La novela de Rafael DumettEl espía del Inca (Lluvia Editores, 2018) es, entre muchas cosas, la mejor novela peruana del siglo XXI, pero es también una respuesta a la celebérrima pregunta de Vargas Llosa: ¿cuándo se jodió el Perú? La respuesta a esa interrogante la busca Dumett en el único sitio en el que se la puede hallar: en la historia. El Perú “jodido”, ese país marcado por el atraso, la dependencia, el racismo, la injusticia, la pobreza, los abismos sociales y un largo etcétera, tiene su origen en el trauma fundacional de la conquista española, que ha quedado fijado en el imaginario nacional en el drama de Cajamarca. Dumett se acerca a esa “escena primaria” desde una perspectiva andina, y por eso cabe hablar de una respuesta arguediana a la pregunta vargasllosiana.
Perspectiva andina no solo por su focalización en personajes indígenas, en tanto los españoles son vistos a la distancia, como seres arbitrarios e indescifrables, sino porque se intenta reconstruir la percepción andina de ese momento histórico. Para ello, se vale Dumett de un serio conocimiento de las crónicas indígenas, y en especial de la obra de Guaman Poma. De hecho, un joven Guaman Poma aparece fugazmente al final de la novela, en un papel de “lengua”, faraute o traductor que no deja de evocar a un personaje de mayor importancia en la obra: Felipillo (Firi Pillu en la pronunciación andina propuesta en la obra).
Arguediana es su vocación por andinizar sistemáticamente el castellano. No solo recurre a este procedimiento cuando representa el habla de los personajes indígenas, sino también el propio discurso del narrador heterodiegético en tercera persona lleva las marcas del castellano andino. En el caso de los personajes, se trata de representar el discurso de hablantes de lenguas originarias (no solo el quechua, sino también el aru o el manteño) y para ello su estrategia se inspira en los procedimientos de quechuización del castellano característicos de la prosa arguediana. Incluso los nombres de los misteriosos barbudos españoles son captados desde una fonética quechua: Donir Nandu es don Hernando (Pizarro) Apu machu Dunfran Ciscu es el viejo señor don Francisco (Pizarro), Sutu es Hernando de Soto, etc. En los escasos pasajes donde los españoles aparecen en un plano más próximo, lo que se logra siempre gracias a la intervención mediadora de Felipillo, se recurre a un castellano inspirado en el léxico, la sintaxis e incluso la ortografía del español áurico. Todo ello supone un trabajo minucioso de los recursos verbales, un estilo prosístico que contrasta con la escritura light preconizada y promovida por la industria editorial internacionalizada.
Estamos pues ante una obra ambiciosa, sana y logradamente ambiciosa, no uno de esos textos inodoros, incoloros e insípidos, producidos apresuradamente, con miras al exitismo mediático de fin de semana. Se trata de un trabajo creativo de largo aliento, cerca de 800 páginas en formato grande, y alrededor de diez años de labor, según declara el propio autor. Ello resulta notorio, no solo por la textura verbal, sino también por la sofisticación de los recursos técnicos desplegados. Pero, además, esta novela histórica es fruto de un acucioso trabajo de investigación. Lectura atenta de las crónicas, en especial las tempranas, aquellas que dan cuenta del encuentro primigenio entre españoles y andinos, pero también, y muy especialmente, de la Nueva corónica y buen gobierno de Guaman Poma, clave desde el punto de vista lingüístico, y asimismo en tanto modelo para diseñar una perspectiva andina sobre los acontecimientos históricos, desde la visión de los vencidos. Se evidencia igualmente un conocimiento solvente de la bibliografía más actual sobre el Perú prehispánico, lo que permite una reconstrucción verosímil y persuasiva del Tawantinsuyo, esa sociedad multiétnica, multilingüe y multicultural.
La estructura de la obra y las técnicas empleadas son en cambio de estirpe vargasllosiana. El material narrativo se articula sobre la base de un contrapunto entre dos tiempos, el presente y el pasado (con un cierre que se proyecta al futuro). Las secuencias referidas al presente (las impares) narran el episodio de Cajamarca, desde la captura de Atahualpa, pasando por su frustrada fuga, hasta su ejecución; en esa secuencia, el espía vive en cotidiana cercanía con el poderoso Inca y ve desde una relativa proximidad a los barbudos extranjeros. Los episodios pares narran el pasado del espía del Inca, ese protagonista de múltiples nombres: su infancia; su don extraordinario (puede contar grandes cantidades de un solo vistazo) que motiva que sea reclutado al servicio del Inca y llevado al Cuzco, donde estudia con la élite Inca y se forma como espía; sus varias misiones previas a su última misión, coordinar el rescate del cautivo Atahualpa. La secuencia final se ubica en el futuro, cerca de cuarenta años después del episodio de Cajamarca, en la ancianidad del protagonista, y aparece fugazmente el jovencísimo Guaman Poma, fungiendo de traductor para Cristóbal de Albornoz, quizá el primero de los extirpadores de idolatrías. Al contrapunto temporal básico pasado/presente hay que añadir los frecuentes cambios de focalización y en menor medida de narrador, pues predomina el heterodiegético en tercera persona, pero eventualmente se cede la palabra a narradores en primera persona.
No falta un toque metaficcional: el texto que hemos leído ha sido fijado en un gigantesco quipu por el viejo y desengañado espía. Valiéndose de hilos, nudos y colores, ha codificado el vasto relato. Los capítulos, ya sea del pasado, del presente o del futuro, están constituidos por series de cuerdas, cada una de las cuales corresponde a los varios acápites que conforman cada capítulo. Con una nueva vuelta de tuerca, el viejo tópico del manuscrito que contiene la novela se transfigura en un quipu portador del texto novelístico. Para lograr dar consistencia a este efecto, Dumett ha estudiado con atención los trabajos especializados más recientes sobre los quipus, que apuntarían a entenderlos, más que como una escritura, como una especie de primigenio sistema informático.
La opción por la novela histórica puede remitir también a Vargas Llosa, en especial a La guerra del fin del mundo, con cuya calidad, guardando las reservas del caso, puede parangonarse, pero a nivel de técnica y estructura se emparenta más bien con novelas posteriores como El paraíso en la otra esquina. Cabe afirmar que las técnicas heredadas de las vanguardias narrativas -Joyce, Faulkner- (García-Bedoya, 2012a), se despliegan aquí con una complejidad menor a la que caracterizaba al primer Vargas Llosa y, puestas al servicio de la trama, posibilitan una mayor legibilidad. Al privilegiar la narratividad y la legibilidad, y poner las técnicas de vanguardia al servicio de estas, la opción de la novela histórica conecta -sin duda- a esta obra con la llamada narrativa de la posmodernidad (García-Bedoya, 2012b). Otro componente que va en similar dirección es el diálogo con la cultura de masas, en particular con la novela de espionaje. Uno de los epígrafes (y diversas declaraciones del autor) evidencian la importancia de las novelas de John le Carré: el protagonista y su proceso de formación deben mucho a ese exitoso género.
Privilegio del material narrativo, uso moderado de las técnicas narrativas de vanguardia (lejos de cualquier afán experimental), la novela se sitúa en la encrucijada entre modernidad y posmodernidad narrativas. Legibilidad, pero en función en primer lugar del verdadero amante de la literatura, que no se deja amedrentar por las más de 700 páginas de texto. Libro para los fanáticos de la lectura, pero que también ha sabido ganar un público más amplio, atrapado por la acción trepidante y la reconstrucción persuasiva de un mundo que apela a las fibras más sensibles de nuestro imaginario nacional, pero que también puede permitir al lector internacional un acercamiento más vívido a una de las grandes civilizaciones primigenias de la humanidad. Fruto de un trabajo intenso y apasionado, la novela se ha ganado a pulso a sus lectores, en lucha contra la incomprensión y la hostilidad de las editoriales dominantes, que no están dispuestas a arriesgar nada, y prefieren promover, en un mercado letrado en el que ejercen un control monopólico, temáticas y escrituras estandarizadas, casi una producción a destajo, al servicio de un público adocenado por fórmulas convencionales, pero sobre todo de la maximización de sus tasas de ganancia. La historia editorial de esta novela es ejemplar: aprovechando las nuevas tecnologías, ante el rechazo de las editoriales poderosas, se abrió un primer nicho de lectores en el ciberespacio (LaMula.pe, 2012), hasta que una editorial pequeña como Lluvia Editores tuvo la audacia de llevar a la imprenta ese grueso texto, en una apuesta que terminó por encontrar el respaldo de los lectores, de criterio más amplio y de gusto más variado de lo que suponen los monopolios editoriales.
En su estudio “Hipótesis sobre la narrativa peruana última”, Antonio Cornejo Polar examina el proceso de la narrativa peruana de los años 50 a los años 70 del pasado siglo. Distingue dos vertientes principales, que no excluyen otras menos gravitantes o representativas: “la narrativa que se liga al largo proceso de modernización capitalista [...] y la que se vincula a los fenómenos de desestructuración del viejo orden social” (1979, p. 132), siendo los autores más relevantes y representativos de estas vertientes Mario Vargas Llosa y José María Arguedas. Cornejo correlaciona la obra arguediana con la narrativa vinculada a los procesos de desestructuración del viejo orden, pero está muy lejos de relegarla al limbo de alguna retardataria “utopía arcaica”, pues, al contrario de Vargas Llosa (1996), afirma la indudable modernidad de la producción del narrador andahuaylino. Justamente, en sus últimos trabajos, Cornejo Polar (1995; 1996) comenzó a explorar una faceta destacada de ese talante modernizador: el discurso del sujeto migrante.
Así, Vargas Llosa y Arguedas representan, no la dicotomía de la tradición y la modernidad, como lo sugiriera el novelista arequipeño en La utopía arcaica, sino dos vías modernizadoras diversas, una de mayor visibilidad en el plano técnico (sobre todo las primeras novelas de Vargas Llosa), la otra (la de Arguedas) de un talante innovador más sutil pero no menos gravitante (García-Bedoya, En prensa). Ambas líneas han sido prolongadas por múltiples escritores, con éxito mayor o menor, pero parecían dar lugar a una dicotomía insalvable en la narrativa peruana; una de sus expresiones fue la confusa polémica entre andinos y criollos (Cox, 2019). El espía del Inca de Rafael Dumett es la novela que conjuga fecundamente lo más valioso de ambas vertientes, y quizá también por eso se impone como la mejor novela peruana de las últimas décadas.
Por su temática, es una novela de estirpe arguediana, pero lo es también por su logrado esfuerzo por trabajar la prosa desde un castellano andino fuertemente marcado por la huella de Guaman Poma. La estructura novelística aprovecha moderadamente las audacias técnicas vargasllosianas, pero se articula sobre el modelo del quipu. La opción por la novela histórica nos puede remitir a La guerra del fin del mundo, pero el pasado representado es el de la escena primaria del imaginario andino: el colapso del incario y el choque brutal de la invasión española. Esta novela extensa, compleja y densa, prueba, más allá de las presiones de la civilización del espectáculo y de las profecías apocalípticas, que el arte verbal puede florecer a plenitud aun en los contextos socioculturales más aparentemente desfavorables, siempre que exista una verdadera vocación creativa que no capitule ante la lógica del mercado o ante el simplismo de una escritura light para las complacencias mediáticas al uso. El espía del Inca demuestra también, a los 50 años de su partida, que el esfuerzo modernizador de Arguedas, transcultural, heterogéneo, híbrido, migrante y mestizo, sigue siendo fecundo en el Perú y en la América Latina hirvientes de nuestros días.