Se vouloir libre, c’est aussi vouloir les autres libres. Simone de Beauvoir
1. Introducción
Este ensayo propone un estudio de El cuento de la criada (Margaret Atwood, 1985) dentro de la modernidad tardía mediante el examen de tres características: la teocracia, el patriarcado y el diálogo interno. Las dos primeras han sido tratadas en la bibliografía en trabajos como Modern critical interpretations of The Handmaid’s Tale (Bloom, 2001); Margaret Atwood’s the Handmaid’s Tale (Bloom, 2003); The Cambridge Companion to Margaret Atwood (Howells, 2006); Margaret Atwood: Feminism and Fiction (Tolan, 2007) o The Cambridge Introduction to Margaret Atwood (Macpherson, 2010). Sin embargo esos trabajos son anteriores a la prominencia del autodenominado Estado Islámico1 y al empuje de movimientos populistas que enarbolan su interpretación del cristianismo en Europa y Estados Unidos; además, también son anteriores a la respuesta feminista a la llegada de Donald Trump al poder en ese país en 2016 y al movimiento Me Too puesto en marcha a finales de 20172. Por su parte, el examen del diálogo interno solo está disperso en los estudios que tratan sobre el feminismo de la novela. Por ello se considera pertinente una nueva visita a este libro de Atwood.
Aquí debe hacerse la precisión conceptual, esencial en este trabajo, que distingue dentro de la noción de utopía (etimológicamente el no-lugar) dos términos: eutopía, o buen lugar, y distopía, que es su contrario; el lugar no-deseable. Sin embargo, en el habla general se ha impuesto el uso de utopía como sinónimo de eutopía, que es como se usa aquí. La premisa de este trabajo en su interpretación de la novela de Atwood es que la utopía es un continuum que va de la eutopía a la distopía, por lo que estos conceptos no serían exactamente opuestos, sino dos aspectos de la misma idea.
El desarrollo de la distopía literaria es una respuesta al de la utopía. En la distopía, el equivalente de Tomás Moro es Joseph Hall con su Mundus Alter et Idem (1605), escrito casi un siglo después del libro que inicia el género. Esa relación dialéctica entre una y otra narrativa es una constante a medida que los desarrollos políticos contradicen la posibilidad de la utopía. Así, a las utopías socialistas y tecnológicas del siglo XIX y principios del siglo XX (Owen, Furier, Cabet, H. G. Wells), le seguirán las distopías políticas (Zamiatin, Huxley, Orwell, Bradbury) a partir de mediados de ese siglo. En este trabajo se usará como contexto un momento posterior de la narrativa distópica; la modernidad tardía en la que se inserta El cuento de la criada (1985) que no ha tenido su correlato utópico aún.
Continuando con el marco referencial se debe explicar el término modernidad tardía. En este texto se está siguiendo a Zygmunt Bauman y a su muy citada noción de modernidad líquida como etapa reciente del desarrollo de la Modernidad -de ahí lo de modernidad tardía-, en la que si bien se ha producido un cambio no hay ruptura sino continuación3. Uno de los rasgos de ese cambio es la sustitución definitiva en el imaginario de la utopía por la distopía.
Esta es la explicación de Bauman sobre la modernidad tardía:
La sociedad que ingresa al siglo XXI no es menos ‘moderna’ que la que ingresó al siglo XX; a lo sumo, se pude decir que es moderna de manera diferente. Lo que la hace tan moderna como la de un siglo atrás es lo que diferencia a la modernidad de cualquier otra forma histórica de cohabitación humana: la compulsiva, obsesiva, continua, irrefrenable y eternamente incompleta modernización; la sobrecogedora, inextirpable e inextinguible sed de creación destructiva (o de creatividad destructiva, según sea el caso: ‘limpieza del terreno’ en nombre de un diseño ‘nuevo y mejorado’; ‘desmantelamiento’, ‘eliminación’ [...]). (2004, p. 33)
Aunque en Bauman la compulsión de destrucción/creación como característica sine qua non de la modernidad, también presente en su fase tardía, tiene como meta aumentar la producción económica, la experiencia política -y la narración de Atwood lo recoge- muestra que también signa la construcción de regímenes políticos.
En la modernidad tardía la utopía ha perdido su lugar preponderante como género literario. Su lugar lo ha ocupado la distopía. Eso es lo que Anthony Burgess registra cuando escribe ya a principios de los años setenta del siglo pasado:
Es significativo que los libros pesadillescos de nuestra era no sean sobre nuevos Dráculas o Frankensteins sino acerca de lo que puede ser denominado distopías -utopías invertidas-, en las cuales megalíticos gobiernos imaginarios llevan la vida humana a un exquisito declive de miseria. (1973, s. p.)4
Por su parte Krishan Kumar, después de repasar diversos factores, como por ejemplo la segmentación en el consumo de productos culturales, la vulgarización de la ciencia ficción como género, o incluso el que nos encontremos en una etapa de transición parecida a la que al final de la Edad Media dio origen al género utópico, concluye que: “Lo que podemos decir con al menos cierto grado de confianza es que, por la razón que sea, los escritores ya no miran al género utópico para imaginar un futuro más perfecto o siquiera mejor” (2010, p. 555)5.
Para cumplir el objetivo del artículo se contrastará la novela de Atwood con las dos características que Bauman (2004, p. 34) le achaca a esta modernidad tardía. La primera consiste en la pérdida del telos de la comunidad política. Este objetivo, al menos en la modernidad temprana que terminó aproximadamente en la década de los setenta del siglo pasado, apuntaba a que, usando la racionalidad, era posible alcanzar en el futuro cercano una sociedad “buena, justa y sin conflictos” (Bauman, 2004, p. 34).
La escogencia de Bauman como principal referencia del marco teórico se debe a la identidad que establece entre modernidad tardía y distopía (2004, p. 32). Luego, casi al final de su vida, Bauman identifica tres tendencias de la utopía en un movimiento que denomina retrotopía o de la utopía regresando del futuro: “la rehabilitación del modelo tribal de comunidad, la vuelta al concepto de un yo primordial [...] y el abandono total de la perspectiva [...] sobre las características esenciales [...] del ‘orden civilizatorio’”. Esto porque para él la imposibilidad de una utopía, siempre ubicada en el futuro, pero también siempre tornada en distopía, ha hecho que las sociedades miren hacia el pasado como forma de reconstruirse (2017, pp. 16, 18). Sobre todo en el modelo tribal de comunidad se percibe esa vuelta al pasado, que además registra la narración de Atwood. Gilead es profundamente anacrónica, aunque al mismo tiempo adultera el pasado6.
Sin embargo, aunque se está usando ampliamente, en el pensamiento de Bauman sobre la utopía hay un error cardinal cuando escribe: “no es raro que en nuestros días no se escriban distopías: el mundo ‘fluido-moderno’ posfordiano de individuos con libertad de elección no se preocupa por el siniestro Gran Hermano que castigaría a todos los que no siguieran las normas” (2004, p. 67). Tal vez solo se queja amargamente del breve período entre 1989 y 2001 en el que la modernidad política no fue contestada, asimilándola con una distopía tan sutil y eficaz que pasa por utopía.
Por su parte, las sociedades teocráticas, que también son patriarcales, constituyen una de las manifestaciones opuestas a la sociedad buena, justa y sin conflictos que buscaba la utopía de la modernidad temprana, pero a la que ha renunciado la modernidad tardía. Una manifestación, además, de especial relevancia en el mundo de hoy. Por eso se escogen estos dos rasgos para el estudio de la novela.
En cuanto al diálogo interno, su justificación se encuentra en que esta obra muestra la distopía desde la mirada de la mujer; algo que en puridad también hacen, con anterioridad, Charlotte Perkins Gilman con Herland (1915) y Úrsula K. le Guin con The Dispossessed (1974). Además, no está escrita en clave de diálogo platónico como varias distopías del canon, sino relatada en forma de diario, de un testimonio. Ese soliloquio encaja en la otra característica que Bauman le adhiere a la modernidad tardía; a saber, un cambio en la perspectiva política en la que:
Si bien la idea de progreso (o de otra modernización del statu quo) a través del accionar legislativo de la sociedad en su conjunto no ha sido abandonada completamente, el énfasis (junto con la carga de responsabilidad) ha sido volcado sobre la autoafirmación del individuo (2004, p. 35).
Sin embargo, aunque el diálogo interno puede ser considerado una muestra de autoafirmación del individuo en los términos de la modernidad tardía de Bauman, al menos en la lógica del dispositivo narrativo de Atwood, su explicación es otra. En la novela, las mujeres han sido despojadas de voz, por eso la escritura clandestina es la única forma de expresión que les queda; es su testimonio7.
Además, también se pone de manifiesto que no es una ideología que aglutine a las otras mujeres oprimidas; la herramienta para destruir la distopía de la ficción planteada por Atwood tampoco presupone un movimiento que, más allá de la sugerencia de que hay algunos disconformes dentro del régimen de la ficción que conforman una elusiva resistencia8, pueda llevar a cabo esa tarea. La novela se limita a repetir el registro que hace una mujer de lo que vive.
2. La teocracia
La Utopía de Tomás Moro no hubiera sido posible sin el proceso de secularización que vivió Europa al final de la Edad Media9. Aquí, de nuevo, van aparejadas modernidad y utopía en la separación entre religión y política. Cuando se abole esta separación, la utopía deviene distopía, que es lo que vemos en el texto de Atwood. Howard B. White, al describir la utopía de Bacon, puntualiza que: “Hay un elemento de fe en la construcción de su utopía, como la hay generalmente en el pensamiento utópico moderno” (2009, p. 363).
En la modernidad, el utopista solo cambia de dios -ahora será la razón, y con más frecuencia la ideología-, pero no pierde la fe. Por otra parte, su celo continua siendo tan intransigente y es que debe ser así porque la creencia religiosa, sea en un ser sobrenatural o en una ideología, siempre deviene en persecución de la apostasía o la herejía.
La novela de Atwood se relaciona con la religión ya desde el mismo título, algo que se profundiza en las denominaciones de los estratos en los que en ella se divide a las mujeres: martas, criadas o jezabeles (la jerarquía se complementa con los estatus dominantes de esposas y tías), que corresponden a relatos bíblicos.
La escritora tenía en mente la Revolución iraní de 1979, Afganistán -donde había viajado en 1978- y su conocimiento de primera mano de los puritanos por haber estudiado en Harvard con el profesor Perry Miller -una de las dos personas a las que le dedica la primera edición de la novela-10; y podría considerarse que al describir una sociedad teocrática está mostrando el resurgimiento de taras políticas que precisamente la modernidad superó y que atestiguamos hoy11.
Actualmente predomina la idea de que el integrismo islámico es una de las manifestaciones que corroboraría la tesis del choque de civilizaciones sostenida por Samuel Huntington (1996); aunque probablemente no se trate de tal, sino más bien de uno de los rasgos de una modernidad tardía en donde, al haberse derrumbado el Estado y el partido como referentes, las sociedades han vuelto a certezas premodernas -o no tanto, como la religión o la nación-. El resurgimiento de la extrema derecha en Europa y Estados Unidos tiene un fuerte componente religioso cristiano; los mismos movimientos populistas latinoamericanos apelan al sincretismo religioso propio de la región u otras veces inclinándose por versiones protestantes del cristianismo. Todo ello sin contar con que hace décadas el integrismo religioso sustituyó en Oriente Medio y el norte de África al nacionalismo y al socialismo como ideologías aglutinantes.
Entonces, que Atwood describa una teocracia -las asfixiantes ropas de las criadas de su novela parecen una versión del hábito o del chador-, como sistema que restaura la sociedad estadounidense luego de la implosión de su democracia -no casualmente en una porción del noreste de los Estados Unidos, que coincide con Nueva Inglaterra-, luce como un comentario acertado sobre la probable evolución última de algunas sociedades occidentales, alguna vez seculares12.
La alusión a la Revolución iraní que se hace más arriba, además de un antecedente, permite un comentario sobre la premisa de este trabajo. El sah Reza Pahlavi pretendió una modernización acelerada de su país, la reacción fue una vuelta a la premodernidad de los ayatolas. En la conjunción de ambas se encuentra un comentario que apela a la ausencia de separación entre Estado y religión como rasgo de sociedades que sufren, o podrían sufrir, una regresión premoderna -o que se mantendrían en una condición premoderna- precisamente por su incapacidad de secularizarse.
Es agudo el contraste que a este respecto ofrece El cuento de la criada con otras distopías del canon en las que la religión está ausente o ha sido sustituida por el culto a la personalidad, la tecnología, el consumismo o las drogas. En el diseño distópico de Huxley, Orwell y Bradbury, por solo nombrar tres, la religión no es relevante, al menos no una con un dios metafísico que sirva de coartada para el control social.
Atwood ubica su creación en una teocracia, tal vez con dos objetivos. El primero, que se ubica en un nivel macro, es mostrar la posible evolución de la comunidad política estadounidense hacia una teocracia en la que las mujeres son ofrendas dadas en sacrificio.
Esta no es una interpretación, sino la intención expresa de la autora quien explica que:
Cuando comencé por primera vez “El cuento de la criada” se llamaba “Defred”, el nombre de su personaje central. Este nombre está compuesto del primer nombre de un hombre, “Fred”, y de un prefijo que denota “pertenecer a” [...] Dentro del nombre se esconde otra posibilidad: “ofrecida”, denotando una ofrenda religiosa o víctima para el sacrificio. (Atwood, 2017a, s. p.)13
El otro objetivo sería mostrar cómo se malinterpreta la biblia para legitimar el patriarcado, a pesar de que algunos de los personajes parecen ser sinceros en su fe (Tennant, 2019)14, a su vez una forma de integrismo cristiano.
3. El patriarcado
Este ítem exige iniciar con una aclaratoria: El cuento de la criada no es una distopía feminista, aunque el resto del mundo la haya etiquetado así desde que se publicó15. Al menos no según la perspectiva de su autora, quien explica:
¿Es El cuento de la criada una novela “feminista”? Si se quiere decir con esto que es un libelo ideológico en el que todas las mujeres son ángeles y/o víctimas incapaces de elecciones morales, no. Si se interpreta como una novela en la que las mujeres son seres humanos -con toda la variedad de carácter y comportamiento que esto implica- y son además interesantes e importantes, y lo que les sucede es crucial para el tema, la estructura y la trama del libro, entonces sí. En ese sentido, varios libros son “feministas”. (Atwood, 2017a, s. p.)16
Más aún, Margaret Atwood no se define a sí misma como feminista: “No quise convertirme en un megáfono para ningún conjunto particular de creencias” (Mead, 2017, s. p.)17. Más adelante, este perfil expuesto en The New Yorker lo explica en profundidad: Atwood estaba en la periferia -Alberta, Canadá- mientras irrumpía la segunda oleada del movimiento feminista a finales de los sesenta; además, sus escritos -en los que no deja de reivindicar a la mujer: en su primera novela, The Edible Woman, escrita en 1964, pero publicada en 1969, una mujer comprometida con el hombre equivocado, pierde la capacidad de hablar (Mead, 2017, s. p.)-18 son anteriores. Así, ante la estulticia de considerarse una feminista antes del feminismo, Atwood parece preferir la honestidad intelectual de asumir que los derechos de las mujeres son primero derechos humanos (Mead, 2017, s. p.)19.
Tal digresión sobre el feminismo de El cuento de la criada es necesaria porque este trabajo plantea la relación entre distopía literaria y política con la advertencia que sobre la realidad hace la ficción, una premisa que la literatura comprometida, aparte de su nulo valor artístico, corrompe. También sería una lectura mezquina de Atwood, quien: “Al escribir El cuento de la criada [...] fue escrupulosa acerca de no incluir nada que no tuviese un antecedente histórico o un punto de comparación moderno” (Mead, 2017, s. p.)20, además de ser alguien que se pregunta sobre el proceso de escritura: “¿Cómo te ‘comprometes’ sin predicar mucho y reducir los personajes a meras alegorías?” (Mead, 2017, s. p.)21 ; una escritora, asimismo, para quien la precisión es cardinal, algo de lo que carece la definición de feminismo, como explica Jones: “Despojado de su significado político ‘feminista’ deviene en un término absolutamente subjetivo que cualquiera con una agenda puede usar” (2017, s. p.). Sin embargo, la novela sí denuncia el patriarcado y lo hace por medio de dos mecanismos. El primero es el lenguaje, pero no solo mostrando el lenguaje militar de la casta de hombres que gobierna Gilead, sino haciendo que el discurso narrativo le pertenezca a una mujer, haciendo que la protagonista sea una contadora de historias como una Sherezade posmoderna. Karen Stein, en su estudio en el que compara este libro con Las mil y una noches, indica que las feministas están particularmente interesadas en las historias, porque, como grupo marginal, las mujeres han sido objetos de la narrativa y no sus creadoras, siendo marginadas del discurso y por ende del poder (1991, p. 269)22.
En el libro de Atwood, no solo las criadas y demás estratos inferiores de mujeres están fuera del discurso -hasta el acto subversivo de Defred-, sino que las mismas esposas y tías lo están. Stein extiende la cercenación del discurso a los hombres, que son víctimas de los límites que imponen a las mujeres (1991, p. 272)23. Sin embargo, esa igualación podría ser engañosa. Lo correcto sería ver una estratificación en la que las criadas, ocupando el nivel más bajo, son enmudecidas; las otras mujeres solo pueden emplear un lenguaje mutilado, al tiempo que los hombres disponen de otra versión distinta de ese lenguaje mutilado.
El segundo mecanismo es la descripción del tratamiento dado al cuerpo de la mujer. En El cuento de la criada, el cuerpo de la mujer es el prisionero principal, un cuerpo definido exclusivamente desde la mirada machista que incluso adoptan las mujeres, como se lee en este fragmento:
Para no hablar del bronceado, decía Tía Lydia. Las mujeres solían dar el espectáculo. Se untaban con aceite como si fueran un trozo de carne para el asador, e iban por la calle enseñando la espalda y los hombros, y las piernas, porque ni siquiera llevaban medias; no me extraña que ocurrieran esas cosas. Cosas era la palabra que usaba cuando lo que ocurría era demasiado desagradable, obsceno u horrible para ser pronunciado por sus labios. Para ella, una vida venturosa era la que evitaba las cosas, la que excluía las cosas. Semejantes cosas no les ocurren a las mujeres decentes. (Atwood, 2107b, p. 69)24
La prisión del cuerpo femenino se ejecuta a través de la férrea delimitación de los espacios de actividad que se les permite a las mujeres, a quienes les corresponde escenarios del ámbito privado: la casa, los centros de reeducación o el burdel; tanto en ellos como en las únicas actividades del mundo exterior que les permiten -comprar y presenciar o cumplir ejecuciones- otras mujeres, incluyendo a las mismas criadas les sirven de guardianas/carceleras. Mientras, a los hombres les pertenece el mundo exterior, la calle. En suma, el cuerpo de la mujer se esconde y el del hombre se exhibe. Defred reflexiona sobre esto:
Vuelvo a asombrarme por la desnudez que caracteriza la vida de los hombres: las duchas abiertas, el cuerpo expuesto a las miradas y las comparaciones, las partes íntimas expuestas en público. ¿Para qué? ¿Tiene algún propósito tranquilizador? La ostentación de un distintivo común a todos ellos, que les hace pensar que todo está en orden, que están donde deben estar. (Atwood, 2107b, p. 84)25
Esto queda en evidencia ya en las denominaciones de los estratos en los que se dividen las mujeres: econoesposas, criadas, martas o esposas, además todas encargadas de labores como cocinar, comprar comida, limpiar, parir y criar. Por su parte los hombres, que casi no son vistos dentro de las casas, son los encargados de patrullar las calles, legislar, etc., pero no de vigilar a las mujeres, algo que ellas mismas hacen -una semblanza tal vez no intencional de los lagers, en los que con muy pocos guardias el orden era mantenido por los kapos, otros prisioneros-. Moira Weigel explica que esto es así porque el patriarcado no es la prerrogativa de un grupo particular de hombres que fungen como esposos o carceleros, sino que es la lógica del sistema (2017, s. p.)26.
Obviamente, el secuestro del cuerpo de la mujer tiene un significado sexual (en esta novela no se queman libros, sino lencería sexy y revistas pornográficas) y reproductivo a la vez. En la primera temporada de la serie de televisión basada en El cuento de la criada (Miller y Moss, 2017-2021) hay una escena que no está en el libro. A una criada se le practica una ablación por ser lesbiana, así no se impide que procree -algo tan caro en Gilead-, solo se le mutila la capacidad de sentir placer. La mención de esta anécdota ratifica que Margaret Atwood no anticipó nada sobre la represión sexual en su novela, no escribió algo que no haya pasado o esté pasando, como ella misma ha explicado; una falta de anticipación que permite precisamente la actualización constante del texto.
En El cuento de la criada el sexo es solo para la reproducción -era igual en La ciudad del sol de Tommaso Campanella escrita en 1602- y para el disfrute de los hombres; en una sociedad en la que la prostitución es descrita como única posibilidad de pseudoliberación femenina a la que se somete a las mujeres recalcitrantes cuyos cuerpos son deseados para obtener placer. La semblanza más clara está en que en esta distopía las mujeres estériles son condenadas a recoger desechos que terminan matándolas: cuando el cuerpo femenino no sirve para lo que la sociedad patriarcal ha determinado, se le descarta27.
Es fácil interpretar que Atwood, al no modificar en su ficción el que sea solo la mujer la que pueda embarazarse, nos está diciendo que nuestra sociedad, en la que la reproducción y más ampliamente la constitución de un hogar impone costos desiguales a hombres y mujeres, es una distopía per se,28 en la que la valoración última de la mujer es un asunto biológico en el que su cuerpo determina sus características psicológicas, sociales y culturales, sin posibilidad de escapatoria. Tal vez por eso su personaje principal claudica así: “Evito mirar mi cuerpo, no tanto porque sea algo vergonzoso o impúdico, sino porque no quiero verlo. No quiero mirar algo que me determina tan absolutamente” (Atwood, 2107b, p. 55).
Este, el cuerpo femenino, ha sido a lo largo de la historia un bien valioso, que como en toda distopía -o en toda sociedad-, es apropiado por quienes tienen poder. Margaret Atwood ofrece la siguiente explicación sobre su texto que muestra cuán profundamente arraigada en el discurso está esa apropiación:
Bajo los totalitarismos -o más aún en cualquier sociedad extremadamente jerárquica- la clase gobernante monopoliza los bienes valiosos, así la élite del régimen acuerda tener mujeres fértiles asignadas como Criadas. El precedente bíblico es la historia de Jacob, sus dos esposas, Raquel y Leah, y sus dos criadas. Un hombre, cuatro mujeres, 12 hijos -pero las criadas no podían reclamar a sus hijos-. Estos pertenecían a las respectivas esposas. (2017a, s. p.)29
En El cuento de la criada hay un giro cruel en la valoración del cuerpo femenino; porque precisamente lo que hace a las criadas valiosas: sus vientres, las hace odiadas sobre todo por el resto de las mujeres.
4. El diálogo interno
Este es el último ítem -en una lista que no pretende ser exhaustiva- en el que se percibe la modernidad tardía en esta novela de Atwood. Ya se indicó al principio que esta obra no está escrita en el formato de diálogo platónico que caracteriza otras distopías del canon -aunque Winston Smith, el personaje de 1984, también lleva un diario, este no ocupa el lugar central que tiene en El cuento de la criada- y a buena parte del género, según explica Frye:
En las narraciones utópicas, un dispositivo frecuente es aquel en el que alguien, generalmente un narrador en primera persona, entra a la sociedad utópica que le es mostrada por una suerte de guía soviético para turistas. La historia está compuesta mayormente por diálogos socráticos entre guía y narrador, en los que el narrador pregunta o piensa objeciones y el guía las responde [...] Como regla, el guía está completamente identificado con su sociedad y raramente admite alguna discrepancia entre la realidad y la apariencia de lo que está describiendo. (1965, p. 324)30
Este dispositivo narrativo, aunque sea una convención del género, puede resultar monótono. En cambio, en el relato de Atwood juega con la metaficción -otro rasgo de la modernidad tardía-: leemos mayormente lo que Defred ha escrito, no tanto el intercambio de silogismos -que lo hay- que caracterizan otras novelas del género y que pretende explicar cómo están construidas las sociedades distópicas. Defred incluso quisiera ser un personaje: “Si esto es un cuento que yo estoy contando, entonces puedo decidir el final. Habrá un final para este cuento, y luego vendrá la vida real. Puedo decidir dónde dejarlo” (Atwood, 2017b, p. 55).31
Ya ni siquiera podemos estar seguros de quién cuenta la historia, porque si convenimos que lo que le otorga existencia a Defred es la narración, cuando esta duda de la realidad de su historia entonces también ella como sujeto se desvanece.
Stein considera que Atwood yuxtapone el proyecto feminista y la crítica posmoderna al lenguaje (1991, p. 269)32. Esta crítica se realiza por medio del soliloquio del personaje principal que traslada la subjetividad del cuerpo al lenguaje. Con sus cuerpos prisioneros, no hay gramática sensual posible para construir un sujeto, por eso las criadas hablan, y Defred en particular escribe -aunque al menos una lo hizo antes que ella: la que grabó la frase nolite te bastardes carborundorum en la habitación que ella usaría mientras fue criada del Comandante-, ejerciendo ese minúsculo poder que le queda al tiempo que se erigen como sujetos.
Defred escribe y al hacerlo crea su subjetividad. Recuérdese cómo ni siquiera posee nombre, vale decir, identidad, por lo que hasta que empieza a contar es una cosa. Este proceso, mediado por el discurso, la coloca en el núcleo de la posmodernidad. Porque como ya se dijo al inicio, en la posmodernidad el discurso se ha fragmentado en un archipiélago. En la novela parece, tal vez engañosamente, que el discurso de Defred domina; pero lo cierto es que una de las formas de interpretar el final es que, en una historia que no termina Defred, la última palabra la tiene un hombre representado por ese académico que da una conferencia sobre el diario recuperado de Defred años después de que Gilead ha sucumbido.
De ahí que, en El cuento de la criada, las mujeres vivan no solo en el espacio interno de la casa, como ya se indicó, sino dentro de ellas mismas: “Me estiro, pues, dentro de la habitación, bajo el ojo de yeso del cielo raso, detrás de las cortinas blancas, entre las sábanas, y me deslizo dentro de mi propio tiempo, abandonando el ritmo que nos marcan” (Atwood, 2017b, p. 35)33, haciéndose preguntas, tratando de llenar el tiempo y de entender, pero Defred no suele responder, casi no elabora argumentos; se limita a narrar. La sociedad que la oprime no le explica nada -más allá de los intentos de una tía y en menor medida del Comandante que la viola por justificarse ideológicamente- mediante la añeja tradición filosófica del diálogo; se limita a mostrarle cómo funciona la distopía mediante los hechos desnudos de retórica, como el muro donde se cuelga a los ejecutados.
5. Conclusiones
Podría considerarse que parte de la incertidumbre política de hoy se encuentra en la falta de actualización del lenguaje teórico, porque se estaría estudiando la modernidad tardía con categorías de pensamiento correspondientes a la primera modernidad. Por ello se ha sugerido que conceptos como totalitarismo, fascismo, populismo o dictadura deben ser reemplazados, redefinidos, etc. Si bien es pertinente una revisión, lo cierto es que esos conceptos siguen siendo válidos para entender las motivaciones políticas de las sociedades contemporáneas, su cercanía con el pensamiento utópico lo demuestra. El cuento de la criada es un ejemplo de esta premisa.
Toda distopía literaria describe una forma de distribuir bienes, materiales o simbólicos. En la novela que se estudia aquí, el bien escaso -material y simbólico a la vez- es el cuerpo de la mujer. Como sucede cuando un bien es escaso, la competencia por él es feroz; además, quien posee el bien tiene un arbitrio irresistible sobre la sociedad y una gran capacidad para impedir ser desplazado de esa posición. El arbitrio y la lucha se conjugan para que sean los mismos dominados los que colaboren en su opresión. Esa condición inaudita está presente en todo relato distópico: el prisionero que es a la vez su propio carcelero. En El cuento de la criada la manifestación de esto son las mujeres ubicadas en la parte superior de la estratificación social distópica como esposas y criadas, quienes ejercen el control sobre las que ocupan los estratos más bajos.
Pese a que se considera que El cuento de la criada es una distopía feminista por antonomasia, su autora rechaza esa idea. Aun así, una posibilidad de interpretar la novela de Atwood es decir que la sociedad es una distopía para las mujeres. La sociedad real, no la de ficción, en la que los hombres usan el sexo como instrumento de dominación del patriarcado. En esa sociedad patriarcal la mujer pierde la soberanía sobre su cuerpo. El cuento de la criada recrea una sociedad que es toda ella esa cárcel que secuestra el cuerpo de la mujer, una en la que son las mismas mujeres las custodias y carceleras.
Hay una particular sensibilidad en la distopía feminista -a pesar de que la etiqueta pueda ser disputada-, que se debe a que las mujeres están plenamente conscientes, tal vez más que cualquier otro grupo social, de la facilidad con la que pueden revertirse los derechos que han ganado, además de vivir per se en una minusvalía de derechos. Al mirar a la sociedad desde esa perspectiva pueden advertir primero y mejor su degradación, para cuyo registro echan mano con singular maestría de la narración distópica.
Si bien todas las propuestas utópicas parten de la posibilidad de transformar la sociedad mediante un esfuerzo guiado por la racionalidad humana, en ellas la religión convive junto a la razón como sistema de pensamiento que aglutina hoy a las sociedades huérfanas de logos.
Lo relevante es que en la modernidad tardía hay una configuración cultural, política y económica que propicia la distopía. Porque la identidad entre modernidad y utopía genera una de las terribles falencias de esta. Es como si el género utópico, más que estar dividido en eutopía y distopía, al salir de la ficción literaria o de la teoría sociológica e intentar construir sus sociedades perfectas en la realidad, fuese una continuidad dividida en fases en la que fatalmente la eutopía, con su idea de una sociedad buena construida racionalmente, degenera en distopía.