sitio con aposentos o recintos, describiendo el conjunto arqueológico conocido. No hay aquí interpretaciones ad hoc ni mucho menos caprichosas, como se sostiene ligeramente, según puede verse en las listas de ejemplos contrastivos (topónimos con el sufijo partitivo del quechua versus los que conllevan el adjudicativo aimara) que proporcionamos en el trabajo previamente mencionado, y que se ignoran en estudios como los mencionados, sin tomar las precauciones metodológicas informativas básicas necesarias que todo investigador serio debiera efectuar.
Ahora bien, debemos notar que el fenómeno de apócope vocálica invocado en líneas anteriores no explica únicamente el reflejo (o en este caso reducción) del adjudicativo -ni del aimara. Nada más lejos, pues, que la invocación de una regla para un solo caso. Como lo tratamos de demostrar en el trabajo mencionado previamente (cfr. Cerrón-Palomino, 2008, Parte II, cap. 3), en dicho estudio nos ocupamos precisamente de los sufijos -y y -n provenientes del aimara, pero remodelados por el quechua en los topónimos que los conllevaban, como repetimos seguidamente de manera sucinta. Y así, para el caso de -y, postulamos el nominalizador *V-wi del aimara, que sincopa su vocal por la regla del quechua (véase nota 10), deviniendo en -V-w, y esta forma intermedia, a su vez, es remodelada por la regla de esta misma lengua, en su variante cuzqueña (cfr. Mannheim, 1990, p. 156), dando finalmente V-y 8. Para su ilustración, véase § 2.2 del trabajo precitado, donde el lector podrá constatar numerosos ejemplos que demuestran lo señalado, y aquí solo nos limitaremos a ofrecer la ruta seguida por las variantes toponímicas <Chincha-o> (Huánuco) y <Chincha-y> (Huanta), por un lado, y las de <Sora-o> (Yauli) y <Sora-y> (Vilcabamba), por el otro, donde la <o> de las primeras variantes, en su representación escrita à la castellana, representa a la semiconsonante labiovelar /w/. Nos queda claro que, en ambos casos, las variantes toponímicas descritas solo pueden explicarse a partir de radicales que portaban el derivativo *-wi del aimara9.
Quienes objetan el carácter empírico de las reglas de remodelación mencionadas solo tienen que explicarnos de dónde viene el sufijo -y, tan abundante en la toponimia andina, tanto que Alfredo Torero se vale de él para acuñar sus membretes glotoétnicos de <Huáylay>, <Huáncay>, <Chínchay>, <Wámpuy>, e incluso últimamente <Límay>, postrero este para el subconjunto QIIA (cfr.Torero, 2002, cap. 2, § 3.2.8, p. 80). Que sepamos, no existe en el quechua, ni menos en el aimara, un sufijo derivativo parecido atribuible a la protolengua10. Por otro lado, colegas, como los objetantes, no consideran importante tomar en cuenta, ni menos explicar el origen de los alomorfos sincopados -m, -ş y -ĉ de los sufijos evidenciales -mi, -şi y -ĉi, respectivamente, del quechua; ni tampo- co el alomorfo -p del genitivo -pa de la misma lengua.
Obviamente, a nuestro entender, aquí estamos ante la operación de una regla de apócope que operaba en algún momento de la evolución del quechua, y que alcanzó también a los sufijos -ni y -wi del aimara que aparecen en topónimos tomados o remodelados en la lengua antes citada.
No falta quien ridiculiza dicha regla anterior considerándola ad hoc, por un lado, e inconsistente cronológicamente, por el otro, por haber yo sugerido que se trataría de un fenómeno "muy antiguo", ya que debió operar "de manera espontánea en tiempos incaicos y coloniales", a estar por su presencia en la toponimia centro-norteña andina, según se comenta. El lector atento podrá juzgar por sí mismo que no estamos ante elaboraciones acomodaticias ni inconsistencias cronológicas, ya que los datos hablan por sí mismos. Habiendo demostrado la proclividad del quechua, no del aimara, a debilitar y ulteriormente elidir la vocal final de sufijos de la forma -CV tras sílaba acentuada y ante pausa, como lo prueban el fenómeno morfofonémico mencionado y el tratamiento de los topónimos prestados o retomados del aimara, es de toda racionalidad pensar en la actuación de una regla persistente desde antiguo en la lengua y que podía seguir actuando en tiempos incaicos. De hecho, hay dialectos quechuas en los cuales el fenómeno de apócope de algunos de los morfemas listados no se ha producido (tal es el caso, concretamente, del genitivo -pa y del conjetural -ĉi). En suma, no existe ninguna "inconsistencia" de tipo cronológico en la operación de la regla invocada. Insistimos entonces en que queda claro que la invocación a una regla del quechua para explicar el truncamiento vocálico de sufijos aimaras contenidos en topónimos de origen quechumara, no implica, como se dice equivocadamente, que acudimos a reglas ajenas a una lengua para dar cuenta de la conducta de términos propios de la otra. Lo que no debe olvidarse es que la situación de contacto presentada por las lenguas andinas mayores es de naturaleza palimpséstica o pluriestrática.
3. El recurso al dígrafo culto <ch> como equivalente de /k, q/
En nuestro comentario inicial a la propuesta etimológica de Urban (2017), habíamos explicado cómo el uso del dígrafo <ch>, con el valor de /k/ en las palabras de origen grecolatino del castellano, al lado de su empleo para representar a la africada coronal /č/ de la lengua, tuvo un uso culto por lo menos hasta mediados del siglo XVIII, propiciado incluso por la Real Academia de la Lengua Española11. No volveremos a insistir sobre la materia en este punto, ya que por razones de Perogrullo es un tema bien entendido en lingüística hispánica. Lo que sí hay que recalcar es que dicha práctica se hacía extensiva también a la escritura de nombres procedentes de otras lenguas, no solo del viejo continente, caso concreto del hebreo, sino también de las del Nuevo Mundo. En el caso del área andina, podemos precisar que dicha grafía se empleó en los préstamos tomados por el castellano de las lenguas nativas no solo para la posvelar /q/, sino también para la velar /k/, allí donde estas las distinguían, como en el caso del aimara y del quechua, por citar solo las más conocidas. De hecho, en Cerrón-Palomino (2020b), proporcionamos siete ejemplos que ilustraban dicha práctica, entre topónimos y etnoglotónimos, en los cuales la notación garcilasiana de <ch> valía también para la velar /k/, como en el caso de <guacha>, que debía interpretarse como / wak’a/ ‘santuario’; y en del etnoglotónimo <sech>, registrado por Antonio de la Calancha, que a su turno debía leerse como <sek>.
Pues bien, en esta oportunidad aportamos nueve ejemplos más, entre antropónimos, etnotopónimos, e incluso uno de carácter institucional. Y así, tenemos, entre los primeros, en la crónica De las antiguas gentes del obispo de Chiapas (cfr. Las Casas (1892 [1561], cap. XVI): <Ayar Aucha> */ayar čawka/ (p. 129), <Lluchi Yupangui> */Ruqi Yupa-n(a)-iki/ (p. 132), a los cuales hay que agregar <Mama Michay> /mama mik’ay/, que registra Cobo (1957 [1653], XII, IX, p. 72); entre los segundos, <Jachijaguana> / şaqşa-wana/ (p. 133), y <Ayarmacha> */ayar wak’a/ (dos veces, como nombre de un pueblo)12; pero también hay que añadir el nombre de una heredad en el <ayllo de Poma Chusma>, que varía con la notación de <ayllo de Poma Cosma>, en el testamento de 1758, de Pedro de Córdova, dado a conocer por Carlos Hurtado Ames y Víctor Solier Ochoa (2016)13. Finalmente, en una hasta ahora insospechada copia manuscrita del siglo XVII de la obra de un famoso cronista toledano, de paradero ubicado recientemente en la biblioteca de una universidad norteamericana, encontramos dos perlas del uso del dígrafo, con el valor de posvelar en <sondor pauchar> /suntur pawqar/ ‘cetro del inca’, y con el de la velar en el topónimo <ycha chincha> /(h)ika činča/14.
Queda así demostrado que el recurso al dígrafo <ch> en préstamos de lenguas nativas al castellano para representar a la velar /k/ y a la posvelar /q/ no era ni "esporádico" ni menos "singular", como se pretende sostener en algunas publicaciones poco entendidas en la materia. Lo que debe quedar claro es que no se puede emitir juicios contundentes respecto de la práctica ortográfica de los cronistas y escribientes cultos de la colonia basándonos en las ediciones modernas de sus escritos, mayormente editados por historiadores y arqueólogos, y últimamente por literatos, casi todos ellos, con alguna que otra excepción (John Rowe o Carlos Araníbar, por ejemplo, entre los primeros), sin base filológica, ni menos conocimiento de la variación dialectal y diacrónica de las lenguas andinas. Ocurre que los documentos editados sin criterio ecdótico solvente entre los profanos, y basados en una lingüística sincrónica desmemoriada (Ricoeur dixit) entre los practicantes de la disciplina, ofrecen, cuando transliteran términos o textos en lengua índica, formas normalizadas de ellos, al margen y por encima de sus versiones originales registradas en los manuscritos (véase, para casos concretos, Cerrón-Palomino y Cangahuala Castro, 2022), siendo esta una práctica muy común que se remonta a la de los quechuistas modélicos de la colonia.
Sobra señalar que para que un editor pueda interpretar cuándo estamos ante una <ch> = /k/, y cuándo con otra igual a /q/, hay que estar enterados no solo de la práctica ortográfica española de la época, sino también, y de modo crucial, familiarizados con la palabra nativa que la porta, es decir, de su etimología. La indagación etimológica entonces no puede contentarse con la consulta escueta y superficial de documentos editados irresponsable y descuidadamente; se hace imprescindible hurgar en archivos, desempolvar legajos y códices, en procura de los registros espontáneos y originales de los términos que tratamos de etimologizar, como nos lo recuerda nuestro amigo Frago en la apostilla que precede este trabajo, y que es algo elemental que suele pasarse por alto, como puede verse repetidamente en investigaciones sobre las lenguas de la costa norte, con errores de interpretación etimológica que aguardan trabajos serios y responsables de archivo. Procedimiento metodológico elemental del que se olvida, pero que se achaca con todo desparpajo al ojo ajeno.
Volviendo al caso de <Chanchán>, es decir /kančáŋ/, y no del deturpado y mal interpretado <Chan Chan>, que por sí mismo delata arbitrariedad frente a la magra, pero decisiva documentación colonial aportada, discutida, pero rechazada, resulta ocioso señalar que esta última interpretación, superficial y consagrada por la tradición desmemoriada, se debe a que, al no estar respaldada por la lengua de la que emanó (recordando a Cieza de León cuando se refiere a la suerte del quechua en la costa norte) y con desinformación del doble valor del dígrafo <ch> en la ortografía castellana de la época, se la tomó leyendo, al margen de su uso culto, con desconocimiento de su valor de /k/.
Ocioso también es señalar que ello no ocurre cuando la lengua fuente está bien documentada, y mejor si aún persiste, como es el caso del quechua (y sus variedades), idioma en el que la interpretación del recurso ortográfico mencionado puede desambiguarse cómodamente como /k/ o como /q/ previa pesquisa etimológica (que supone en muchos casos verificación archivística), cuando estamos ante vocablos preteridos, o en el trabajo de campo serio, cuando la entidad idiomática subsiste. No hay, pues, tal "desarrollo opuesto" de leer la <ch>, que se asume como africada palatal original, es decir /č/, como una intrusa /k/, cuando en verdad jamás existió tal intrusión y los archivos lo prueban. El ejemplo paralelo que lo explica todo es el caso de <Chucha-banba> (Huamanchumo, 2016, p. 53), donde la primera <ch> vale, etimológicamente por /q/, aunque interpretada como /k/ en castellano; pero la segunda <ch> equivale a /č/ (aunque etimológicamente remonte a */ĉ/), exactamente como en el caso de <Chanchán>. Es más, el ejemplo contundente que descarta toda duda respecto de nuestra interpretación del empleo culto de <ch>, en este caso con valor de /k/, lo encontramos en la Miscelánea Antártica, de Miguel Cabello Valboa (1586), en sus ediciones de 1945 (III, XXVIII, p. 396) y 1951 (III, XXVIII, p. 427), en las que se hace referencia al templo de <Mulluchancha> de Tumibamba, que obviamente debe leerse como /muλu kanča/, según lo hace correctamente Isaías Lerner en su reciente edición de la crónica referida (2011 [1586], III, XXVIII, p. 495). Como se ve, saber un poco de quechua nos puede sacar de lecturas ingenuas, por no decir caprichosas.
4. La variante <Canda> de <Canta>
Una de las documentaciones más tempranas conocidas del nombre que aludía al conjunto arqueológico hoy conocido como <Chan Chán>, con deturpación formal-semántica según hicimos notar, es la proporcionada por el conocido historiador de Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo. En efecto, él refiere al sitio como <Canda> (cfr. Fernández de Oviedo, 1959 [1550], p. 101), es decir con sonorización de la oclusiva dentoalveolar /t/ en /d/ tras consonante nasal, fenómeno propio de la "lengua general" (cfr. Cerrón-Palomino, 1990), como la descrita por el primer gramático y lexicógrafo quechua, fray Domingo de Santo Tomás (1994 [1560]; 1995 [1560]), y según la atribuida al quechua "del ynga" (cfr. Cerrón-Palomino, 2017). Ahora bien, teniendo a la mano la primerísima documentación del nombre, que figura en el acta de fundación del cabildo de Trujillo, asentada en 1536 como <Cauchan>, con obvia mala lectura por <Canchan>, según sugiere Urban (2017), no queda claro cómo se puede pasar por alto la asociación evidente entre ambas formas, siendo esta ligazón información elemental de dialectología histórica quechua, y representa una familiarización con la toponimia andina y su documentación colonial temprana. Esta inadvertencia explicaría la desorientación (y pérdida de brújula) al no advertirse que variantes del tipo mencionado abundan en la toponimia de la región centro-norteña andina, con solo revisar los diccionarios geográficos clásicos de Paz Soldán (1877) y Stiglich (2013 [1922]): tal es el caso, por citar un ejemplo, del radical toponímico muy socorrido de <anta> ‘cobre; cobrizo’, que varía con <anda> (cfr. <Antabamba>, en Áncash, y <Andabamba>, en el mismo departamento)15.
No cabe aquí especular ingenuamente sobre un posible cambio, abusivo por lo demás, /ch/ > /d/, pues lo que había que explicar era de qué manera la <ch>, es decir /č/, podía tener alguna relación de co- rrespondencia dialectal con la /d/. El dato había que buscarlo en la diacronía del quechua, reconociéndolo como reflejo de una antigua */ĉ/, que cambia a /t/ no solo en el aimara sureño (AS), sino también en el aimara central (AC), a estar por la toponimia limeña serrana, según ya vimos, y su penetración abortada en los dialectos centrales del quechua, como puede verse en los diccionarios léxicos de la región (del tipo, /pata/ ‘barriga’, /kata/ ‘manta’, provenientes de *paĉa y *kaĉa, respectivamente, en el quechua huanca). Fuera de los trabajos de reconstrucción del protoaimara (cfr. Cerrón-Palomino, 2000; Emlen, 2017)16, bastaba con recorrer, una vez más, los diccionarios geográficos mencionados, trabajo que parece desdeñarse, en la creencia de que los programas robóticos y los algoritmos son suficientes para salir de los problemas que la disciplina etimológica exige.
Por otro lado, a la luz del registro tardío de <Chanchan> por parte de Antonio Vásquez de Espinosa (1944 [1630], p. 540), relacionándolo con <Canchan> y <Canda>, solo había que conocer el oficio ortográfico del dígrafo culto <ch> como /k/, cosa seriamente ignorada y, peor aún, descartada abiertamente, prefiriendo explicarlo como resultado de una "asimilación regresiva" a partir de la segunda <ch> con valor de /č/: argumento claramente, esta vez sí, genuinamente ad hoc. Finalmente, otro tema mal entendido es la evidencia dialectal temprana ya discutida: la /n/ terminal, presente en <Cauchan> ~ <Canchan>, pero ausente en <Canda>, como en <Canta> (Lima, Huaraz, Pataz, Pasco y Cailloma), pero también en <Cancha> (existen hasta diez ocurrencias en la región centro-andina). En § 2 ya nos ocupamos de dicho terminal, que interpretamos como la forma sincopada del sufijo de origen aimara -ni, equivalente al -yuq del quechua y al -no ~ -ro del puquina.
Obviamente, al asumirse de manera preconcebida que el nombre que nos ocupa debió ser <Chan Chan>, es decir una supuesta reduplicación de un gratuito y enigmático radical <Chan>, se opta por lo más fácil, sin evaluar la alternativa que proponemos sobre la base de la evidencia toponímica recurrente en el área centro-andina peruana. Considérese, por ejemplo, el topónimo <Canta-ni> (Moquegua), que estamos seguros de que debe estar registrado también como <Cantá-n> en algún lugar de la geografía centro-andina o en un documento archivístico por desempolvar, así como <Cota-ni> (Cailloma) tiene su equivalente <Cotá-n> (Bolognesi) o, en fin, <Uyuni> (Potosí) muestra su gemelo <Oyó-n> (Lima).
Postular <Canda>, de manera ligera e irresponsable, como un hápax del cronista de Indias17, por un lado, y <Canchan>, por el otro, como topónimos asimilados por el quechua y, en consecuencia, pasibles de acomodarse a las reglas de la variedad dialectal anfitriona, es postular un quechua inexistente y artificioso que tomaría gratuitamente no solo términos del aimara sino también ciertos sufijos, como el del posesivo -ni o el del ubicativo -y, que postulamos como proveniente ulteriormente de *-wi. Nada de eso, ciertamente, pues lo que nos sirve de sustento para explicar tanto las formas léxicas tomadas del aimara como también algunos sufijos adscribibles a esta lengua18 corresponden al componente toponímico (estudiado en trabajo de campo) atribuible al quechua que, una vez incorporados no solo como radicales autónomos sino también como elementos derivados y compuestos, pasan por la criba de la lengua adoptante, como es natural y universal en casos de contacto idiomático intenso y prolongado, como lo es el del aimara y el quechua. Así es como explicamos no solo la apócope de los sufijos mencionados, pero incluso la sonorización de la oclusiva de <Canta> en <Canda>, fenómeno este último observable también en el caso de <hondoma> "vaño de agua caliente", tomado del aimara por el quechua general compilado por el Nebrija indiano (cfr. Santo Tomás, 1994 [1560], II, p. 294), en el que el adjetivo <hondo>, que especifica al genérico <uma> ‘agua’ (con obligada contracción interléxica del compuesto) es forma sonorizada de /huntu/, a su vez proveniente del AC *hunĉ’u ‘caliente’.
Preguntamos in alta voce, ¿dónde están las supuestas mezcolanzas de idiomas y de cambios fónicos entrevistas por nuestros detractores? Nos inclinamos a pensar -y a nuestro pesar- que todo ello es producto de un conocimiento superficial y deleznable de los procesos de contactos e interinfluencias mutuas de larga duración entre ambos linajes idiomáticos, tal como se viene sosteniendo actualmente de manera consensual en los predios de la lingüística andina y los estudios sobre el contacto de lenguas.
5. El aimara y el quechua en los Andes centro-norteños
Otra crítica sin fundamento serio que se nos hace es sostener la presencia territorial del aimara en la costa norte en tiempos incaicos y coloniales. Esta crítica pinta nuestra trayectoria científica como desconocedora de la distribución topográfica, pasada y presente, de la familia lingüística concernida, no solo desde el punto de vista histórico-lingüístico sino, peor aún, con distracción y desinformación elemental de las fuentes documentales, sean estas indiciarias, demarcativas o propiamente lingüísticas, sin mencionar más específicamente la evidencia onomástica de la región, en este caso toponímica. Y así se nos endilga el entuerto de sostener que tanto los radicales toponímicos atribuidos al aimara, entre ellos el de <Canta> y variantes, así como los sufijos portados por ellos, concretamente en el caso discutido del adjudicativo -ni, habrían sido acuñados por los hablantes de la lengua que, juntamente con los del quechua, echarían mano de ellas al tiempo en que los incas conquistaban los territorios involucrados. De este modo se nos atribuye el desaguisado de que el aimara y el quechua habrían desempeñado un "rol conquistador". Dejando de lado esta lectura errónea de los críticos, no está de más repetir y precisar que no son los idiomas los que ofician de conquistadores, ya que no existen en el vacío, sino más bien son sus hablantes los que los difunden o imponen, cuando no los suplantan.
Ahora bien, en relación con el origen quechumara de <Canta> y sus profusas variantes, registradas en forma aislada (<Canda>, Trujillo), derivada (<Canda-yo> ~ <Canta-yo>, Nazca) y compuesta (<Cancha-jirca>, Bolognesi), como es fácil de ver en los diccionarios geográficos clásicos, en particular para la región centro-norteña peruana, caben dos interpretaciones. La primera consiste en asumir que tales designaciones constituyen nominaciones preincas, producto de la expansión de bilingües llacuaces (parlantes altoandinos de aimara) y huaris (hablantes vallunos de quechua) por la región mencionada: de allí, por ejemplo, dobletes como los de <Canchá-n> (Hualgayoc) y <Cancha-yoc> (Chota), con la misma significación. La segunda explicación asumiría la nominación de los lugares involucrados en la etapa de conquista y expansión de los incas en la segunda mitad del siglo XV, cuya élite gobernante sería no solo bilingüe de aimara-quechua sino también de aimara-puquina, e incluso de quechua-puquina, en estos últimos casos con nombres portadores del sufijo adjudicativo puquina -no ~ -ro, como en <Cota-c-no> /quta-q-no/ (Huánuco) y <Canda-r> ~ <Cancha-r> (Huaraz). Pero no solo serían bilingües o trilingües los dirigentes de la nobleza incaica, con distintos grados de dominio de las lenguas involucradas (quizás con ejercicio pasivo del puquina), sino que también lo eran seguramente las huestes conquistadoras de las jefaturas y reinos confederados, de habla puquina-colla, de la región sureño-altiplánica, incorporados dentro del sistema militar incaico por Tupa Inca Yupanqui y Huaina Cápac, y reclutados para las conquistas y repoblamientos del Chinchaysuyo, como lo prueba la documentación colonial estudiada por Frank Salomon (1980, cap. VI, pp. 237-251) y, especialmente, Waldemar Espinosa Soriano (2003, I, caps.2-3) y Tristan Platt et al. (2006, pp. 25-132) para la región altiplánica de Charcas y Caracara. Lamentablemente, este es el tipo de información que se pasa por alto, minimizando y desfigurando el rol desempeñado por las conquistas incaicas de la región centro-norteña andina y su posterior establecimiento de alianzas matrimoniales con las élites de las etnias locales subyugadas. No está de más enfatizar que tales acuñamientos toponímicos no implican el empleo simultáneo, por parte de los hablantes de aimara o de quechua, de sufijos propios de cada lengua, cosa que tampoco sería inusitado (para el empleo de dobletes de topónimos con -ni y -yuq en Cochabamba y Chuquisaca, véase Cerrón-Palomino, 2008, II-2), sino que el quechua los tomaría, en forma inanalizada (típico en situaciones de contacto), conllevando sufijos ajenos a su morfología, pero ajustándolos a su fonotáctica, según vimos.
Pues bien, creemos que la alternativa planteada en el párrafo precedente no es en manera alguna excluyente y, por el contrario, puede complementarse perfectamente. Así como se da el registro de topónimos asignables al puquina en pleno callejón andino ecuatoriano, como los de <Latacunga> /λata-n kunka/ ‘garganta del cerro’ y <Cota-cache> "cerro alto a manera de torre", es decir una fortaleza junto a una laguna, por citar solo dos ejemplos19, cuánto más lo sería la consignación de nombres de lugar portantes de sufijos ajenos al quechua, sin hablar de radicales compuestos híbridos como los acabados de citar. Ciertamente, como nos lo recordaría Cieza de León, territorios como los del Trujillo actual no habían sido quechuizados del todo (cfr. Cieza 1984 [1553], LXI, p. 192) al sobrevenir la conquista española; pero ello no quita que, en el espacio de media centuria de ocupación más conservadora del lugar, se haya producido una transculturación importante en las sociedades costeñas, tras el sometimiento y quechuización del Chimu-Capac gobernante y sus directos descendientes. Hace falta, en este punto, estudiar más atentamente la documentación archivística de la región (en su versión original manuscrita) para no caer en pronunciamientos ligeros, como lamentablemente se ve en ciertas publicaciones del área, minusvalorando la entronización de los miembros de la nobleza incaica como integrante de las élites gobernantes locales20.
6. Salvataje reduplicativo
Finalmente, en un vano intento por descartar la etimología quechumara que propusimos, y delatando preconcepciones en favor de una filiación quingnam del nombre en debate, que lleva a su forma deturpada escrita de <Chan Chan>, el autor invoca un supuesto rasgo prototípico de dicha lengua, que sería el recurso frecuente a la reduplicación de raíces monosilábicas, visible en los topónimos del antiguo territorio del Chimor, y que se procede a listar. En efecto, aun si tales registros están bien respaldados por una documentación confiable, cosa que solo la indagación archivística podría corroborar, nada de sui géneris tiene la estrategia gramatical aludida en la medida en que el recurso a la reduplicación no le es ajeno ni al aimara ni al quechua, como lo prueban precisamente topónimos como los de <Canta-canta> ~ <Cancha-cancha>, <Cota-cota> ~ <Cocha-co- cha>, <Coto-coto>, etc. Podrá reargüirse que en la reduplicación quingnam es más frecuente la intervención de monosílabos; pero esto tampoco es privativo de la lengua mencionada, pues no es difícil encontrar en el aimara o en el quechua radicales monosilábicos lexicalizados, del tipo /aș-aș/ ‘poquísimo’ y /pi pi/ ‘quiénes’, etc., por no mencionar los onomatopéyicos /llip-llip-ya-/ ‘centellear’, /uk-uk-ya-/ ‘cloquear’, etc. Así, la invocación en favor de la reduplicación quingnam no contribuye a apoyar, menos a sugerir, como se pretende, la supuesta filiación idiomática quingnam de <Canchán>, con escritura arcaizada de <Chanchán>. En suma, el salvataje invocado en favor de una etimología nativista resulta no solo irrelevante sino superflua21.
7. Resumen y conclusiones
Llegados a este punto quisiéramos decir que no encontramos un solo argumento de peso que pueda invalidar nuestro trabajo inicial, que volveríamos a escribir en los mismos términos ya adelantados, de modo que aquí nos limitaremos a enumerar los aspectos más saltantes de nuestra exposición, convencidos de que la etimología propuesta, evaluada objetivamente, y con conocimiento de los temas discutidos, sustenta e ilustra de qué modo la información documental y onomástica sobre la materia, filológica y críticamente examinada, con información diacrónica de las lenguas concernidas, incluidas su dialectología topográfica y sociohistórica, constituyen en conjunto el basamento interdisciplinario e ineludible sobre el que debe elaborarse todo trabajo etimológico serio exigido por la disciplina. Recordemos que todos los puntos listados en la sumilla se nos adjudican gratuitamente, distorsionando los argumentos que entonces aportáramos, eludiendo al mismo tiempo un análisis serio de nuestra propuesta, con razonamientos sustentatorios, con pleno respaldo en los estudios histórico-lingüísticos y filológico-archivísticos, pero sobre todo onomásticos, de la región andina en su conjunto, como lo exige la disciplina etimológica, dimensión consustancial al quehacer de la lingüística diacrónica
Pues bien, en esta sección ofreceremos, a manera de resumen, un conjunto de apreciaciones finales relacionadas con los supuestos argumentos en contra de la propuesta etimológica quechumara de <Chanchán>, o sea /kančáŋ/.
En primer lugar, hay que señalar que los supuestos errores metodológicos que se nos endilgan constituyen un verdadero boomerang, desde el momento en que son nuestros críticos quienes incurren, tanto en trabajos iniciales como en réplicas posteriores, en procedimientos erráticos, claramente ajenos al estudio profesional elemental exigido por la disciplina etimológica, rama sumamente difícil y problemática de la lingüística diacrónica, que requiere entrenamiento serio y paciencia, como lo recalcan etimologistas de la talla de Albert Dauzat (1926), Yakov Malkiel (1968 [1956]; 1993), Kurt Baldinger (1986; 1988), y Juan Antonio Frago (1987; 1992), para citar solo a los más descollantes entre sus practicantes. Muestra patente de ello es la falta de información básica en materia de trabajos previos en el área, no necesariamente sobre el asunto específico tratado aquí, sino sobre temas estrechamente vinculados formalmente con los registros documentales tempranos del nombre etimologizado, que debían haberse examinado cuidadosa y filológicamente, a la luz de los estudios diacrónicos y dialectológicos del aimara y del quechua disponibles. La omisión de una consulta seria de estos materiales es lamentable e irresponsable para un estudioso del área.
De igual modo, resulta evidente, en este punto, la persistencia en sostener la idea preconcebida, metodológicamente forzada, de asumir que el étimo del nombre debía buscarse, no en el aimara ni en el quechua, sino en el mochica o en el quingnam, lenguas de la costa norte. La mejor prueba de ello es que, en Urban (2017) brillan por su ausencia referencias elementales sobre las variantes <Canta> ~ <Canda> ~ <Cancha>, adelantadas ya en Cerrón-Palomino (2008), y solo se recurre a ellas a partir de nuestra propuesta posterior, como puede constatarse en sus referencias bibliográficas y en la consiguiente réplica suscitada. Así, en relación con las recomendaciones metodológicas que se nos hacen, nada mejor que recordar el dictum latino de ¡Medico, cura te ipsum!
En segundo lugar, algo que se nos atribuye también, y de manera recurrente, es cierta aparente falta de explicitez en nuestros planteamientos en favor del origen quechumara de <Chanchán>. La verdad es que extraña semejante observación en quienes se reclaman especialistas en lenguas andinas, ya que los argumentos elaborados en la etimología que proponemos se basan en conceptos y presupuestos ampliamente familiares y conocidos en el predio académico de los especialistas de larga data. No era necesario, pues, redundar en explicaciones, si bien necesarias para el lego o el principiante (y accesible en otros escritos publicados), mas no así en una publicación dirigida a los especialistas en temas andinos.
En tercera instancia, resulta curioso, por decir lo menos, adoptar una posición neutral y "conservativa" -invocando un non licet "sensato"-, como procedimiento de "circunspección en la práctica etimológica", mientras se rechaza categóricamente una etimología filológica y diacrónicamente obvia como la que proponemos, sin proceder a proponer a cambio una alternativa interpretativa sólidamente fundada, ahondando la investigación documental, pero sobre todo archivística, en busca de registros tempranos sobre la materia, ya sea para falsificarla o verificarla empíricamente, en lugar de contentarse únicamente con versiones documentales tardías, de poca fiabilidad y escrutinio, así como huérfanas de todo tratamiento filológico.
En cuarto término, y entrando en asuntos más específicos, en la presente exposición creemos haber sustentado, de manera más elaborada en unos casos y de modo más preciso en otros, los siguientes puntos: (a) la etimología de <Chanchán>, que postula el radical *kanĉa, que glosamos como ‘recinto, aposento’, y no con el anacrónico "corral", compartido por ambas protolenguas; (b) su ingreso al quechua en la forma derivada aimara de *kanta-ni ‘(lugar) con recintos’, alternando con la versión quechua <Canda(-n)> ~ <Canchá-n>, en ambos casos una designación toponímica, con síncopa vocálica final, que no es regla aimara como parecen malentender nuestros objetantes, sino quechua; (c) queda demostrado que el empleo nada inusitado, sino frecuente, del dígrafo culto <ch> con valor de /k, q/ en la documentación onomástica colonial (antropónimos, etnotopónimos, e incluso nombres institucionales), y su falsa lectura como /č/, según se vio en un registro como <Chanchan>, se debió simplemente a la suplantación del quechua y la entronización del castellano como lengua dominante en la región, del mismo modo en que el topónimo sechurano <Sekura> se comenzó a pronunciar como /sechura/; (d) queda igualmente aclarado que <Canda> no es sino variante de <Canta>, con sonorización propia de la lengua general, que solo el desconocimiento de la historia de las lenguas involucradas puede hacerla disociar de <Canchan>, provenientes del étimo postulado, y sus reflejos en forma, ortografía, y significado; y (e) finalmente, el estudio de la toponimia de la costa y sierra norte peruanas no puede ignorar la presencia del aimara y del quechua, e incluso del puquina, como fuente de nominaciones en labios de bilingües y trilingües, activos o pasivos, no solo en los procesos de conquista y expansión de los pueblos de la región por parte de los incas, sino también de contactos preincaicos apenas entrevistos a través del registro toponímico, lo cual no implica necesariamente que el aimara, y mu- cho menos el puquina, se hayan hablado en la zona mencionada.
Por último, en quinto lugar, debemos señalar que la investigación toponímica requiere, en la práctica profesional, de serenidad y objetividad en la formulación de hipótesis, de aprendizaje, de constante revisión y rectificación de errores, pues nunca estará dicha la última palabra, aunque ciertamente de las posibles alternativas etimológicas postuladas habrá que elegir aquella que muestra mayor robustez documental y empírica, especialmente archivística, dando cuenta y razón del material filológico-lingüístico analizado, como nos lo recuerda insistentemente Baldinger (1988, nota 15) al tratar sobre el tema en su conocido trabajo sobre el "esplendor y miseria" de la disciplina filológica. Nada conseguimos, ciertamente, con actitudes rayanas en la ofuscación y la terquedad, por no decir majadería.
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Notas
1Notemos, incidentalmente, que en glosas como la ofrecida, la ausencia de marca de plural tanto en aimara como en quechua no implica necesariamente singularidad; de allí que la marca de plural castellana aparezca entre paréntesis.
2Un compuesto, que parece evidenciar precisamente la presencia aimara prequechua en plena costa sureña de Lima, en Mala, concretamente en el pueblo de Calango, tal como lo refiere Antonio de la Calancha (1974 [1638], II, III, p. 742), es el de <Lantacaura>, que aludía a una piedra venerada por los lugareños, y que ni Torero (2002, cap. 3, § 3.6.5, p. 128), ni mucho menos Urban (2021, p. 20), pudieron interpretar, con ser obvia la deturpación de <Cantacaura> /kanta qawra/ ‘llama de corral’. Para su restitución bastaba conocer un poco de dialectología aimara y tener familiaridad con la lectura directa de las crónicas existentes. Lamentablemente existen hasta ahora versiones cronísticas plagadas de paleografiados erráticos, al haber sido editadas por gente profana en lingüística andina.
3Sufijos que recurren con el radical kanča, aparte de -n, son el adjetivador -ş, muy productivo aún en el quechua central (<Cancha-s>, en Huari y en Dos de Mayo, por ejemplo), el nominalizador -nqa (<Cancha-nca>, en Chumbivilcas; pero también <Cancha-na> en Cotahuasi, con el sufijo ya aligerado), y el alomorfo de genitivo -p (como en <Cancha-p>, en Huaraz).
4Notemos, de paso, que el registro de <Cancha> y sus derivados y compuestos se debe también a la forma en que los topónimos han sido castellanizados, de modo que se da el caso de que incluso en zonas en las que se mantiene la forma originaria, el registro oficial del nombre porte una <ch> en lugar de la africada retrofleja /ĉ/, por obvias razones de notación castellana. Así aparece, por ejemplo, el topónimo <Chaupi-cerco> ‘cerco del centro’ en los documentos notariales, mientras que en el habla huanca, aún corriente en labios de los lugareños de mayor edad, el topónimo se pronuncia [ĉawpi-sirku].
5Preferimos hablar de nuestros objetantes en plural para referirnos no solo a Urban, por su réplica mencionada (2022), sino también a los evaluadores del artículo, quienes escudados en el anonimato suscribieron tácitamente las observaciones infundadas del investigador tedesco, y sin al menos sugerirle bajar el tono irrespetuoso de su estilo, propio de alguien que presume, muy lejos de toda modestia, autoridad en la materia, haciéndole un evidente disfavor.
6Notemos, de paso, a manera de primicia, que en esta raíz puede estar la etimología del nombre <cantaray>, que analizamos como /kanta-ra-wi/ ‘lugar donde se almacena chicha’, actividad esta última propia del mes de octubre en los preparativos de las festividades incaicas (cfr.Molina, 2021 [1570], Apéndice 1). Formalmente, como veremos, la postulación del étimo del nombre institucional se corresponde morfoléxicamente con el nombre del actual distrito tacneño de <Candarave>: una evidencia más de la actuación de las reglas que venimos discutiendo.
7En el siglo XVI el término "corral", que en principio hacía alusión a todo cercado descubierto al aire libre, tenía dos acepciones: la primera aludía a un cerco en el que se encerraban a los animales domésticos (de allí la expresión "aves de corral", por ejemplo); la segunda, hacía referencia a un recinto en el que se presentaban dramas o comedias teatrales (cfr. RAE, 1984 [1726]). Modernamente solo ha prevalecido la primera acepción.
8Regla muy antigua, que persistirá en el quechua cuzqueño, y que debe postularse para el PA, en vista de su operación tanto en raíces compartidas con el quechua (por ejemplo, en taypi< *ĉaw-pi ‘centro’) como en voces propias de la protolengua (así, en tayka< tawka <*ĉakwa ‘señora’).
9Lo propio puede decirse del nombre del <Huatanay> incaico del Cuzco, confluencia de los dos ríos que atravesaban y rezumaban la ciudad, y cuya versión quechumara, claramente predecesora de la forma quechua moderna, con implicancias cronológicas muy importantes, tal como se desprende de la aplicación de las reglas mencionadas, era <Huatanaui>, según dato proporcionado por Bertonio (1984 [1612], II, 153: <Huatanaui> /wata-na-wi/ "Aluañal donde se recoge toda la inmundicia").
10Ocioso es recordar, aunque quizás no tanto para nuestros objetantes, quienes reclaman mayor explicitez sobre temas harto conocidos por los colegas andinistas, que los tres sufijos homófonos del quechua, -y ‘primera persona’, de la variedad sureña, -y ‘infinitivo’ y -y ‘imperativo de segunda persona’, del quechua en su conjunto, nada tienen que ver aquí, aparte de que, cuando integran elementos flexionados, o derivado en el caso del segundo, forman expresiones que se ajustan al acento penúltimo de la lengua. No así, sin embargo, en la marca de primera persona actora-posesora del dialecto de Pacaraos, en el que se tienen, por ejemplo, /muná-y/ ‘quiero’ y /hará-y/ ‘mi maíz’ (cfr. Adelaar, 1987, §§ 7.2, 8.2.1, respectivamente), donde, según nuestra postulación para el PQ, reconstruimos el protosufijo*-ya como la marca isomórfica posesora-actora, con apócope vocálica y morfologización del acento agudo (cfr. Cerrón-Palomino, 1979). La regla de apócope ha probado ser, pues, persistente en la familia lingüística quechua. De paso sea dicho, últimamente Paul Heggarty, quien no trabaja en cuestiones toponímicas, también parece mostrar su escepticismo respecto de la operación de esta regla aplicada en los topónimos aimaras acomodados al quechua (cfr. Heggarty, 2023, p. 44). El desafío para los colegas del área interesados es que ofrezcan otra alternativa de interpretación del fenómeno postulado, que sea empíricamente plausible, como la que presentamos; de ser así, estaríamos llanos a rectificarnos, como siempre lo hacemos en buena lid académica (recordando la vieja conseja de Malkiel).
11La entidad mencionada recomendaba, para evitar ambigüedades, emplear, para la lectura de /k/, el acento circunflejo colocado sobre la vocal inmediatamente precedida por <ch>, como en <chȃridad> (cfr. RAE, 2014 [1741], pp. 164-165). Esta recomendación no parece haberse tomado en cuenta en los escritos coloniales que conocemos, mayormente éditos, pero que no debe sorprender hallarla en otros textos y manuscritos que aguardan su consulta.
12El antropónimo <Lluchi Impangi> (sic) y los topónimos <Ayarmacha> y <Xachixaguana> han sido tomados de los manuscritos del obispo de Chiapas por Román y Zamora (1897 [1569], Tomo II, cap. XI, pp. 11, 12, 13, respectivamente), fuente de la que abrevó para la elaboración de su crónica, según lo señala Franklin Pease (1995, p. 382). De paso, interpretamos <Ayarmacha> como /ayar wak’a/ apoyados en la regla diagnóstica aimara */w/ > /m/, ya postulada por nosotros en escritos anteriores, que afecta por igual a los préstamos tomados del quechua, como puede verse no solo en el léxico común (por ejemplo, *warmi> marmi ‘mujer’, *millwa> millma ‘lana’, etc.), en el institucional (como en <Macasayba> <*wak’a saywa, el segundo santuario del segundo ceque del Chinchaysuyo), sino incluso en los antropónimos de la nobleza incaica (así, <Mayta Capac> <*Wayta Qhapaq, <Mascara> <Waskar). Incidentalmente, además, complace constatar la lectura que hace Carlos Araníbar del nombre <Ayarmacha> como <Ayarmaca> (donde lo que interesa ver es cómo interpreta el maestro el dígrafo <ch>), en la entrada correspondiente a Chuqui Chiquia Ilpay (cfr.Araníbar, 1995, p. 223), una verdadera excepción entre los historiadores del mundo prehispánico andino por su asombrosa versación filológica.
13Se trata del testamento de don Pedro de Córdova, Maestre de Campo, descendiente del curaca huanca don Gerónimo Guacrapaucar.
14Agradezco a Sergio Cangahuala Castro por haber llamado mi atención sobre este valioso documento, tan rico y esclarecedor en informaciones sobre la religiosidad incaica, en la versión paleografiada por él, que tiene preparada para su edición y publicación. Sobre el mismo, véase ahora Lamana (2023), quien se adelantó en la edición del manuscrito, en la que, sin embargo, como era de esperarse, no se advierte ni menos interpreta el empleo culto del dígrafo <ch> en los términos señalados (cfr. fols, 251r y 252r, respectivamente). De paso, debo mencionar que, para el presente trabajo, como para otros muchos anteriores, la ayuda de Sergio, en materia de información archivística, ha sido permanente e invalorable.
15Por lo demás, sostener rotundamente, como se hace en la publicación mencionada, que el AS desconoce por completo la sonorización de oclusivas trasnasales es estar clamorosamente desinformado de la dialectología de la variedad mencionada, pues basta enterarse de que el fenómeno se da, y no solo opcionalmente, en las hablas australes de Tacna (Sitajara) y Bolivia (Calacala y Salinas Garci de Mendoza), como lo describe e ilustra detalladamente Briggs (1993, § 3-3.2.1.3.3). Incidentalmente, si bien el topónimo <Canda-ra-ve> se localiza en Tacna, no creemos que la sonorización que registra se deba a la regla local mencionada, sino, más bien, a la pronunciación chinchaysuya propalada por la "lengua general", como ocurre en todos los topónimos que muestran el fenómeno mencionado.
16Véase ahora el estudio específico y minucioso de la suerte de la consonante africada retroflexa en los dialectos del quechua central emprendido por Abanto Valverde (2015a; 2015b).
17Antonello Gerbi nos recuerda que el cronista Oviedo tenía especial escrupulosidad en el registro de topónimos y de la onomástica indiana en general (cfr.Gerbi, 1978, cap. V, § 18), de manera que no puede tratársele a la ligera.
18Hablando de sufijos ajenos al quechua y de la síncopa de que son objeto en la toponimia atribuible a esta lengua, tenemos el topónimo <Canda-r> (Huaraz), cuya <-r> final ya quisiéramos que nuestros colegas toponimistas incrédulos identificaran. Descartado el quechua (pues no calificaría, por ejemplo, el subordinador -r de la rama central), podría pensarse en el agentivo -ri del aimara, pero este reclama una base verbal, y <canda> no lo es; mucho menos plausible para un topónimo sería proponer una marca de caso, como el direccional -ru de esta lengua. ¿Habrá que adoptar una postura "conservativa" al respecto, y simplemente abstenerse de pronunciarse? Actitudes como esta, valgan verdades, no nos parecen académicamente responsables, ya que delatan actitudes propias de la vaca ahíta ante el desconocimiento de la prehistoria lingüística andina. Y conste que no estamos hablando de un caso único como el ilustrado, ni mucho menos para la zona centro-andina, pues hay que etimologizar también <Huaca-r> (Huánuco), por citar solo un par de ejemplos. De nuestra parte, estamos convencidos, para escándalo de algunos de nuestros colegas, que dicho terminal no es sino el sufijo puquina -ro, apocopado, variante de -no, equivalente del adjudicativo -ni aimara y del -yuq del quechua. De manera que los topónimos mencionados pueden glosarse naturalmente como ‘(lugar) con cerco(s)’ y ‘(lugar) con un santuario’, respectivamente. Para la regla de apócope del morfema puquina en los topónimos incorporados por el quechua, así como para la de algunos de los sufijos mencionados previamente, véase Cerrón-Palomino (2020a, § 7.1). En un trabajo en preparación (cfr.Cerrón-Palomino, 2024) ofreceremos un conjunto de reglas fonológicas propias del puquina, del aimara y del quechua que permiten identificar los procesos de adaptación que operan, de manera pluridireccional, en los préstamos entre tales lenguas.
19De las alternativas de interpretación del nombre actual de <Latacunga> que Estupiñán Viteri examina en trabajo reciente (cfr. Estupiñán, 2018, p. 68 ss.), nos quedamos con la que ofrece Coleti (1771, pp. 150-151), en la forma de <Llatancunga>, citado por la autora, pero al mismo tiempo rechazada, sin base filológico-lingüística, prefiriendo la lectura quechuizada a fortiori de <Llajta> para el primer elemento del compuesto (y, naturalmente, sin explicar la -n sobrante, que no es adventicia) y que, obviamente, en lugar de aclarar, oscurece el mensaje prístino del topónimo. El segundo topónimo lo tomamos de las Relaciones Geográficas de Indias, concretamente de la "Relación y descripción de los pueblos del partido de Otavalo" de Sancho de Paz Ponce de León (1965 [1582], p. 236).
20Dice el soldado cronista, refiriéndose al valle de Trujillo: "Como los Ingas reyes del Cuzco se hizieron señores de estos llanos, tuvieron en mucha estimación a este valle de Chimo: y mandaron hacer en él grandes aposentos y casas de placer" (cfr. Cieza, 1984 [1553], LXVIII, p. 207).
21A propósito de reduplicaciones, pero esta vez sugerida para el mochica, es la etimología pseudoerudita postulada para el nombre por el arqueólogo Luis Lumbreras en su "Presentación" del volumen colectivo sobre <Chan Chan> [sic] recientemente editado por Rengifo (2020, p. 9). Dice allí el mencionado arqueólogo sanmarquino que la ciudadela moche significa "muchas casas", y ello porque el nombre sería reduplicación de <an> ‘casa’ en mochica, de manera que su repetición estaría explicando la pluralidad del referente. Como es de uso entre los etimologistas aficionados, la propuesta etimológica, formulada en términos apodícticos, resulta antojadiza tanto por su filiación idiomática cuanto por su motivación, dejando en el aire, para remate, la consonante inicial <ch>, que ciertamente no podría ser un "prefijo", ya que la lengua mochica no admitía dicho recurso morfológico.
Recibido: 26.12.23; Revisado: 24.01.24; Aprobado: 26.02.24