1. Introducción
La interpretación de la obra de Juan Ramón Jiménez se ha centrado especialmente en la dimensión propiamente poética de la misma y ha dejado en un segundo plano su dimensión política, ética y social. Frente a tal relegación, en este artículo pretendemos tratar adecuadamente dicho apartado político y ético de la obra juanramoniana. El problema fundamental con que nos encontramos al acometer esta investigación es enfrentarnos a la riqueza, variedad y desorden con que el propio Juan Ramón presenta estos temas a lo largo de su obra. En este trabajo vamos a articular todo el pensamiento político y ético de Juan Ramón, verdadero fundamento a su vez de toda comprensión de la sociedad. Primero, anudando los distintos aspectos temáticos alrededor de dos categorías que estimamos centrales: aristocracia de intemperie, por una parte, y vocación, por otra. Y segundo, desembocando en una comprensión del ser humano como ser que tiene raíces y que, por tanto, solo puede realizarse en comunión con su paisaje natural y su pueblo. Desde este esquema articulador de su pensamiento ético y político, Juan Ramón presenta, por un lado, una comprensión propia de los conceptos de democracia, comunismo y de individualidad; por otro, desde las ideas de lo popular y de naturaleza, una crítica de la sociedad moderna basada en la máquina y el progreso.
2. La poesía es actividad ética y política
El propio Juan Ramón confesó que lo que más le gustaba era "mirar y ver" (Jiménez, 2011 [1915-1920], p. 110). Dado que, según él, "la poesía significa contemplación y creación" (Jiménez, 1982 [1943], p. 485), y que, por tanto, "el verdadero poeta es contemplador y creador" (Jiménez, 1998 [1920-1950], p. 116); Juan Ramón, en tanto amante de la contemplación, es poeta. Pero la poesía no es solo visión. También es racionalidad práctica, o sea, que la ética y la política forman parte asimismo de la poesía. La actividad poética es contemplativa, teórica, pero también es práctica. Consciente de ello, los aspectos sociales, políticos y éticos son una parte esencial de la poética juanramoniana. Más allá de su comprensión de la poesía como visión, Juan Ramón deposita en la palabra poética el poder para reformar y mejorar a las personas: "Confío más en mi poesía, para ayudar a los hombres a ser mejores y ponerlos en paz" (Jiménez, 1990 [1909-1919], p. 93). La poesía juanramoniana no solo se autocomprende como iluminación y creación de un orbe de belleza, sino que espera que esa actividad "redima a los seres humanos y los haga mejores" (Juliá, 2010, p. 105). No es un objetivo cualquiera del trabajo poético. La visión de lo bello en el fondo solo puede ser un fin en sí mismo si esa actividad, a su vez, nos mejora como humanos. Por tanto, "la función principal de la poesía es transformarnos" (López Castro, 2007, p. 34).
Sin duda, su poesía contiene una política (poética), de manera que podemos afirmar que Juan Ramón piensa también políticamente con su poesía. Ahora bien, no debemos entender su poesía como si fuera simple transmisión de una ideología política, como si estuviera al servicio de un determinado interés político. En tal sentido, no es política su poesía. Juan Ramón concibe la poesía como "el fin de la vida que no puede convertirse en un medio" (Jiménez, 1982 [1936], p. 20). Hacer de la poesía un útil al servicio de un mensaje político es acabar con ella, despoetizarla, porque la poesía "no vale como programa" político, "tiene que ser pura y libre; no puede presometerse a ideas" (Jiménez, 2010 [1953], p. 111). La poesía no debe supeditarse a proyectos políticos concretos. La autonomía poética quedaría quebrada. El valor poético es independiente y no puede someterse a consideraciones éticas o políticas. Pero, como advertimos anteriormente, la poesía de Juan Ramón contiene una ética y una política. Su actitud social, política y ética responde a su propia poética. Juan Ramón comprende la poesía como una manera de vivir, un modo de estar en el mundo. No es una operación que existe fuera de la vida, sino que equivale a su propio ser existente: "¡Cómo soy yo mi obra!" (Jiménez, 1990 [1929-1936], p. 443). La poesía para Juan Ramón, además de darle razón y sentido a su existencia, es su propio ser (Gullón, 1960, p. 185). Su vida es poetizar. Ello significa que no es que Juan Ramón, por una parte, viva, y además, por otra, haga poesía en su vida, como hace otras cosas, sino que lo que realmente ocurre es que su existencia está organizada desde su ser poeta. Esta existencia poética explica el estatus de su ética/política. Lejos de subordinarse a un programa político, su poesía, producto de un poeta que existe como poeta, implica una ética y una política. La política juanramoniana no se reduce a justificar y propagar una cierta idea política. Juan Ramón confiesa que "soy un hombre libre [...] nunca he querido encadenarme a ningún partido político" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 536). Por eso, es reacio a cualquier sumisión política. Su política es la que surge de un poeta que vive en libertad en la ciudad:
Yo no puedo ser un propagandista, porque no me satisface ninguna forma política de las que conozco: no soy anarquista, ni stalinista, ni monárquico, ni fascista, ni republicano, ni nazista, ni socialista, ni franquista; soy un político, quiero decir un hombre de la poli, la ciudad, y un escritor libre. (Jiménez, 1982 [1938], p. 18)
A pesar de que ser político significa simplemente ser "hombre de sociedad" y ser poeta es ser "hombre de soledad", para Juan Ramón, en el fondo, "la soledad y la sociedad son vasos comunicantes" (Jiménez, 1961 [1953], p. 246). No debemos entender a Juan Ramón como un poeta que, aparte de hacer poesía, hace política, como si fueran dos actividades distintas y separadas. Tampoco es un poeta que usa la poesía para exponer y difundir política. Juan Ramón es un poeta que hace de su poesía una política, de modo que su política es poética. Lo que hace posible esta política poética es el hecho de que la poesía es ya ella misma praxis, una actividad ético-política. Por ello, no es necesario que el poeta, es decir, el que "ama la belleza y por tanto la justicia", abandone la poesía para hacer política, pues "todo poeta es un removedor social" (Jiménez, 1982 [1950], p. 450). Hacer poesía es ya practicar la revolución, ya que ser poeta significa buscar y crear lo más elevado, lo transformador, la belleza y la justicia, y, al hacerlo, se rebela y se revuelve contra lo empequeñecedor, lo feo y lo injusto que hay en la sociedad y en el ser humano. Esto quiere decir que no solo la poesía es ya política, sino que, como tal poesía, es irremediablemente acción ético-política. Y, al contrario, cuando el poeta renuncia a sus valores poéticos, y deja de ser libre, justo e independiente para rendirse a programas políticos, entonces deja de ser poeta y su poesía pierde toda su potencia práctica ética y política. Ya que la propia poesía como tal es lo que nos salva de la fealdad e injusticia mundanas, no puede sorprender entonces que la trascendencia ético-política de la poesía dependa del hecho de que, en un primer movimiento, se olvide del mundo, sea poesía pura y sirva fielmente a la belleza como valor supremo, para luego volver al mundo en el que nace: "La vocación poética no puede alterarse por nada que ocurra en este mundo que vivimos, puesto que ella es un gran remedio" (Jiménez, 1961 [1953], p. 246). Aparte de esta política que es la poesía como tal, la política como administración está subordinada a la cultura del espíritu en general y, especialmente, a la poesía, en tanto que son actividades de desvelamiento de verdades esenciales que escapan al entendimiento político y que, particularmente sin la poesía, serían ignoradas. Tras esa operación poética de descubrimiento de planos ocultos de la realidad, actúa la política para administrar esas nuevas parcelas del ser manifestadas poéticamente: "El poeta y sus equivalentes dan la parte misteriosa que ha de ser lealmente administrada por el político" (Jiménez, 1982 [1933], p. 16).
3. El yo mejor como destino vocacional
La ética y la política de Juan Ramón -y por tanto su concepción básica de la sociedad- se articulan alrededor del concepto de vocación, el yo verdadero: "El problema social más importante del hombre es el problema de la vocación" (Jiménez, 2011 [19361953], p. 204). La idea juanramoniana de vocación, ontológicamente entendida, supone una tensión entre el yo fáctico, lo que es el yo de hecho, y el yo de la vocación, el yo perfecto, el yo ideal o mejor, que no es y tiene que ser: "Ser el hombre mejor, el total aristo es el fin de cada hombre" (Jiménez, 1982 [1954a], p. 404). El ideal que es el yo de la vocación está como en potencia en el yo fáctico, pues realmente no es si no él mismo perfeccionado: "Ya soy lo que me está esperando" (Jiménez, 1976 [1907-1910], p. 74). Soy como virtualidad el yo vocacional o ideal que es mi destino y que espera ser ejecutado. El yo vocacional está latente en el yo fáctico como un destino que le llama a realizar su posible plenitud, pero cuyo cumplimiento depende de la libertad, por lo que puede no efectuarse y quedar nonato. Esta tesis está directamente conectada con la idea de vocación de Ortega y Gasset como aquello que cada uno está llamado a ser (2008 [1930], p. 437 ss). Por eso, el destino de cada uno fáctico es uno mismo vocacional: "Mi destino soy yo y nada y nadie más que yo", de manera que "en el principio fue el destino" (Jiménez, 2007 [1941-1954], p. 124). Para Juan Ramón, en consecuencia, lo ideal está en nosotros, en el mundo, no es trascendente, y está compuesto por una sustancia sutil, como una luminiscencia a la que constantemente aspiramos: "El ideal no existe, por tanto, sino a nuestro lado, a nuestro dentro; no puede existir como un bloque de piedra, idealistas estatuarios, sino como una siempre transparente hoguera que corre delante de nosotros" (Jiménez, 1982 [1948a], p. 163). A pesar de ser una voz interior, el yo ideal que somos no se nos da sin más. Hay que buscarlo: "Hay que encontrar el ideal" (Jiménez, 2007 [1941-1954], p. 112). Al poeta moderno, según Stierle, solo le queda su propio yo interior, de modo que su poesía se lanza a la "búsqueda de su propia identidad" (1999, p. 224), con la esperanza de restablecer a partir de ella su relación con el perdido absoluto romántico. Juan Ramón reconoce que no resulta fácil conocer nuestra vocación y que no está al alcance de todos, porque es ardua la tarea de reducirnos a nuestro yo más puro y originario: "Todos los hombres llevan dentro un ideal en inmanencia, pero no todos pueden encontrar el camino de su vocación de manera clarividente", pues "el problema está en descubrirnos a nosotros mismos nuestra fuente interior, el manadero propio" (Jiménez, 1982 [1954b], pp. 191, 194). Teniendo presente el conocido dictum agustiniano1, Juan Ramón sostiene que en la intimidad última del yo ya no está Dios, sino nuestra verdad personal como in-vocación a realizarla. El ideal, el yo mejor de la vocación, no está fuera de nosotros ni del mundo. Más bien, "está escondido en cada uno", y "empieza y acaba en nosotros mismos" (Sánchez Barbudo, 1981, p. 128). Juan Ramón oyó la voz de su yo interior, y por eso se define como "un escritor de vocación" (1982 [1942-1945], p. 431).
Afirmar que la idea de vocación o destino es pieza angular de la ética y la política juanramonianas equivale a afirmar que la categoría principal de este ámbito ético/político es llegar a ser de hecho lo que se es como vocación, destino o proyecto, es decir, autorrealizarse: "No se es más ni menos. Se es o no se es" (Jiménez, 2011 [1915-1920], p. 69). El yo ideal o vocacional, la perfección de uno mismo, siempre está por hacer2. El destino de ser uno mismo es un quehacer: "¡No corras, ve despacio, / que adonde tienes que ir es a ti solo!" (Jiménez, 1982 [1916], p. 76). Juan Ramón encuentra una inadecuación entre el yo fáctico, el que somos, y el posible yo ideal que tenemos que realizar. Es muy difícil estar a la altura de la verdad de uno mismo: "Todos los días yo soy / yo, pero ¡qué pocos días / yo soy yo!" (Jiménez, 1982 [1916], p. 85). La vida según Juan Ramón consiste en un conflicto entre el yo efectivo y el yo ideal de la vocación: "¡Qué lucha en mí entre mi bueno y mi mejor!" (Jiménez, 1990 [1919-1929], p. 189). Si Juan Ramón está cansado con su nombre -"No creo que haya nadie más cansado de su nombre que yo" (Jiménez, 1990 [19361949], p. 573)-, se debe a que está insatisfecho con su yo fáctico y a que aspira a ser otro, su yo vocacional. Por eso emplea tantos nombres para llamarse3, por el descontento que experimenta ante él mismo, lejos siempre de su propio ser ideal. Juan Ramón persigue su verdadero ser y por eso cambia constantemente de nombres: "No soy nadie y me estoy buscando. He intentado siempre formarme, buscándome sin mi nombre" (Jiménez, 2010 [1942a], p. 31). Ahora bien, confiesa, como "ninguno me satisfacía, me quedo con el que me han puesto: Juan Ramón" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 640 ss). Pero su yo mejor, su vocación, su verdadero yo, supera todos sus nombres.
4. La poesía como ámbito de autorrealización
El sentido de la existencia humana según Juan Ramón es tener un ideal y perseguirlo: "Encontrar un ideal, estar de acuerdo con él y seguirlo es el fin verdadero de la vida. Felices todos los que lo encuentran" (Jiménez, 1973 [1945], p. 170). Esta es la misión que justifica una vida. Ser feliz no es asunto solo psicológico, sino principalmente ontológico. La felicidad reside en la culminación de aquella tarea, en llegar a ser lo que vocacionalmente somos. La autorrealización, el cumplimiento de nuestro destino vocacional, es la meta ideal que justifica y da sentido a la vida humana, la cual, liberada de esa misión, permanecería perdida, vana y trivial: "No sé de dónde soy, ni dónde vivo, ni lo que me corresponde hacer, ni sé tampoco para qué estoy aquí con usted" (Jiménez, 1960 [1922-1924], p. 107). La misión de hacerse a sí mismo y responder a la voz del destino vocacional es la única actividad que llena y da sentido a la existencia. No obstante, Juan Ramón advierte del peligro de que en "tiempos angustiosos" como los suyos -y los nuestros- "ideales provisionales pueden suplir estos ideales vocativos necesarios" (Jiménez, 1982 [1954b], p. 191). Este es el imperativo ético juanramoniano, llegar a ser uno mismo, pero no como un deber cumplido sin entusiasmo y que nos obliga a estar descontentos, sino realizado con alegría: "No hay más deber que la vocación realizada con entera voluntad, ni obra más alta que la cumplida con deleite" (Jiménez, 1982 [1933], p. 16). Esta es la esencial misión planteada a la existencia humana. De ahí que "el mayor crimen del mundo es deformar una vocación" (Jiménez, 1987 [1933], p. 215). Sería traicionarse a sí mismo. Ha sido en Unamuno donde Juan Ramón ha aprendido que el "fin de la vida es hacerse un alma" (Unamuno, 1999, p. 314). También en Unamuno ha podido reconocer que, por insignificante que sea el yo personal, es todo para cada uno, y por eso lo peor, la falta ética y ontológica por excelencia, es "querer ser otro, querer dejar de ser uno el que es" (Unamuno, 1980, pp. 32, 34), es decir, desoír y desobedecer la llamada del yo mismo de la vocación. Juan Ramón, en cambio, volcado en la tarea de realización del sí mismo vocacional, confiesa que "nunca he sentido deseos de ser otro que yo" (Jiménez, 1975 [1923], p. 165). El delito esencial que puede cometer una persona es no querer ser uno mismo, traicionar el yo verdadero al que está destinado.
Autorrealizarse es la misión a que está llamada toda vida, individual o social, verificar el sí mismo o vocación que es su destino. La creación poética es la vocación de Juan Ramón y el lugar donde se construye. La poesía es ámbito de autorrealización. Su tarea vital es, confiesa, "crearse en la obra. Todo para la obra propia" (Jiménez, 1998 [1920-1950], p. 83) 4. La obra de Juan Ramón está al servicio de su propia autorrealización: "Yo escribo siempre para encontrarme a mí mismo y en mí mismo" (Jiménez, 1982 [1948b], p. 467). El poeta se hace en su propia obra. Javier Blasco afirma que autorrealizarse, llegar a ser el yo único y personal que cada uno está destinado a ser, es "el imperativo ineludible" que Juan Ramón plantea a cada persona (1990, p. 19). Juan Ramón responde a ese imperativo con su propia obra, que es el lugar en que se autorrealiza. El origen de la actividad poética juanramoniana es ético/existencial: "La poesía nace en Juan Ramón como una exigencia de perfección y de completamiento" (Blasco, 1981, p. 217). Para Juan Ramón, hacer poesía es "una forma de trabajar en la construcción del yo" (Blasco, 2008, p. 9). Decir que Juan Ramón realiza su yo en su propia obra equivale a decir que la actividad estética es realmente tarea ética (véase Blasco, 1981, p. 211). Lo estético, lo poético, lo político y lo ético están indisolublemente unidos en la obra y la vida de Juan Ramón. La poesía juanramoniana es, en cierto modo, más que poesía, más que el arte de la palabra, es "un camino espiritual, como una vía de salvación que elevará al yo por encima de sí mismo" (Jensen, 2012, p. 223). En la poesía, el poeta supera su realidad individual y concreta para cumplir su vocación. De aquí deducimos el sentido político de la poesía como actividad que mejora a los humanos, pues la poesía contribuye a la evolución de cualquier persona, incluido el autor poético, hacia su auténtico e ideal yo (véase Blasco, 1981, p. 215).
5. Política de la aristocracia
El fin de cada ser humano es realizar su yo ideal, su mejor yo, o sea, su aristo. Juan Ramón confirma que la meta de los seres humanos es "la suma aristocracia total: moral y física" (Jiménez, 1975 [1942], p. 205). La noción de aristocracia, unida a la de vocación, representa otra categoría esencial de la ético-política juanramoniana. Existir humanamente consiste de verdad en comprometerse con la ejecución de la vocación personal, o sea, en cumplir el destino de cada uno. Esto es ser un aristócrata, vivir entregado a la ejecución de nuestro yo auténtico, es decir, "el cultivo profundo del ser interior" (Jiménez, 1982 [1941], p. 60). La aristocracia representa para Juan Ramón lo esencial de la verdadera existencia humana, "el ansia de lo mejor" (Jiménez, 1982 [1941], p. 72). El principio motor de una vida humana es la constante mejoría, es decir, un progreso hacia la vocación, hacia el sí mismo: "El hombre debe llegar a ser mejor y a lo mejor por un cultivo de sí mismo hasta llegar a la mayor sencillez física y a su mayor riqueza ideal y espiritual" (Jiménez, 1975 [1942], p. 205). Así entendida, la aristocracia es el proyecto ético-político de Juan Ramón. El imperativo de perfección moral nos exige autorrealizarnos, llegar a ser nosotros mismos. Existir éticamente consiste en seguir el ideal de la propia perfección. Existir así es una existencia aristocrática. Jesucristo es el arquetipo juanramoniano de aristocracia, ya que, asumido el "terrible y solitario martirio por el ideal [...] da ejemplo sublime del triunfo de lo mejor del hombre", de manera que con él "empieza la verdadera aristocracia" (Jiménez, 1990 [1909-1919], p. 156). El propio Juan Ramón se presenta como poeta vocacional, esto es, como alguien que tiene entregada su existencia totalmente a la poesía, como alguien que vive para la poesía: "Yo quiero subordinar el hombre a la poesía, vivo por la poesía" (en Guerrero, 1998, p. 29). Juan Ramón vive para la poesía y gracias a la poesía. Solo así, como poeta, vive realmente y solo así puede ser verdaderamente poeta.
Cuando uno pone su vida a la carta de ser uno mismo entonces necesita poco más, porque ya tiene lo esencial. Por eso, el aristócrata de Juan Ramón se caracteriza también por la "sencillez natural del vivir", de modo que "idealidad y economía" conforman las dos dimensiones juanramonianas de la aristocracia (Jiménez, 1982 [1941], p. 60). La persona que está totalmente comprometida consigo misma y sabe que esta autorrealización es el valor más alto de una vida humana, deduce Juan Ramón, "no necesita premio en este ni en otro mundo", porque su "premio único le es su vida bella y buena" (Jiménez, 1982 [1941], p. 69). El premio de una vida así es ella misma, no está fuera, pues es una vida entregada a la actividad humana más elevada: ser uno mismo. Juan Ramón llama aristocracia de intemperie a esta forma de existir, la que une "la mayor sencillez de la vida corriente a la mayor riqueza de vida mayor" (Jiménez, 1982 [1954a], p. 404). El aristócrata, el ser humano comprometido consigo mismo, con su vocación, puede estar a la intemperie porque, según Juan Ramón, "puede vivir tranquilamente fuera y sin miedo", que, "no por ser un salvaje sino un civilizado estricto, ha llegado, por medio de sí mismo, a lo último", lo cual "le puede hacer total, dueño y dios de sí mismo y amigo absoluto de los demás" (Jiménez, 1982 [1941], p. 70). El ser humano aristocrático de Juan Ramón está a la intemperie porque su vida, dedicada a la realización de su vocación, vale ya por sí misma y no necesita de ningún sentido ni valor exterior que la justifique. Este aristócrata siempre está cambiando, mejorando, en búsqueda permanente de su yo perfecto, de su ideal vocacional. Ser aristócrata para Juan Ramón es constante progreso, nunca repetición: "La aristocracia última está en no contemplar, no soñar, no pensar dos veces lo mismo" (Jiménez, 2005 [1922-1924], p. 879). Otra característica que define al aristócrata de intemperie, al ser humano mejor, es que no es primeramente un ser reflexivo, conceptual, sino, ante todo, "el hombre del instinto supremo, anterior y superior a la conciencia y a la moral" (Jiménez, 1990 [19361949], p. 586).
Una existencia aristocrática es aquella que está absolutamente volcada en la realización de su destino personal. Aristócrata es aquel que gasta o quema su vida en el cumplimiento de su vocación: "Tu fuerza ¿para qué la tienes / sino para gastarla? / ¡Gástala entera cada día! / ¡No guardes nada de ella!" (Jiménez, 1999 [1918-1923], p. 59). Solo es rigurosamente humana la vida del que gasta toda su fuerza en la efectuación de su verdadero sí mismo. Solo eso es auténticamente vivir, según Juan Ramón (véase 2010 [1942b], p. 108). Una vida inauténtica es aquella vuelta de espaldas a su propio destino vocacional, una vida que no se quema o consume a sí misma en su autorrealización. El yo que vive esa vida es siempre provisional. En cambio, vivir auténticamente, vivir con sentido, consiste en "quemarnos del todo, resolvernos del todo" (Jiménez, 1982 [1954a], p. 404), y hacerlo generosamente, con el único fin de realizar la llamada vocacional que configura nuestra vida. Cuando gastamos o quemamos toda nuestra energía vital en la realización de nuestro destino personal, cuando estamos absolutamente comprometidos con el cumplimiento de nuestra vocación, los aspectos materiales de la existencia nos resultan secundarios. Nos basta con lo necesario, que es ser uno mismo, de modo que una existencia material sobria, pobre, es signo de riqueza espiritual, de autenticidad existencial y de la felicidad que proporciona la dedicación al destino. Al contrario, cuando desobedecemos nuestra vocación, nos volcamos hacia el exterior y llenamos nuestra vida, vacía entonces de verdad vocacional, de cosas materiales triviales e innecesarias. En consecuencia, una política atenta a la verdad humana debe intentar, primero, que el aspecto material de la vida esté cubierto en sus necesidades básicas, y, segundo, que el espíritu se centre en lo que esencialmente le corresponde, la realización de su destino vocacional, y abandone otras empresas innecesarias: "Ninguna carencia esencial en la vida corriente, ninguna superfluidad en la vida mayor. Así la vida será verdadera y feliz" (Jiménez, 1975 [1942], p. 205). El fin de la política juanramoniana no es la mera gestión administrativa, sino la autenticidad y felicidad que se desprende de una vida humana comprometida con el cumplimiento de la vocación. El deseo vital de Juan Ramón vale también como ideal político, y no es otro que una sociedad compuesta por aristócratas de intemperie: "La ilusión de mi vida ha sido siempre y es ser un aristócrata de intemperie, hombre sencillo en lo económico, rico en lo espiritual, y vivo y alerta, moral y materialmente, en el espacio y el tiempo del mundo" (Jiménez, 2010 [1942b], p. 25). La aristocracia representa una meta ideal tanto para la moral del individuo como para de la sociedad. Realmente, la mejor sociedad posible es aquella que está compuesta por aristócratas, es decir, por individuos que consideran su autorrealización como su misión esencial. Así, Juan Ramón no solo pretende "ser aristócrata, llegar a lo mejor", sino además "ayudar a integrar una sociedad mejor" (Jiménez, 1982 [1941], p. 78). La política juanramoniana es una política de la aristocracia.
6. Trabajar por vocación y con gusto
La meta ideal de la ética y la política de Juan Ramón es alcanzar una sociedad de aristócratas, de personas que vivan según su destino vocacional. La política juanramoniana solo tiene valor y significado si el mejoramiento de los individuos es su objetivo, o sea, si se dirige a posibilitar la realización personal de los individuos, que es lo que les hace mejores. Podemos entonces entenderla como una política ontológico-vital, es decir, una política puesta al servicio del cumplimiento del ser de cada persona, de la vocación que da sentido a la vida de cada individuo y lo conduce a lo mejor para él. Ahora bien, Juan Ramón infiere de esta tesis que la política debe ocuparse sobre todo del trabajo, porque el sentido de la vida humana es precisamente trabajar en la autorrealización. El destino vocacional personal solo puede efectuarse trabajando, de modo que la vocación implica necesariamente el trabajo, concepto entonces fundamental de la poética de Juan Ramón. De hecho, el propio poeta dice de sí que es "un trabajador enamorado de mi trabajo, y en él encuentro mi recompensa" (Jiménez, 1962 [1948], p. 409). Lo que le da significado a su vida, al absorberla y llenarla totalmente, es el trabajo: "Cuando me entrego al trabajo pleno parece que no me falta tanto en la vida" (Jiménez, 2005 [1941], p. 1331). Pero no todo trabajo puede aspirar a conseguir esta plenitud. Solo el que Juan Ramón califica trabajo gustoso, esto es, el que posibilita la verificación del destino vocacional. El trabajo es valioso ontológicamente, atractivo y útil de verdad, cuando es gustoso, es decir, cuando trabaja "cada uno en su vocación, en lo que le gustara", pues "trabajar a gusto es armonía física y moral" (Jiménez, 1982 [1936], p. 22). Este trabajo, el trabajo gustoso, es el único que puede verdaderamente gustar al ser humano, pues solo en él da cumplimiento a su auténtico ser. No hay otro modo de trabajar humanamente: "Nadie debe trabajar más que en lo que le gusta. Esa es la idea final del mundo" (Jiménez, 2010 [1953], p. 302).
La noción de trabajo gustoso permite a Juan Ramón romper la habitual oposición instaurada entre el trabajo, entendido como imposición y alienación, y el ocio, comprendido como actividad realizadora de la propia personalidad que ejecutamos libre y gozosamente: "Cuándo le llegará al mundo el instante en que el ocio sea trabajo dulce y lleno" (Jiménez, 2011 [1915-1920], p. 62). Por no ser una actividad forzosa e impuesta, el trabajo gustoso no nos obliga a estar descontentos. Más bien, como actividad en la que llegamos a ser lo que vocacionalmente somos, es jovial y dichosa: "Siempre he sido feliz trabajando y viendo trabajar a gusto y con respeto" (Jiménez, 1982 [1936], p. 25). El objetivo principal de la política es facilitar la sociedad del "trabajador esquisito y vocativo" (Jiménez, 1982 [1941], p. 74), una sociedad de trabajadores gustosos, en la que predomine el gusto por el trabajo. Juan Ramón detecta que un gran problema de España es lo extendida que está la diferencia entre la vocación de los individuos y el trabajo real que realizan. Cuando esto ocurre, los individuos hacen mal su trabajo, sin gusto, deseando librarse de él para dedicarse a las actividades que realmente les gustan. Una nación así pone en peligro su progreso material y espiritual. En vez de estar comprometidos con gusto a su trabajo, en España,
[...] nadie tiene una verdadera afición a su carrera o a su oficio. El sastre toca el acordeón; el médico hace jaulas, rinconeras, una carpintería florida y lamentable; el abogado compone relojes; el injeniero organiza fiestas relijiosas y procesiones de carnavales; el notario da recetas a sus amigos [...] la obligación se cumple de cualquier modo, de prisa, con mal humor, suspirando por horas libres para hacer todo lo que no sea lo debido. (Jiménez, 1961 [1913-1927], p. 287)
7. Comunismo, individualismo y amor
La ética y la política poéticas de Juan Ramón se condensan en la noción de ‘trabajo gustoso’. Este concepto implica que una nación en forma debe estar compuesta por trabajadores gustosos, unos trabajadores que hayan convertido su trabajo en su propia autorrealización vocacional. Por eso, la conferencia Política poética que dictó Juan Ramón en 1936 fue llamada luego por él mismo El trabajo gustoso. Para él eran expresiones intercambiables. Una sociedad auténticamente humanizada solo puede fundarse sobre el trabajo gustoso. La ética juanramoniana culmina en el trabajo vocacional gustoso, y su concepto de ordenamiento político, ante todo, tiene que garantizar la práctica de dicho trabajo. Este orden político ideal es lo que Juan Ramón llama ‘comunismo’: "Así entiendo yo el comunismo: que cada cual trabaje en lo que le guste" (Jiménez, 2013 [1935], p. 205). Y añade que "una verdadera república de ‘trabajadores’, un ‘comunismo posible’, sería, para mí, aquel en que cada uno trabajase ‘sin prisa ni descanso’ en su vocación fundamental" (Jiménez, 1982 [1933], p. 16). Este comunismo juanramoniano contiene "las dos grandes ideas sociales: democracia y comunismo", de manera que representa "una fusión con lo mejor de las dos" (Jiménez, 1983 [1940], p. 162). La organización política ideal consiste entonces en "unir una economía de tipo comunista puro con un respeto colectivo a la libertad individual de pensamiento", y si esta unión se consumase "la sociedad humana podría ser todo lo feliz que el hombre es capaz de ser" (Jiménez, 1982 [1942-1945], p. 431). El ideal sociopolítico juanramoniano pretende reunir la dimensión económica del comunismo, que defiende lo colectivo y comunitario como valor principal, y el aspecto ético/social de la democracia, que promueve la libertad individual como valor supremo. Con ello, se podrían satisfacer las necesidades materiales primordiales del ser humano, lo que le posibilitaría la libertad que necesita para dedicarse a trabajar creativa y gustosamente en su vocación, verdadero objetivo del aristócrata juanramoniano. Este ideal se resume en un "colectivismo económico suficiente que dejase libre para el cultivo interior nuestra intelijencia más sensitiva", pues "si el hombre tiene resuelta suficientemente su necesidad completa material, ¿qué no inventará con la hermosura libre?" (Jiménez, 1961 [1949], p. 258).
Las categorías principales de la ética y la política de Juan Ramón son vocación, aristocracia y trabajo gustoso. Libertad, economía colectivista o comunista e individualidad son los conceptos que desarrollan esas categorías. "El hombre es libre, tiene que ser libre, será libre. Su primera virtud es la libertad", afirma Juan Ramón (1982 [1937-1956], p. 132). Este amor a la libertad es la causa de su oposición a la dictadura: "Detesto el fascismo y el comunismo dictatoriales. Mi hombre superior no es dictador imperialista, sino un hombre humano, espandido de amor, delicadeza y entusiasmo, que es, en sí, toda una humanidad superior" (Jiménez, 1982 [1941], p. 76). Juan Ramón defiende "una economía comunal y una respetada independencia" (Jiménez, 1983 [1940], p. 162), es decir, la integración de la libertad y del comunismo económico. A esta síntesis la denomina "comunismo individualista, una forma comunal en la que lo económico fuese colectivo y lo demás libre" (Jiménez, 1983 [1940], p. 162). Estos son los pilares del mejor ser humano, el aristócrata de intemperie. Juan Ramón considera que "el comunismo vendrá", pero el comunismo juanramoniano lleva dentro de sí el individualismo de la aristocracia de la intemperie: "Yo soy comunista individualista" (Jiménez, 2013 [1936], p. 218). Por eso aclara que "no puedo ser un comunista en el sentido en que hoy se llama comunista a Rusia, porque soy un individualista moral" (Jiménez, 1982 [1938], p. 17). Y precisa que "Stalin es un imperiante y yo no soy ni un imperialista ni un imperiante ni un imperiado" (Jiménez, 1982 [1938], p. 17). Si se defiende la libertad personal y la de otros, entonces no se puede ni practicar el imperialismo ni dejar que se practique.
La defensa de la realización del sí mismo personal mediante el trabajo gustoso y la libre inteligencia aleja a Juan Ramón del comunismo entendido en clave ético-política como colectivización homogeneizadora e igualadora de los individuos, para entenderlo como comunismo económico, como economía comunitaria. Este es el fundamento del comunismo individualista juanramoniano, un comunismo económico que incluye la libre individualidad personal en su autorrealización vocacional. También Tolstoi y Gandhi fueron, a su juicio, comunistas individualistas (Jiménez, 1982 [1938], p. 17). El colectivismo que iguala a los seres humanos vale en economía, pero no como principio ético-político. Frente a esa homogeneización, Juan Ramón promueve la diferencia de la libertad individual creativa, núcleo de su concepto de aristocracia de la intemperie: "Lo querían matar / los iguales, / porque era distinto" (Jiménez, 2009 [1942-1950], p. 83). Contra la igualación que homogeneiza, reunión de diferentes: "No creo en una Humanidad conjunta más o menos igualada, sino en una difícil comunidad de hombres completos individuales" (Jiménez, 1982 [1941], p. 60). El ideal ético-político juanramoniano es una sociedad política de aristócratas de intemperie, de individuos que trabajan en el despliegue de su vocación personal. Los ideales por tanto no pueden ser colectivos, sino individuales. El fundamento de los verdaderos ideales ético-políticos juanramonianos es la personalísima vocación de cada uno. Un ideal solo puede serlo verdaderamente cuando es personal, cuando implica la perfección de una individualidad. De hecho, escribe, "los ideales colectivos se hacen para los que no tienen, no pueden tener un ideal propio" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 538). De ahí que Juan Ramón rechazase, desde su etapa infantil, lo institucional, lo uniformado, incluida la Iglesia, es decir, todo lo colectivo e igualador, lo partidista y dogmático: "Todo lo sectario me era estraño y desagradable, lo mismo el catolicismo que la masonería, como hoy me es igualmente estraño y desagradable el comunismo, que la república, que el fascismo" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 538). Por eso, declara, "no soy anarquista, stalinista, monárquico, fascista, republicano, nazista, socialista, ni franquista", sino que "soy yoísta" (Jiménez, 1982 [1938], p. 18).
Para Juan Ramón, "el fin supremo del hombre, la aristocracia jeneral, la aristocracia universal en conciencia, es el fin de la llamada democracia jeneral" (Jiménez, 1982 [1948a], p. 159), de modo que "la democracia sería lo que no es todavía verdadera aristocracia [...] solo un camino hacia la aristocracia posible" (Jiménez, 1982 [1941], p. 60 ss). En tanto que la aristocracia de intemperie como fundamento de la ética y la política equivale al despliegue de la vocación particular, implica la afirmación de la persona individual libre. El poeta de la política vocacional, de la aristocracia de intemperie, solo puede ser un radical defensor de la libertad y la individualidad. Ahora bien, el individualismo de la libertad juanramoniano está al margen de cualquier actitud egoísta o discordante. Es un individualismo de carácter simpático y amoroso. En primer lugar, es compatible con la simpatía que inclina al individuo hacia los otros, hacia la vida social. Sin duda, el individualismo de Juan Ramón quiere la soledad, pero sin desligarse del mundo: "Odio la soledad solitaria. Me gusta sentirme solo pero en medio del corazón del mundo, rodeado de alma y carne" (Jiménez, 2011 [1915-1920], p. 110). En segundo, su individualismo es cordial, movido por el amor: "Mi pensamiento es éste: el amor solo y todo en lo libre" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 538). La concordia es lo esencial y, sobre ella, como su degradación, surge la discordia, la guerra: "Si la armonía íntima, familiar, vecinal, existiera, no se llegaría nunca a la ‘antipatía’, el peor veneno del hombre [...] el orijen de la guerra está siempre en la antipatía" (Jiménez, 1982 [1936], p. 22). El amor es el fundamento de la política juanramoniana: "La vida social sin amor, sin comprensión mutua, no debía de comprenderse, porque es la guerra" (Jiménez, 1982 [1936], p. 23).
8. El peligro de la mecanización igualadora
El problema al que se enfrenta esta tesis ético-política es que Juan Ramón niega la posibilidad de que podamos realizar completamente nuestra vocación. No se puede llegar a ser el sí mismo que somos germinalmente. La autorrealización que tiene por meta el aristócrata de intemperie resulta inaccesible. El ser humano se limita a ser andarín de órbita, constantemente andando en la órbita, pero sin llegar a verificar plenamente su destino vocacional: "Somos andarines de órbitas. No podemos llegar a fin ninguno ni, es claro, a nosotros mismos. A menos que nuestro fin sea solo correr detrás de nosotros" (Jiménez, 1990 [1929-1936], p. 462). Del todo es inalcanzable, aunque no dejamos de orbitarlo, de progresar hacia nuestro sí mismo personal. Juan Ramón sostiene que solemos creer que ya somos, que "estamos en lo definitivo, que lo pasado ha sido solo una preparación para nuestro presente y que lo futuro será solo nuestra justificación", pero realmente nunca somos, siempre estamos llegando a ser, porque "los hombres somos solo transeúntes sucesivos [...] y nuestra mayor grandeza y nuestra mejor hermosura son ese transitarnos y ese sucedernos" (Jiménez, 1961 [1954], p. 274 ss). Juan Ramón se opone a valorar el presente, el hoy, a costa de degradar el ayer y el mañana. El presente debe ser valorado en sí mismo, como eslabón -que desaparece- de la sucesión que somos:
No hay que trasladarse al mañana para gozar el hoy, el trabajo de hoy. Gocemos el cada día plenamente, el trabajo de cada día y démonos a él por completo; gocemos cada día infinitamente, como algo que no ha de volver. Seamos avaros del presente. (Jiménez, 1998 [1920-1950], p. 82)
El valor del presente se debe a que la máxima felicidad que puede darnos la existencia se funda sobre el realizarse del sí mismo vocacional que acontece en el sucederse de los instantes actuales. Por eso Juan Ramón advierte que no podemos dejar pasar vacíos los momentos, sino que debemos llenar cada uno de ellos del trabajo de hacernos:
¡Terrible cosa este pasar el rato! ¡A ver si pasa el verano, el invierno! ¡No! ¡Que no pase! ¡Que sean normalidades! ¡Que no se pierda en el gusto ni en el trabajo un solo día de la existencia ésta, tan breve! (Jiménez, 2011 [1916-1920], p. 226)
Juan Ramón considera que "si el progreso no sirve para la felicidad humana, ¿para qué sirve?" (Jiménez, 1982 [1954a], p. 403). De ahí deduce entonces que la meta postrera del progreso no puede ser material, sino espiritual, moral: "El verdadero progreso del mundo tiene que ser moral" (Jiménez, 1982 [1954b], p. 194). Ello no significa demonizar el progreso material. Lo que hay que evitar es centrar la vida política en dicho progreso. El fin de la política no puede ser otro que el progreso ético de los seres humanos, es decir, la constitución de una sociedad centrada en que los seres humanos realicen su vocación: "Aunque los inventos físicos se multipliquen, no nos detengamos mucho en los escaparates que los exhiben, ni pongamos en ellos nuestra fe ni nuestra esperanza que hay que guardarlas para los inventos morales" (Jiménez, 1982 [1954b], p. 194). El peligro que amenaza la constitución de la aristocracia de intemperie como organización política es el progreso dominante en el tiempo actual, basado en la mecanización igualadora de la sociedad que imposibilita el cumplimiento de la vocación personal. El obstáculo al que se enfrenta la aristocracia -y la democracia, como camino que lleva a ella- es la actual sociedad maquinizada que homogeneiza y disuelve la individualidad: "Si veis un hombre distinto, / matadlo" (Jiménez, 2009 [1942-1950], p. 83). El orden político al que aspira Juan Ramón intenta limitar el progreso maquínico que homogeneiza y deshumaniza, con la pretensión de que no haga imposible el despliegue de la vocación personal juanramoniana. En la sociedad política ideal de Juan Ramón, la ética de la vocación es lo primero y a ella queda subordinado el progreso material. El inconveniente que representa la sociedad maquinizada consiste precisamente en la inversión de ese orden. La organización política basada en lo material ignora que lo moral es lo principal, lo que le da sentido y orienta la vida humana, y que el desarrollo material y técnico es solo un instrumento que ha de servir al progreso ético: "Los inventos físicos son como la rueda que nos lleva, los morales son como las guías de esas ruedas" (Jiménez, 1982 [1954b], p. 194). La vocación, núcleo de la vida humana, es lo que vale, y la inteligencia técnica es algo accesorio: "Confiemos menos en el talento, tan voluble, y más en la vocación" (Jiménez, 1982 [1954b], p. 194).
9. Política del paisaje natural y popular
Juan Ramón añade que los seres humanos solo podemos llegar a ser nosotros en relación con nuestros respectivos paisajes, con nuestras naturalezas. El cumplimiento de la vocación depende tanto del individuo como de su circunstancia o paisaje: "Todo hombre, todo pueblo, para ser aristocrático ha de vivir unido con su naturaleza", porque "nada templa ni nos pone en nuestro sitio tanto como la naturaleza, nada nos da más propiedad" (Jiménez, 1982 [1941], p. 63). El aristócrata de intemperie tiene raíces, "ama su tierra" (Jiménez, 1982 [1941], p. 64). Heredero del Romanticismo, Juan Ramón entiende la humanidad como una planta arraigada en su paisaje natural. Lo humano solo puede ser pensado entonces desde sus raíces en la tierra. La personalidad de cada individuo arrastra consigo un paisaje que pertenece a su propio ser. Por eso, cuando se le quita esa mitad de su ser y se le deja sin raíces no es. Desarraigados, los humanos no somos. Juan Ramón condena el progreso que acaba apartándonos y enfrentándonos a la naturaleza: "El progreso debe tender a la sencillez, no a la complicación de la vida; debe consistir en acercarnos a lo natural" (Jiménez, 1982 [1937-1956], p. 127). El progreso que rompe nuestra armonía con la naturaleza nos deshumaniza, nos aliena, ya que, al arrancarnos la mitad de nuestro ser que representa nuestro paisaje natural, nos imposibilita autorrealizarnos. En definitiva, Juan Ramón se opone al progreso que pretende sacar al ser humano de su posición y medida, el progreso que niega la justa proporción humana, que desmesura al ser humano para entenderlo como señor que domina todo lo que es, como un dios. "No hay nada peor para la conciencia del hombre que lo desproporcionado, una conciencia desproporcionada", escribe, ya que la felicidad humana depende de "no alterar nuestra proporción en nuestras relaciones con los seres de otra especie" (Jiménez, 1982 [1937-1956], p. 112). Lo que nos hace felices es llegar a ser nosotros mismos y, para ello, debemos aceptar nuestro lugar en el cosmos, en armonía con la naturaleza. Salirnos de nuestra medida, la desproporción, impide la autorrealización y nos impone la infelicidad. Solo es posible la sociedad política aristocrática de Juan Ramón, verdaderamente humana, si sostiene un vínculo apropiado con la naturaleza, proporcionado, pues solo él garantiza la autorrealización y felicidad humanas.
El ser humano solo puede cumplimentar su destino vocacional si mantiene una adecuada relación con su naturaleza. Pero esta proporcionalidad está en peligro en la ciudad moderna, para Juan Ramón simbolizada por Nueva York: "Los neoyorquinos son seres que han perdido su proporción" (Jiménez, 1982 [1937-1956], p. 113). Metáfora de la mecanización homogeneizadora que quiebra esa justa proporción y deshumaniza al ser humano, "New York saca al hombre de su ajuste milenario de proporciones. Por eso la verdad de New York es tan triste" (Jiménez, 1982 [1937-1956], p. 112). El "New York" juanramoniano, al mostrar que "hoy ya todo es máquina", representa la "decadencia del progreso" (Jiménez, 2014 [1936195X], p. 508). La ciudad maquinizada de Nueva York no permite a los humanos ser ellos mismos. En esa ciudad, los humanos, al creer y esperar todo de la máquina, han dado su mismidad, su esencia, a la máquina, y se han quedado vacíos. Nueva York desustancia a los seres humanos, los empequeñece: "El hombre ha hecho muy grande a New York para ser muy grande él, pero se ha equivocado y se ha quedado muy chiquito" (Jiménez, 1982 [1937-1956], p. 113). Símbolo del ser humano maquinizado, el neoyorquino vive sin paisaje, sin raíces, sin individualidad personal. El neoyorquino representa para Juan Ramón que el "hombre ciudadano es un árbol desarraigado" (Jiménez, 1982 [1941], p. 63). El progreso material ha elevado la máquina hasta el extremo de convertirla en la esencia de la vida, supeditando el ser humano a ella y negándole entonces la posibilidad de realizarse5. El desarrollo mecánico está por encima de la autorrealización vocacional. El ideal político juanramoniano es restituir a su proporcionada posición al ser humano en relación con su paisaje natural y subordinarle el desarrollo material para que, ya libre, pueda servirse de él y entregarse a su vocación. El progreso mecánico tiene que subordinarse al desarrollo ético, a la realización del sí mismo personal. En la sociedad política juanramoniana, los humanos han de "dominar la máquina, no la máquina a ellos" (Jiménez, 1982 [1937-1956], p. 118).
Igual que necesitamos nuestro paisaje natural, así también cada uno necesita su pueblo para poder llegar a ser él mismo, porque, para Juan Ramón (1982 [1954a], p. 410), "el pueblo es humanidad elemental y podemos estar seguros de que lo contiene todo, como la naturaleza, y de que todo podemos aprenderlo de él", debido a que "sospechamos siempre que el pueblo tiene la verdad sabiéndolo o sin saberlo". Ello presupone que cualquier verdad conceptual o discursiva debe ser reducible a una verdad espontánea del pueblo, de modo que "desgraciado aquel cuya verdad no pueda ser entendida, en todo o en parte, por el pueblo o por la naturaleza" (Jiménez, 1982 [1954a], p. 410). De aquí se deprende que una verdad construida reflexivamente que no sea comprensible por el pueblo no es verdad. La verdad reflexiva de la cultura y la verdad espontánea popular, lejos de oponerse, tienen que concordar. Por esto, el aristócrata individualista juanramoniano, en lugar de enfrentarse a su pueblo, no puede desvincularse de él. Juan Ramón se confiesa "hermano del pueblo, perdiendo mi pensamiento y mi sentimiento en el pueblo y contajiándolo y contajiándome" (Jiménez, 1982 [1941], p. 78). El pueblo juanramoniano representa esencialmente el fondo primario de saber intuitivo del que se nutre la cultura, y, al tiempo, el ámbito originario precultural en el que nos refugiamos y descansamos de las convenciones culturales, tan distantes de las cosas verdaderas. No obstante, lo popular contiene tanto "lo creado por el anónimo elejido, por el verdadero, milagroso poeta colectivo", como "lo que el pueblo acepta de lo creado por el poeta tradicional" (Jiménez, 1982 [1942], p. 409). La política de Juan Ramón es una política del paisaje natural de su pueblo. La fidelidad a sí mismo del aristócrata vocacional juanramoniano es fidelidad al paisaje de su pueblo, al fondo de experiencias primarias que lo constituyen.
10. Conclusión
Juan Ramón conecta lo popular y lo natural, entendidos como espacios de saberes y experiencias preconceptuales, como lugares donde retirarse en busca de lo originario:
El pueblo es principio y fin, eternidad. El pueblo, la naturaleza es más eternidad que la ciudad, la civilización, la cultura. La cultura no es eterna, es eterna la intuición. El pueblo es intuición y cuando un hombre cansado de la vida se retira a la naturaleza va en busca de la intuición, de la desnudez de la cultura. (Jiménez, 1982 [1942], p. 410)
En el pueblo y naturaleza el ser humano se despoja de las construcciones culturales, se desnuda, facilitando así la conciencia de su vocación y el cumplimiento de su sí mismo. Juan Ramón aplica singularmente a España esta afirmación general. Así, "el espíritu, la verdadera idealidad de España, está en sus mejores filósofos, poetas, artistas, pedagogos etc., y sobre todo en su gran pueblo", pues "pocos países tendrán un pueblo superior en virtudes de carácter moral y material a nuestro pueblo" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 535). El propio Juan Ramón dice de sí mismo que "desde mi primera juventud fui un enamorado partidario del pueblo, de mi pueblo, en quien mis ideales tomaron forma y sentido", hasta el extremo de que "en la propia fuente única del pueblo aprendí a elevarme" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 536). Incluso, confiesa, su aristocracia basada en la vocación personal surge de la comprensión de su paisaje popular: "Si yo soy individualista es por comprensión de mi pueblo" (Jiménez, 2014 [1936-195X], p. 536). Nos dice que su retirado y solitario trabajo gustoso, dedicado al cumplimiento de su individualísima vocación, [...] no los aprendí de ninguna falsa aristocracia, sino de la única aristocracia verdadera. Los aprendí desde niño, en Moguer, del hombre del campo, del carpintero, del afilador, del marinero, etc., que trabajaban solos en su heredad, su taller o su barco, con el cuerpo en el alma y los domingos sobre todo, por la verdad, la fe, la alegría de su lento y cotidiano trabajo gustoso. (Jiménez, 1990 [1936-1949], p. 509)
El aristócrata de intemperie, el ser humano entregado a su trabajo gustoso con el objetivo de realizar su destino vocacional, es ya cultura, pero está tan próximo al paisaje primario del que surge, que casi es todavía naturaleza. Mediante la ética y la política aristocráticas de la vocación, Juan Ramón ha llevado su experiencia originaria de su paisaje y su pueblo al ámbito de la cultura reflexiva. La ética y política juanramonianas acaban fundándose sobre el paisaje primario de su propio pueblo.