1. Introducción
Un reclamo que debe formularse a los realizadores de cine que abordan la temática de la disidencia sexual en Latinoamérica es que muchas veces, en sus obras, las identidades no heteronormativas son representadas en términos de minusvalía social, es decir, que son consideradas propias de individuos que no tienen la capacidad de enfrentar, acertadamente, las diversas circunstancias que supone vivir en un mundo cisheteropatriarcal, lo que deriva en una presentación de relatos de vida marcados por la debilidad, el desamparo o el infortunio. En estas obras, los disidentes sexuales son exhibidos como sujetos de piedad, por los cuales solamente puede sentirse conmiseración o pena. Este tipo de películas desarrollan lo que llamamos el discurso de la narrativa del fracaso o del dolor, el cual no solo estaría presente en la cinematografía, sino también en otros registros representacionales como la literatura (Leonardo-Loayza, 2020b, p. 12; 2021).
El cine peruano que aborda la temática de la disidencia sexual no es la excepción. Baste recordar obras como “Los amigos” (cuarto episodio de Cuentos inmorales, 1978) y No se lo digas a nadie (1998), de Francisco Lombardi; Bullyng maldito (2005), de Melitón Eusebio; El pecado (2006), de Palito Ortega; Contracorriente (2009), de Javier Fuentes-León; Sebastián (2014), de Carlos Ciurlizza; Retablo (2017), de Álvaro Delgado Aparicio; Sin vagina me marginan (2017), de Wesley Verástegui; y Mapacho (2019), de Carlos Marín. Todas estas películas son de una enorme calidad estética, pero tienen como denominador común el ofrecer representaciones sobre los individuos que conforman la comunidad LGTBQ+, que no logran escapar de la victimización. Son obras en las que los personajes no heteronormativos están condenados a fracasar en sus proyectos de vida o a padecer una serie de vicisitudes, lo que usualmente termina con el suicidio de este tipo de personaje o su apartamiento (voluntario o no) de la sociedad. Sin embargo, también hay otros filmes que apuestan por desarrollar historias de corte alternativo, que logran cuestionar los preceptos del orden heteronormativo y plantean un derrotero diferente para estas identidades sexuales disidentes. Uno de estos textos fílmicos que consiguen en gran parte lo dicho anteriormente es Loxoro (2011), de Claudia Llosa 1. Dicho filme formó parte del proyecto Fronteras, una serie de cortometrajes latinoamericanos producidos por la televisora de cable TNT, y que en el año 2012 se hizo acreedor del Teddy Award del 62 Festival Internacional de Cine de Berlín.
Loxoro relata la historia de Maricruz, una madre transgénero que busca a su hija de diecinueve años, Mía, quien también es una mujer transgenerizada. Esta última ha desaparecido hace varios días y Maricruz recorre todos los espacios en los que se desarrollaba la vida de su hija, mostrando de este modo el mundo en el que tanto hija como madre viven a diario. Uno de los méritos del filme es que cartografía los espacios que transita parte de la comunidad LGTBQ+ en la zona urbana de la capital del Perú. Se dice parte, porque, como anota bien Carlos Cáceres: “No existe una cultura homosexual unitaria en Lima. Por el contrario, varias subculturas coalescen claramente entrelazadas y mutuamente determinadas” (2001, p. 189). En efecto, lo que proyecta el cortometraje se enfoca en la “cultura de ambiente” (Motta, 2001)2 correspondiente al mundo de las travestis o mujeres trans o transgénero. La película de Claudia Llosa permite visualizar la realidad en la que se desenvuelven estos personajes, la misma que permanece oculta a los ojos de aquellos que no pertenecen a esta comunidad genérico-sexual. En tal sentido, Loxoro es una importante obra que posibilita documentar un mundo que usualmente se presenta esquivo y tergiversado, porque es representado casi siempre apelando a una serie de estereotipos que contribuyen a estigmatizar negativamente a las travestis, un mundo sobre el cual se ha ejercido violencia simbólica mediante los regímenes de visibilidad constituidos desde lo cisheteronormativo.
Así, se pretende demostrar que en este cortometraje de Claudia Llosa se realiza una denuncia en contra de las condiciones sociales a las que son sometidas las travestis, cuyos cuerpos son violentados, desaparecidos o desechados. Igualmente, se desea probar que este filme evidencia una serie de representaciones de identidades no heteronormativas que interpelan al sistema cisheteropatriarcal. Dichas identidades tienen la capacidad de agencia, y sus acciones subvierten algunas instituciones básicas de dicho sistema como la maternidad y el lenguaje. El análisis que se desarrolla trabaja con las escenas del cortometraje, poniendo énfasis en las representaciones de las mujeres trans que aparecen en la diégesis. Las disciplinas desde donde se realiza dicho análisis son los estudios queer, las investigaciones sobre género y el psicoanálisis, especialmente el de impronta lacaniana.
2. Transfobia y violencia
Loxoro se inicia con una escena sensual. En una habitación semioscura, atiborrada de imágenes religiosas, objetos multicolores y peluches, se aprecia la figura de un cuerpo femenino. Este cuerpo es delgado, está vestido con ropa ceñida y se mueve al ritmo sugerente de una pieza de música electrónica. La cámara realiza un plano detalle del cuello y hombros del personaje, baja lentamente mostrando el pecho, la cintura, las caderas; se detiene y regresa en sentido opuesto. Cuando llega al rostro, el personaje gira y la cámara ofrece un primer plano distorsionado. Acto seguido, nuevamente recorre el cuerpo del mencionado personaje, baja del cuello a la cintura, pero al subir esta vez sí llega a la cabeza y puede verse nítidamente el rostro de la persona que baila. No se trata de una mujer cisgénero (como en un inicio todo hacía pensar), sino de una travesti, una muchacha mestiza que se está terminando de acicalar en frente de un espejo.
En la siguiente escena se ve al mismo personaje, con la misma ropa, de noche y en una especie de descampado, siendo perseguida por una camioneta enorme. Uno de los ocupantes del vehículo desciende rápidamente y atrapa a la travesti, luego bajan dos hombres más. Todos blancos y de mediana edad, rodean a la muchacha y le dirigen palabras como “mi amor”, “mi vida”, “conejita”, pero claramente no se trata de una seducción, el cortejo viene con risas y empujones. Los hombres le preguntan: “¿Cuánto cobras?”. La muchacha, llorando, les responde: “quince soles”. En este trajín, los hombres rozan el cuerpo semidesnudo de la travesti, lo palpan, lo tocan. En los rostros de dichos hombres hay deseo, pero también se descubre cierto desagrado. En palabras de Julia Kristeva se están enfrentando a lo abyecto, es decir, están posicionados ante aquello que es “un polo de atracción y repulsión” (2006, p. 7). La muchacha travesti, los atrae, pero a la vez les repele, la rechazan. Su condición transgénero los perturba, pero aun así se muestran fascinados por ella. La asedian con sus cuerpos y la tratan con delicadeza, intentan no hacerle daño. Uno de ellos dice:
- Que nos enseñe alguito. - A ver, ¿qué tiene ahí? -dice otro. Toca el pecho de la muchacha. Se ve caer un pedazo de relleno. - Uy, uy, se cayó, ja, ja, ja. - Se cayó la teta, ja, ja, ja.
Los tres hombres ríen sin soltar a la muchacha, a quien tienen sujetada por la cintura. De pronto la situación cambia, pasa de la cordialidad al grito y el insulto. Uno de ellos le dice: “conchatumadre”. Otro le pregunta: “¿Te gusta ser cabro3, mierda?”. Es inevitable inquirir por qué estos hombres pasaron tan de improviso del galanteo al escarnio, por qué cambiaron las palabras suaves por los agravios. Esta actitud puede explicarse debido a que lo abyecto es también frontera, “ambigüedad, porque aun cuando se aleja, separa al sujeto de aquello que lo amenaza -al contrario, lo denuncia en continuo peligro” (Kristeva, 2006, p. 18). Lo abyecto representa lo indeciso, lo incierto. Estos hombres al ver a la travesti no pueden dejar de sentir que están ante una mujer cisgénero. Desde una visión androcentrista y cisheteronormada, asumen que se trata de un simulacro, una impostura que niega la esencia de su masculinidad, que la pone en riesgo. El hecho de despojarle del relleno del pecho implica arrebatarle un atributo femenino, evidenciar la supuesta estafa, alejar al fantasma de la homosexualidad con el que todos los varones han construido su masculinidad, que los ronda y los interpela continuamente. A este respecto, Juan Carlos Callirgos no se equivoca cuando afirma: “Ya que los hombres no disponemos de formas socialmente aceptadas de sublimar nuestros impulsos homoeróticos, el homosexual [debería añadirse todo disidente sexual] es fuente de tentaciones. De fantasías que producen miedo y que deben ser alejadas a toda costa” (1996, p. 81). A pesar del miedo, el deseo puede más. Así, estos agresores reducen a la muchacha y la violentan. Uno de ellos le pregunta:
- ¿Quieres saber lo que te vas a comer, conchatumadre? Otro de los hombres le responde al primero: - Primero que me la chupe a mí. -Abre la boca, conchatumadre. -Le ordena un tercero a la travesti mientras dirige su miembro hacia esta última.
Este último agresor introduce su pene en la boca de la muchacha y la obliga a que le practique una felatio. Luego, ella es empujada contra el capó de la camioneta que la había perseguido. Otro de los hombres se coloca detrás de la travesti. En ese instante se produce una elipsis4. No es necesario ver lo que sigue para saber que estos hombres están abusando sexualmente de la mujer transgénero. Un aspecto importante sobre esta omisión es que debe entenderse que no es que no carezca de importancia, sino que, como enseña Mieke Bal: “El acontecimiento sobre lo que nada se ha dicho puede ser tan doloroso que ésa sea precisamente la razón de que se elida” (1998, p. 79).
La tortura aún no ha acabado. En la siguiente escena, se aprecia cómo estos hombres le cortan el cabello a la muchacha al estilo de un varón. Mientras la rapan, uno le dice, riendo, que con ese corte “ya estás pareciendo hombre, ahora sí”; otro, riendo también, que “ahora sí se parece más a Roberto”; y el tercero, finalmente, “con ese corte ya estás quedando como una reina”. La cámara realiza un primer plano. Se detiene algunos segundos en el rostro de la muchacha, quien gime y llora amargamente. Los hombres realizan esa acción porque no soportan la presencia de lo abyecto; como se dijo antes, su ambigüedad los desconcierta. Con razón, Kristeva dice de lo abyecto: “me atrae hacia allí donde el sentido se desploma” (2006, p. 8). La ambigüedad molesta, perturba, desestabiliza y confunde. Por tal motivo, estos individuos intentan definir a la travesti, resignificarla otra vez como un hombre. Para eso, la despojan de su cabello largo, que es una de las insignias de la feminidad. Sin ese cabello, los agresores piensan que el artificio queda al descubierto.
Las preguntas que surgen en este tramo del análisis son: ¿por qué ejercer semejante sadismo sobre la muchacha? ¿Acaso no era suficiente que fuera violada? El hecho implica algo más que el deseo erótico de estos hombres. Como dice Lohana Berkins, el cuerpo travesti surge como modo de deseo, pero también como desestabilizador de la normalización y el disciplinamiento de las corporalidades (2010, p. 92). Los agresores, con sus actos, intentan corregir lo que aparentemente está errado. Así, llaman al orden a este abyecto, quieren encausarlo dentro de la heterosexualidad y la cisgeneridad (que se asumen socialmente como la norma) mediante la violencia, recordarle lo que es ser un varón.
Los hombres en general están pendientes de otros hombres, pero a diferencia del grupo de mujeres, en los que usualmente se desarrollan prácticas de solidaridad como la sororidad o el affidamento, los varones ejercen un control severo sobre los otros hombres. Estos siempre están bajo el cuidadoso y persistente escrutinio de sus pares. Como manifiesta Michael Kimmel: “Ellos nos miran, nos clasifican, nos conceden la aceptación en el reino de la virilidad [...]. Son ellos quienes evalúan el desempeño” (1997, p. 54). De esta manera, los hombres que agreden a la muchacha en la diégesis de Loxoro se arrogan la obligación de intervenir para ayudar -desde su perspectiva cisheteronormada- al varón caído, en este caso, la travesti desorientada. No obstante, debe dejarse en claro que, en realidad, los mencionados sujetos no realizan este control porque sientan algún tipo de empatía con el individuo al que “ayudan”, sino que la conducta de esta muchacha está poniendo en riesgo la masculinidad y la cisgeneridad como instituciones, y los privilegios que dichas instituciones procuran para todos los varones. Estos guardianes de la virilidad y el privilegio masculino (McIntosh, 1988) deben actuar de oficio para salvaguardar el lugar que ocupa el varón en el espectro sociosexual.
En la siguiente escena, los hombres obligan a la muchacha a hacer sentadillas. Con el pelo cortado al estilo de un hombre, con el torso desnudo y tapando como puede su pecho, entre lágrimas, esta muchacha cuenta los ejercicios que lleva a cabo:
- Cuatro… Cinco… Seis. Salta, salta, chivo. -Le dice uno. - Siete… Ocho. Más alto, cabro. -Dice otro de los hombres. - Nueve… Diez. - Fuerte, más fuerte… Sigue contando, conchatumadre. -Le gritan. - Once. - ¡Arriba, arriba, como hombre, conchatumadre!
En la escena citada se puede reconocer lo que explica Michel Foucault acerca de la disciplina y el cuerpo. Este teórico francés dice que el cuerpo
[...] está también directamente inmerso en un campo político. Las relaciones de poder lo convierten en una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a trabajos, lo obligan a ceremonias, exigen de él signos. (2010, p. 35)
Lo que buscan estos guardianes del sistema cisheteropatriarcal es disciplinar a esta muchacha mediante el sometimiento de su cuerpo; intentan doblegarla por medio del ejercicio físico intenso, reconvertirla en hombre mediante el suplicio. No es gratuito el tratamiento que utilizan con ella ahora: (el) “chivo”, (el) “cabro”. Esta forma de misgendering, es decir, el acto de referirse a una persona trans con otro género a aquel con el que esa persona se identifica, implica una masculinización del personaje.
Uno de los insultos que más repiten estos hombres a la muchacha es “conchatumadre” (que es la apócope de la expresión “irte a la concha de tu madre”). Esta expresión coprolálica significa enviar a alguien al lugar de donde vino, a la vagina de su madre; con esto se le está diciendo que de allí nunca debió salir, por ser un individuo despreciable. Esta consideración reafirma la percepción que se tiene sobre esta travesti como un abyecto, un individuo que no debe existir, por ser distinto, anómalo, raro. El insulto proferido patentiza la transfobia, manifiesta el deseo de que el cuerpo de la mujer transexual no exista, desaparezca, porque este cuerpo es subversivo, “por cuanto se refleja en la estructura imitativa mediante la cual se produce el género hegemónico y por cuanto desafía la pretensión a la naturalidad y originalidad de la heterosexualidad” (Butler, 2002a, p. 185).
Un aspecto que no debe soslayarse es que los hombres que cometen esta agresión son blancos y, por la camioneta en la que se transportan, adinerados; en cambio, la muchacha trans agredida es mestiza y pobre. Esta situación no es casual, ya que revela la interrelación entre las estructuras racistas, cisheteropatriarcales y capitalistas, las que trabajan juntas en la formación y mantenimiento de la colonialidad, escenario en el que los miembros del grupo de poder creen que pueden tener acceso, control y dominio sobre los cuerpos de los grupos que sufren la jerarquización. En tal contexto, dichos cuerpos son descartables, desechables; por eso se puede abusar de ellos, violentarlos, torturarlos, destruirlos y desaparecerlos. En el recorrido fílmico, las palabras corteses y los cariños han desaparecido, dándole paso al maltrato, a la humillación, al oprobio. Estos hombres están convencidos de que su víctima es un varón al cual hay que corregir, reconducirlo por el camino del “bien”, de la heterosexualidad y la cisgeneridad.
No se sabe exactamente qué sucede con la muchacha (no aparecerá más en el cortometraje), pero se puede suponer el destino final que tuvo. Con la violación, desde el punto de vista psicoanalítico, esta mujer transexual ha sido expuesta a su fantasma, ha muerto simbólicamente. Según Slavoj Žižek (2008), quien sigue en esto a Sigmund Freud, el problema de la violación es que el impacto traumático que genera se debe no simplemente a que constituye un caso de violencia brutal externa, sino a que “toca” algo que en la propia víctima es objeto de una renegación. La profesora australiana Germaine Greer, en su libro Sobre la violación, sostiene que “las mujeres, sin duda, fantasean con ser violadas” (2019, p. 58). Cuando las personas encuentran en la realidad aquello mismo que más intensamente desean en su fantasía, huyen rápidamente de ello. Como añade Žižek, esto se produce no solo a causa de la censura, sino más bien porque “el núcleo de nuestro fantasma nos resulta insoportable” (2008, p. 63).
Debe entenderse que hay una fisura que separa, irremediablemente, el núcleo fantasmático del ser del sujeto de sus identificaciones simbólicas o imaginarias más superficiales. De esta manera, es imposible asumir plenamente (en el sentido de una integración simbólica) el núcleo fantasmático del ser: cuando alguien se acerca demasiado a dicho núcleo ocurre la afanisis (autoobliteración) del sujeto, es decir, este último pierde su consistencia simbólica, se desintegra, se borra5. Ahora bien, la actualización forzada de este núcleo fantasmático del ser en la realidad social es quizá la peor de las violencias (o tal vez, como dice Žižek, la más humillante) porque socava el fundamento de la identidad del sujeto (de la imagen que tiene de sí mismo). En Loxoro esto le ocurre a la muchacha travesti, la cual es expuesta a su fantasma. La violencia, como se dijo, no viene solamente del acto de ser agredido sexualmente, sino de que se le muestra eso que -según el psicoanálisis- toda mujer, sea cisgenérica o no, inconscientemente, en secreto desea, pero de lo cual reniega.
Lo anterior puede ser considerado como una manifestación del discurso de la narrativa del fracaso o del dolor, al que se hizo referencia en el inicio de este artículo. La historia de Mía (recién en la siguiente escena del filme se sabrá que este es el nombre de la muchacha travesti agredida) es la de un personaje de identidad sexual no normativa que sucumbe por la transfobia; es decir, por el odio, por el miedo, por la intolerancia, la discriminación o el prejuicio irracional contra las personas trans. Loxoro es un relato de vida marcado por la intolerancia, la violencia y el infortunio. Sin embargo, esta no es la única historia que se cuenta en el cortometraje, sino que también se tiene la de Maricruz, la madre de Mía.
3. Maternidad protésica y agencia transgénero
La protagonista del resto del cortometraje es Maricruz (a quien también llaman Makuti). Se trata de una mujer transexual de aproximadamente cincuenta años, lleva el cabello largo y (mal) pintado de rubio, las ojeras de su rostro denotan una vida difícil y trajinada. La escena con la que se inicia esta segunda parte del filme muestra a Maricruz buscando a Mía, primero en algunos lugares cotidianos que frecuenta su hija, luego en la casa de esta última, pero sin suerte. Entonces decide dirigirse al lugar donde usualmente esta trabaja. Cuando llega en un taxi se aprecia que hay un grupo de mujeres transgénero ofertando sus servicios sexuales. Maricruz le pide al taxista que se detenga un instante, porque ha reconocido a una de ellas. Empleando el loxoro, pregunta por Juliette. La travesti abordada, utilizando el mismo dialecto, le indica que la vio calles más allá. Maricruz le dice al taxista que siga avanzando, pero este se molesta y le responde:
-Oiga, este es un taxi serio. -Ya sé que es un taxi serio. ¿Qué me quiere decir? Yo soy una persona seria. -Ya, ya. Está bien, señor. -Replica el taxista. -¡Yo no soy un señor! ¿No me ve? Mire… ¿Qué ve en mí? Yo no soy un señor. Soy una señora. Yo me llamo Maricruz. ¿Me entiende? -Ya, ya, no moleste, hombre.
Esta es una escena significativa, porque el conductor ha puesto en duda la identidad de género de Maricruz. A pesar de que ella se haya hecho crecer el cabello y se lo peine como una mujer cisgénero, aunque se vista con ropas tradicionalmente femeninas y modifique su voz para darle, igualmente, un aspecto femenino normativo, no es suficiente. El taxista la ha devuelto al lugar simbólico de donde quería escapar: la masculinidad.
Maricruz, para asumir un lugar en lo femenino, ha decidido emplear como estrategia el adoptar la apariencia y los usos de una mujer cisgénero. Se ha travestido. En este punto es importante citar a Judith Butler cuando explica que: “la acción de género exige una actuación reiterada, la cual radica en volver a efectuar y a experimentar una serie de significados ya determinados socialmente, y ésta es la forma mundana y ritualizada de su legitimación” (2016, p. 274; cursivas del original). Maricruz entiende esta situación, por eso actúa reiteradamente la serie de significados que la legitimen frente al resto como una mujer normativa. Sin embargo, como acaba de verse en el incidente con el taxista, la performance que realiza esta travesti no ha sido exitosa como para persuadir al resto de que se trata de una mujer cisgénero, sino de una mujer trans.
Patricia Soley-Beltrán explica que: “La vigilancia colectiva en el espacio público es notable dada la ubicuidad del género en la interacción social” (2012, p. 70). En efecto, es la mirada del otro, entre diferentes factores, la que reconocerá si se forma parte de un grupo o no. Como añade Scheff: “Esta vigilancia social tiene siempre un componente evaluador y, por lo tanto, da lugar o bien al orgullo o a la vergüenza” (como se citó en Soley-Beltrán, 2012, p. 79). En el caso de Maricruz este otro está representado por el taxista, quien ha puesto en cuestionamiento la identidad de género de esta. Por dicha razón, la reacción de Maricruz para que el taxista rectifique su perspectiva: “Yo no soy un señor. ¿No me ve? Mire… ¿Qué ve en mí? Yo no soy un señor. Soy una señora. Yo me llamo Maricruz. ¿Me entiende?”. En esta respuesta airada hay una exigencia de reconocimiento. Maricruz porta las insignias de la feminidad y, por ende, reclama ser reconocida como una mujer cisgénero. Sin embargo, el taxista termina la discusión negándole la palabra a este personaje trans (“Ya, ya, no moleste”) y resituándola en la esfera de lo masculino al llamarlo “hombre”. La vigilancia social cisheteronormativa ha ejercido su juicio una vez más y el dictamen es negativo, lo que se traduce en exclusión y vergüenza para Maricruz.
A primera vista podría pensarse que este personaje fracasó en su intento por ser aceptada como una mujer cisgénero, pero si se observa con detenimiento la relación que se establece entre este individuo transgénero y Mía, se llegará a la conclusión de que en realidad Maricruz ha triunfado en su deseo, desafiando los postulados de la cisheteronormatividad. Ello se explica en función al vínculo especial que existe entre Maricruz y Mía: son madre e hija. Si bien en el recorrido fílmico no se explica detalladamente cómo se desarrolla esta relación, lo cierto es que se infiere que Maricruz hace las veces de madre de Mía, la cuida, se preocupa por ella (lo que se manifiesta en la intensa búsqueda que hace de esta última ante su desaparición). Así, ser madre en el mundo cisheteropatriarcal es un acontecimiento muy importante, porque, como explica Orna Donath, la maternidad conducirá a la mujer a
[...] una existencia valiosa y justificada, un estado que corrobora su necesidad y vitalidad. La maternidad anunciará tanto al mundo como a sí misma su extensión de mujer en toda la extensión de la palabra, una figura moral que no solo paga su deuda con la naturaleza al crear vida, sino que además la protege y la promueve. (2017, p. 34)
De esta manera, el convertirse en madres significará para muchas mujeres el haber cumplido exitosamente con el rol que la naturaleza supuestamente les ha encomendado. Se trata de una figura moral que servirá como convalidación social de que son “auténticamente mujeres”. En el caso de Maricruz, a pesar de que ella no es una mujer biológicamente, el hecho de adoptar a Mía y cumplir con ella los mandatos de la maternidad (cuidar y preocuparse por los hijos) hace que se la perciba socialmente como una madre, pero se trata de una maternidad protésica. Entendemos esta noción como el hecho en el que se produce la sustitución de un miembro que forma parte de las relaciones de parentesco madre-hijo, por otra entidad que no es necesariamente humana y que se encarga de reproducir el papel que uno de estos miembros representaba en dichas relaciones6.
La maternidad que ejerce Makuti es protésica, puesto que no es biológica, sino que está sustentada en una serie de prácticas sociales y culturales, las cuales logran cuestionar la validez de la matriz cisheteronormativa: Maricruz no es una mujer cisgénero y, por lo tanto, no puede concebir, pero igualmente se la considera una madre. Esta maternidad que actúa Maricruz es sui géneris, porque si bien se emplea la terminología propia de la sociedad cisheteropatriarcal (madre-hija) para referirse a ella, esta relación muestra otros ribetes que recuerdan que la maternidad no solo es una cuestión que implica lo biológico, sino que también están presentes elementos sociales y culturales. Madre no es quien pare, sino quien ama y, en este caso, quien cuida y se preocupa, pareciera ser una sentencia que esboza el filme. El psicoanalista italiano Massimo Recalcati dice que “el Otro materno es el primer ‘socorredor’ en el arranque traumático de la vida; sus manos sirven para preservar esa vida, para protegerla, para sustraerla a la posibilidad de la caída” (2018, p. 23). Lo anterior no solo se practica en los primeros años de vida de los seres humanos, sino que las madres prologan este ejercicio de cuidado durante toda su existencia. A pesar de que Mía no es una menor de edad, Maricruz la cuida y busca protegerla. Esta reformulación de las relaciones de parentesco, como indica Judith Butler, supone la “creación discursiva de una comunidad, una comunidad que crea vínculos afectivos entre sus miembros, se preocupa por ellos y les enseña, protege y habilita” (Butler, 2002a, p. 77).
La decisión de ser madre sin ser una mujer cisgénero hace que pueda decirse que este personaje es un individuo que no acepta pasivamente los dictados de la naturaleza, que le ha negado rotundamente ser una mujer biológica y concebir. Esta mujer transexual es un ser con agencia, es decir, alguien que ha hecho algo para superar su estado de precariedad y lograr sus metas (Sen, 1985, p. 203). Pero se debe asumir más ampliamente esta categoría y decir que esta acción implica también la habilidad de hacer pequeños cambios en el mundo y en la misma persona dentro de condiciones históricas y culturales específicas. Tales acciones incluyen modos determinados de ser, la afectividad, las aspiraciones, los proyectos y deseos (Mahmood, 2001). El agente tiene la capacidad de considerar el mundo desde un punto de vista que entiende propio. Como enseña Rosa Elena Belvedresi, esta capacidad implica
[...] la posibilidad que tienen los agentes de “pasar por sí” lo que le viene dado desde el mundo histórico-cultural, la habilidad de apropiarse de marcos de sentido disponibles, apropiación que también puede ser re-significación, o incluso [...] una radical generación de sentidos nuevos. (2018, p. 7)
Pese a que todo le señalaba que no podía ser una mujer cisgénero, Maricruz lo ha logrado e, incluso, ha alcanzado el nivel más alto al que socialmente puede aspirar este tipo de mujer: ser madre. En la relación que establecen Maricruz y Mía hay un uso distinto de la institución de la maternidad; esta ha sido violentada, apropiada, resignificada, adecuada a las circunstancias del mundo trans.
A contracorriente de la representación estereotipada de los disidentes sexuales en el imaginario social -sustentada, promocionada y avalada por un régimen de visibilidad afincada en lo heteronormativo y lo cisgenérico, que presenta a dichos individuos como ávidos de sexo, tremendamente promiscuos e irresponsables-, la representación de Maricruz es la de una identidad que difiere de estos contenidos. Se trata de una persona que desea ser reconocida como una mujer cisgénero y, para lograrlo, desarrolla el papel de madre. Empero no lo hace solo en el sentido de la madre normativa, sino que amplía este papel y lo convierte en un hilo de la red de apoyo de la comunidad travesti. Lo interesante del caso es que Maricruz no performa esta conducta como producto de un instinto natural, del “instinto materno”, como lo llama Elizabeth Badinter (1980, p. 12), sino que es el resultado de una elección personal. De tal manera, esta maternidad protésica se erige como un acto político que no solo sirve para conseguir un objetivo individual, sino que, a la par, cuestiona el modo cómo el sistema cisheteropatriarcal ha concebido la maternidad. Maricruz, con su actuación, ha resemantizado esta institución, sacándola fuera de lo biológico e instalándola plenamente en el plano de lo social y cultural7.
Si bien es cierto que el cortometraje Loxoro exhibe una serie de representaciones positivas sobre el homosexual, como la que acaba de referirse, también lo es que en su diégesis aparecen algunas otras representaciones ambiguas que podrían considerarse reiterativas de los lugares comunes que se tienen sobre esta comunidad sexogenérica. En lo que sigue se detallarán algunas de estas.
4. Ambigüedades representacionales y el lenguaje
Maricruz le pide a otra travesti que la acompañe al lugar donde vive su hija. Luego de un rato de caminata llegan a una casa de dos pisos. Plondar’s Castillo (el castillo de Plondar), se puede leer en una de las paredes del segundo piso. Se trata de un lugar tugurizado donde se escuchan varias conversaciones a la vez, hay murmullos, llantos de niños pequeños en otras habitaciones. Una vez adentro, las dos travestis ingresan al cuarto de Mía mas no encuentran nada fuera de lo común. Maricruz recorre con la mirada el sitio, alza un peluche y lo acaricia. La cámara ha privilegiado esta toma para enfatizar la relación que tiene Maricruz con Mía, la preocupación que la primera siente por la desaparición de la segunda. El gesto de coger el muñeco es importante, porque de este modo se sugiere que, para Maricruz, Mía es todavía una niña y, por lo tanto, aún necesita de cuidado y protección.
En la siguiente escena, Maricruz se reúne con las otras mujeres transexuales que viven en esta casa. Jóvenes desenfadadas, sentadas en unos sofás, responden las preguntas sobre el paradero de Mía. Las travestis no saben nada de ella. Solo atinan a ensayar una serie de hipótesis sobre lo que pasó con la hija de Maricruz. Una dice que “quizá se haya ido con un chico”; otra, “para mí que ha ido a hacer un robo”; una tercera, “seguro se ha ido a bailar”. Cuando Maricruz es interrumpida por la travesti de cabello negro con la que llegó a la casa, escucha que una de las muchachas sentadas dice que “ya que se fue, que le den su habitación”8. Maricruz sale más confundida que antes de ese lugar. La escena anterior es bastante interesante, porque el filme presenta a unas travestis o mujeres transexuales que calzan perfectamente con los estereotipos que la sociedad cisheteropatriarcal ha utilizado para fijar la identidad de estos individuos: se trata de seres superficiales, narcisistas, indiferentes al dolor ajeno.
Esta misma representación se repite cuando Maricruz va a las calles en las que acostumbra a trabajar Mía. Como se vio párrafos atrás, Maricruz llega hasta aquí en taxi. A medida que avanza se puede observar una serie de travestis esperando clientes. Aquí Maricruz se encuentra con Juliette, una travesti conocida suya, a quien le pregunta por su hija. Cuando Juliette le está contestando, se escucha el sonido de una sirena de policía y las trans, que estaban cerca del taxi donde viajaba Maricruz, se meten rápidamente al vehículo y le ordenan al chofer que avance. En el interior del auto, las travestis empiezan a hacer bulla, se ríen estruendosamente, sacan los celulares que han robado a sus clientes durante la jornada. En eso, Juliette le dice a Maricruz:
-Ya quita esa cara… Te voy a decir la verdad. La he visto como hace dos días… y está con el… ¿Cómo se llama? El… Está con el “Brillante”. Otra de las travestis interviene y le dice a Maricruz: -Pura mentira, hermana, mentira… A mí me han dicho que está con el Martín. -Martín, el maleado de la cuadra -añade una tercera. -Mentira… Yo la he visto con “La pozo” -dice otra. -Mala eres, Maricón -replica Juliette. Y mirando a Maricruz le dice:- Además, sea como sea a tu hija la buscas por tu cuenta. -Y añade: - Ya te puso los cuernos… Ya te cagó… Tú muda.
El texto nuevamente ofrece una representación que refuerza los estereotipos que se tienen sobre las travestis, a las cuales se les vincula con el robo, la promiscuidad sexual y la prostitución. No está errada Lohana Berkins cuando afirma que en la sociedad existe una asociación perversa entre la prostitución y el travestismo (Berkins y Korol, 2007, p. 18). Al reiterar dichos estereotipos, el cortometraje pareciera señalar que estos son los modos de vida que le esperan a los individuos transgéneros. A partir de este protocolo de representaciones se sugiere que la mujer trans es una víctima de la sociedad y, por esta razón, incurre en un tipo de vida desordenada y delictiva. Si bien esta decisión narrativa pareciera correcta, porque evidencia la situación precaria a la que es enfrentada dicho personaje, esta resulta peligrosa, ya que puede ser considerada como modelo de vida a seguir. Fredric Jameson anota:
Puede que estos retratos del sufrimiento sean necesarios para despertar la indignación, para conseguir que la situación de los oprimidos sea más ampliamente conocida, incluso para convertir su causa a sectores de la clase dominante [los individuos heterosexuales y cisgéneros]. Pero el riesgo consiste en que cuanto más se insiste en el sufrimiento y en la impotencia, más acaban asemejándose los afectados a víctimas débiles y pasivas, fácilmente dominables dentro de lo que puede interpretarse entonces como imágenes ofensivas, de las cuales cabría decir que depotencian precisamente a aquellos a quienes conciernen. (2000, p. 8)
En efecto, representar a las mujeres transexuales de este modo es correr el riesgo de que se las victimice y se las asuma como individuos incapaces de generar respuestas a las dificultades que involucra desenvolverse en un entorno cisheteronormativo. Asimismo, como explica Traci B. Abbott (2013), la representación estereotipada de los personajes trans como víctimas fomenta el mensaje de que vivir abiertamente como una persona transgénero es inalcanzable, ya que pone en peligro su integridad física y seguridad. Estas representaciones unidimensionales y unívocas abogan por una petrificación del personaje travesti, negándole complejidad y variedad. Cathy Crimmins acierta cuando dice que “los gays descubren su herencia cultural al crecer y conocer otros gays” (2004, p. 39). Algo similar puede decirse de las mujeres trans, quienes aprenderán de otras mujeres similares a ellas cómo lidiar con la realidad. Sin embargo, hay que añadir que el conocimiento de este mundo también se efectúa mediante otros medios, más allá de la simple interacción. Por ejemplo, se tiene el cine o la televisión; por eso las imágenes son fundamentales, porque ofrecen alternativas de vida, experiencias que pueden asumirse como patrones de existencia, lo que no implica que no haya otros “condicionantes estructurales” (Kulick, 1997) que intervienen en las formas de vida que adoptan las travestis.
Un hecho conexo a lo anterior, pero que puede tener más de una lectura, es aquel que ocurre en la diégesis del filme cuando Maricruz y su amiga travesti van a la casa de Mía. Como se recordará, el lugar se denomina Plondar’s Castillo (el castillo de Plondar). Al menos eso se puede leer en una de las paredes externas de la casa. Este hecho no es gratuito, la denominación pertenece al universo diegético de la serie animada Thundercats (los felinos cósmicos). En la historia de dicha serie, los Thundercats llegan desde Thondera al Tercer Planeta (la Tierra) y aquí deben enfrentar a una serie de seres antropomórficos denominados Mutantes, entre los cuales están Chacalo, Buitro y Reptilio, el líder del grupo.
En el Perú se emplea el término coloquial “mutante” para aludir a las travestis, porque se considera que estas personas se han transformado, son producto de una mutación (algo que debería hacer pensar si es que las personas heterosexuales y cisgenéricas no mutan a lo largo de sus existencias). No hay duda de que la referencia a esta denominación en el filme de Llosa no está hecha al azar, sino que se relaciona con el significado de esta palabra. Quienes habitan el castillo de Plondar son los mutantes; en la diégesis de Loxoro, las travestis. Una primera lectura de este hecho es que dicha denominación podría estar orientada a la creación de un efecto de humor en el espectador, que al identificar la operación de intertextualidad lo vería como un giño de la realizadora a la realidad propia de las mujeres trans. En este caso, se estaría utilizando a la travesti y su mundo como una especie de objeto de humor, lo que derivaría en una exotización. Ahora bien, una segunda lectura del mismo hecho consiste en que si son los propios habitantes de la casa quienes le pusieron este nombre al lugar, podría entenderse esta acción como un acto de rebelión en contra del sistema cisheteropatriarcal que los nombra con diferentes apelativos. Judith Butler reflexiona a este respecto:
Al ser llamado con un nombre insultante, uno es menospreciado y degradado. Pero el nombre ofrece también otra posibilidad: al ser llamado por un nombre se le ofrece a uno también, paradójicamente, una cierta posibilidad de existencia social, se le inicia a uno en la vida temporal del lenguaje, una vida que excede los propósitos previos que animaban ese nombre. Por lo tanto, puede parecer que la alocución insultante fija o paraliza a aquel al que se dirige, pero también puede producir una respuesta inesperada que abre posibilidades. Si ser objeto de la alocución equivale a ser interpelado, entonces, la palabra ofensiva corre el riesgo de introducir al sujeto en el lenguaje, de modo que el sujeto llega a usar el lenguaje para hacer frente al nombre ofensivo. (2004, p. 17)
Como se aprecia, a partir del insulto se puede existir. La travesti se apropia de esta palabra, la hace suya, la reivindica y la usa como un arma en contra del sistema que la margina. En tal sentido, se entiende no solo la denominación que estas mujeres trans le han puesto a su lugar de residencia, sino la forma en la que emplean los diversos términos que la cultura patriarcal utiliza para humillarlas, pero ahora ellas les dan otra significación, llegando a resemantizarlos. Si esto fuera correcto, la película de Claudia Llosa evidenciaría una manifestación de táctica en contra del orden cisheteronormativo, la que puede ser entendida como un ejercicio de agencia, tal como se produjo en el caso de Maricruz y el hecho de convertirse en madre, sin ser biológicamente posible dicha condición.
Otro aspecto sobre el que hay que llamar la atención es el lenguaje peculiar con el que se comunican los personajes de la diégesis narrativa: el loxoro o húngaro. Este dialecto es hablado por la comunidad travesti en el Perú. Se caracteriza por su uso por hablantes de diferentes regiones y por su naturaleza critptolálica (Rojas Berscia, 2016, p. 1). En el recorrido fílmico de Loxoro, los integrantes de dicha comunidad hacen uso del mencionado dialecto. Una primera aproximación a este uso sostiene que dicha variedad se pone en funcionamiento en contextos de amenaza. Cuando los integrantes de la comunidad no desean ser escuchados por otras personas que no pertenecen al grupo o no les inspiran confianza. En Loxoro, cuando en medio de la batida policial en la que Maricruz ayuda a algunos de sus conocidas a escapar, para que el taxista no las entienda, se comunican en este dialecto. Mercedes Bengochea explica acerca del lenguaje empleado por los integrantes de las comunidades trans:
Ni el aislamiento ni la necesidad de ocultación y secreto son las únicas causas del origen de este léxico. El argot homosexual cumple otras funciones comunicativas, entre ellas, reflejar los intereses y las necesidades de quienes integran la comunidad, expresar dentro de la subcultura gay una serie de roles, comportamientos y posturas sexuales, reforzar la cohesión interna y crear una realidad alternativa a la heterosexualidad hegemónica. (2015, p. 215)
No obstante, es cierto que este uso del dialecto no solo se produce en estos contextos de peligro, sino en otros de diferente naturaleza. En el recorrido narrativo de Loxoro también se practica en el primer encuentro de Maricruz con la amiga que la acompaña a buscar a Mía al castillo de Plondar, cuando interroga a las amigas de su hija en este lugar, o cuando, al final del cortometraje, se entrevista con el oráculo (un grupo de ancianos que le proporciona cierta información acerca del paradero de Mía). El loxoro suministra a las travestis cohesión, el sentirse parte de una comunidad. Como dicen Deborah Cameron y Don Kulick al referirse al uso colectivo de una lengua, se trata de “un acto identitario capaz de delinear los límites de un grupo social y de mostrar las diferencias existentes con otras comunidades” (2003, p. 3). Por eso, las travestis lo utilizan no solo en dichos contextos, sino en aquellos que afectan el trayecto de sus vidas. Tal actitud hacia el lenguaje es una manera de violentar el orden, desestructurando la lengua del poder, adecuándola a sus prioridades vitales. Esta es otra manifestación de la agencia de las mujeres trans.
5. A manera de conclusión
Judith Butler enseña que las instituciones producen sujetos, pero al mismo tiempo segregan y repudian a aquellos que no se ajustan a la norma o que no comparten los presupuestos del orden social. Esta matriz requiere la producción en simultáneo de seres abyectos, que no son sujetos, pero que forman el exterior constitutivo del campo de aquellos. Butler explica:
Lo abyecto designa aquí precisamente aquellas zonas “invivibles”, “inhabitables” de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de los sujetos, pero cuya condición de vivir bajo el signo de lo “invivible” es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos. (2002b, pp. 19-20)
En el orden social moderno construido (y normalizado) por Occidente, la categoría de sujeto está reservada al individuo blanco, varón, heterosexual, cisgénero, disciplinado, trabajador, propietario y dueño de sí mismo. Todos aquellos seres que no registren esas “cualidades” son considerados como lo abyecto y su papel radica en ayudar a configurar a los sujetos. Los disidentes sexuales forman parte de lo abyecto; son entidades cuyas existencias permiten definir a los sujetos. Por esta razón no importan, sus cuerpos poseen poco o ningún valor en la sociedad cisheteronormativa, si desaparecen a nadie le preocupa. En Loxoro, Mía se ha perdido (se sabe que ha sido víctima de la transfobia), y la única persona que la busca es su madre protésica, Maricruz. Incluso sus propios pares, las acompañantes de casa y amigas, no están interesadas en la desaparición de la muchacha (acaso ya han normalizado este hecho como algo cotidiano e inevitable para personas como ellas). Se trata de una travesti, pobre y mestiza, un individuo que nadie extrañará, porque no es un sujeto, sino un abyecto. En esta línea de interpretación, la película de Llosa expone el destino de muchas travestis en el Perú, el ser cuerpos que no importan.
Ahora, estos cuerpos, pese a ser víctimas de múltiples opresiones, pueden conservar la capacidad de agencia, ya que, como sostienen María Antonieta Beltrán y Laura Aguirre, estos no son factores excluyentes, sino que incluso pueden manifestarse de manera concurrente (2016, p. 43). El filme evidencia esta última situación en la representación del personaje de Maricruz, quien es objeto de discriminación y prejuicios, pero a la vez puede llegar a redefinir una institución tan sagrada para el sistema cisheteropatriarcal como la maternidad. Makuti asume el papel de madre por libre elección, sin que medie alguna cuestión relativa al instinto o la biología. En esta línea, lo que se expone en el cortometraje es la manera cómo la comunidad trans ha subvertido y potenciado la institución de la maternidad cisgenérica. Del mismo modo, también son manifestaciones de la agencia de estas mujeres transgénero el desarrollar un dialecto propio como el loxoro, o redimensionar las relaciones de parentesco, al elegir la familia que se quiere integrar. Aunque la película cuestiona la cordialidad entre los miembros de estas “casas”, en las que habitan dichas familias, lo cierto es que existen y sirven como un apoyo a aquellos que las conforman. Así, en Loxoro se aprecia un intento por exhibir la realidad de las mujeres transgenerizadas, las circunstancias de violencia, abuso o desaparición a las cuales se ven sometidas, pero a la par se puede percibir las diferentes maneras que tienen estos personajes transgéneros para enfrentar dichas circunstancias.
Si bien, como se ha visto, Loxoro presenta una serie de cuestiones que podrían hacer dudar si se trata de un producto cultural que puede contribuir a las luchas políticas-ideológicas de esta comunidad, lo cierto es que, como dice Antonio Martínez Pleguezuelos: “Cualquier acto de visibilidad y normalización supondrá una mejora en la situación actual del colectivo” (2018, p. 74). Por esta razón, Loxoro se constituye en un texto importante, no solo porque se muestra como un documento de la realidad que experimentan las comunidades trans en el Perú, sino que, además, se convierte en un artefacto de denuncia en contra de un sistema sexosocial que oprime a las identidades disidentes.