1. Introducción
En su novela póstuma 2666, Roberto Bolaño (2004) hace del mal, entendido como la violencia ejercida con extrema crueldad que se ensaña con los cuerpos de modo desbordado e irracional, un motivo reiterado de indagación. Esta fuerza destructora atraviesa las cinco sesiones del libro con diferentes intensidades en su ficcionalización. Los itinerarios de los personajes que dan título a cuatro partes -1. Los críticos, 2. Amalfitano, 3. Fate, 5. Archimboldi-, conducen a la ciudad mexicana de Santa Teresa, en la frontera con los Estados Unidos, donde suceden los horrendos asesinatos de más de cien mujeres durante el período 1993-1997 que dan título a la sección 4, “La parte de los crímenes”. Allí se condensa una crueldad sobrecogedora que, si bien se vuelve visible con alevosía en la ciudad fronteriza, no es exclusiva de América Latina, tal como se plasma en la parte 5, centrada en la violencia de la Segunda Guerra Mundial.
En su estudio Una modernidad cruel (2016), Jean Franco aborda la cuestión de la crueldad extrema en el texto de Bolaño como una característica de la modernidad, en una etapa cuando el levantamiento del tabú, la aceptación y la justificación de la crueldad serían el resultado de la renuncia del Estado neoliberal a la responsabilidad de proteger a los ciudadanos más necesitados. En efecto, en “La parte de los crímenes”, las mujeres asesinadas en Santa Teresa son mayoritariamente de condición humilde, muertas que parecen no conmover a nadie y que forman parte del paisaje fronterizo al igual que los desechos que se acumulan en las afueras de la ciudad, un paisaje donde el mal se ha entronizado. Jean Franco señala en 2666 la visión apocalíptica de la novela, su advertencia premonitoria de la absoluta insignificancia de la vida dentro de una cultura del miedo y la intimidación.
Asimismo, resulta orientadora la aproximación crítica de Paula Aguilar en “Violencia y literatura en América Latina a partir de 2666 de Roberto Bolaño” (2015) al considerar que, con la fundación literaria de Santa Teresa, Bolaño fractura el macondismo en su versión más simplista y estereotipada de América Latina, así como también la idea de una racionalidad alternativa para Occidente que pudiera provenir del nuevo mundo; en cambio, esa esperada racionalidad marcha junto a la barbarie, que ya es universal y no exclusivamente latinoamericana, como se advierte a través de toda la novela. Alexis Candia (2006) también señala la centralidad del mal como uno de los ejes de 2666; conecta el ejercicio de la crueldad con la obra de Sade y de Bataille en su concepción del mal puro como voluptuosidad y goce, un aspecto que resulta insoslayable ya que el texto sugiere el disfrute de los perpetradores mientras cometen sus terribles acciones. También Candia advierte con acierto que el mal y la magia son dos elementos reunidos en el universo bolañeano, conceptos que enriquecen nuestra lectura.
Desde otro ángulo, resulta valioso para considerar la cuestión de la crueldad el estudio de la filósofa Sayak Valencia (2010) en su caracterización de lo que denomina capitalismo gore, término que hace referencia al funcionamiento de la economía hegemónica y global del momento contemporáneo en los espacios geográficamente fronterizos. Las prácticas gore conciernen al derramamiento de sangre explícito e injustificado, frecuentemente mezclado con el crimen organizado, el género y los usos predatorios de los cuerpos, todo ello por medio de la violencia más explícita. Si bien, según la autora, estas prácticas y los sujetos que las llevan a cabo han ido conformando un fenómeno global, germinan en zonas fronterizas donde convergen el mundo del hiperconsumo y la ausencia de expectativas de ascenso social para los sectores más vulnerables.
En este trabajo abordamos “La parte de los crímenes” en la novela 2666 para enfocarnos en la violencia ejercida contra los cuerpos femeninos y la estética de su escritura. Allí, Bolaño presenta una escalofriante visión de los asesinatos de mujeres, no solo estranguladas sino mutiladas y en gran parte sometidas sexualmente, cometidos a la sombra del poder y del silencio de la sociedad, crímenes que en la obra no logran esclarecerse y que pueden ser atribuidos a múltiples factores concurrentes.
El feminicidio como fenómeno en general suele caracterizarse como el crimen que supone móviles privados, pero en América Latina no puede dejar de vincularse con la Conquista o con la represión durante los regímenes militares en diversos países, incluidas las masacres indígenas en Centroamérica durante el siglo XX. Desde una perspectiva de género, la investigadora Rita Segato (2003) advierte que, si bien todos los crímenes están contenidos dentro de la gran estructura patriarcal, es necesario separar los tipos, los contextos que producen la letalidad femenina. Por tal razón, distingue el feminicidio que sucede en el espacio doméstico o de las relaciones interpersonales, de lo que denomina femi-geno-cidio, que no puede ser referido solo a móviles personales. Se trata de un crimen de interés general, plenamente público, y en esta segunda categoría ubica los cientos de asesinatos de mujeres en la localidad mexicana de Ciudad Juárez, ficcionalizados en “La parte de los crímenes”. Para nuestro enfoque tomamos en cuenta la tipificación propuesta por Segato en La guerra contra las mujeres (2017), publicada en 2016.
2. La ficción novelística y el registro de la crueldad
“La parte de los crímenes”, la más extensa de las cinco que integran la novela 2666 de Bolaño, adquiere carácter nuclear, puesto que en ella convergen y cobran plena significación los trayectos narrativos correspondientes a las otras secciones del libro. El título alude a los múltiples, atroces asesinatos de mujeres con modus operandi semejante que suceden en Santa Teresa, una imaginaria ciudad del norte de México, en la frontera con los Estados Unidos. La extrema crueldad de estos feminicidios -que alcanzan el número de ciento trece y se enmarcan entre los años 1993 y 1997- no preocupa demasiado a las instituciones públicas, las cuales responden con indiferencia e inoperancia a los reclamos de los deudos, mientras las muertas, que revisten en su mayoría atributos similares -trabajadoras en las maquilas, morenas, pobres, jóvenes y hasta niñas- se van multiplicando en medio del silencio colectivo. Los medios de prensa y televisivos apenas si registran los casos, mientras que los periodistas que intentan investigarlos son acallados con amenazas o con la muerte.
La trama narrativa se va tejiendo mediante la secuencia cronológica de episodios que exhiben la violencia corporal pero también social, institucional, económica y doméstica de Santa Teresa como un hecho cotidiano. Por las arterias de la ciudad fronteriza, siempre polvorientas dada su cercanía al desierto, así como por los numerosos bares y prostíbulos, transitan personajes ligados a toda clase de comercio lícito e ilícito, según sean atraídos por oportunidades laborales o de rápido enriquecimiento. Pandillas juveniles, narcotraficantes, “polleros”, migrantes dispuestos a cruzar la frontera a cualquier costo, y también sujetos de turbio pasado provenientes de otros estados y del país lindero se vinculan directa o indirectamente con la muerte de las mujeres y con otros crímenes. Políticos, empresarios y agentes de la seguridad conciertan reuniones con miembros del narcotráfico donde acuerdan acciones para evitar la propagación de los hechos que podrían perjudicar su imagen pública.
En las extendidas, populosas barriadas alejadas del centro, y en viviendas en extremo precarias, habitan las familias cuyos miembros, con gran porcentaje de mujeres, trabajan en las maquiladoras en condiciones laborales carentes de toda garantía y por salarios miserables. Ellas son en gran medida las más frecuentes víctimas de los asesinatos. Los cadáveres mutilados resultan objetos desechables abandonados en parajes solitarios, en basurales o en las cercanías de las maquilas y de los ranchos de los poderosos, pero quedan a la vista de cualquier paseante como muestras de impunidad y desafío a las autoridades y a las normas. “Basura”, “restos”, son términos empleados con reiteración en el texto y asociados tanto a las deficientes condiciones sanitarias de la ciudad como a la invisibilidad de las víctimas como sujetos humanos de derecho.
El relato novelesco traza, a través de múltiples episodios, la imagen de una ciudad caótica de acelerada actividad económica, aunque de escasa o nula planificación, con instituciones débiles cuyos agentes o bien carecen de adecuada formación profesional y de compromiso o bien se ven excedidos en sus posibilidades en la búsqueda de los culpables, lo que los conduce al desaliento. En otros casos son corruptos, cómplices de los grupos del poder mafioso. Por estas diferentes razones, las autoridades policiales y judiciales niegan la vinculación entre los crímenes, omiten o pierden expedientes y objetos incautados como prueba, y se confabulan para acusar a presuntos homicidas En definitiva, los culpables no podrán ser identificados, por lo que Santa Teresa se propone como una visión desesperanzada del presente y del futuro de la ciudad latinoamericana -bien diferente de la moderna idea de ciudad como paradigma de la civilización-, donde la vida cotidiana de los pobladores es sometida a violencias sin límite.
“La parte de los crímenes” versiona en clave ficcional hechos ocurridos en Ciudad Juárez, en la frontera mexicana-estadounidense, durante la última década del siglo XX y comienzos del XXI (que, aunque en menor escala, continúan sucediendo). La escritura es contemporánea de los años en que estos sucesos alcanzaron su mayor conflictividad, según las referencias aportadas por el autor. En un artículo incluido en Entre paréntesis, dedicado a comentar la primera edición de Huesos en el desierto (2002) del periodista Sergio González Rodríguez -ensayo donde el mexicano expone los resultados de su exhaustiva investigación-, Bolaño afirma que el autor le había estado facilitando información detallada del caso y reconoce con gratitud “su ayuda, digamos, técnica, para la escritura de mi novela, que aún no he terminado y que no sé si terminaré algún día” (2011, pp. 214-215). Señala en el mismo artículo la insistencia con que desde hacía “algunos años” venía solicitando información sobre estas muertes a sus amigos que vivían en México, a través de quienes se había puesto en contacto con el periodista.
En la novela, hechos y sujetos referidos en las investigaciones periodísticas ingresan al mundo imaginario, aunque transfigurados, revestidos de nombres y atributos ficticios. El mismo Sergio González Rodríguez es en la ficción el periodista Sergio González, llegado a Santa Teresa desde el DF para escribir la crónica de un caso de resonancia, quien durante su estadía toma conocimiento de los asesinatos en serie. El nombre de la ciudad adquiere un claro matiz irónico, teniendo en cuenta el contraste entre el extremo grado de violencia de los sucesos narrados y la espiritualidad atribuida a la monja y escritora española. Si se considera el hecho de que Santa Teresa de Jesús fue víctima de persecución por parte de la Inquisición por su condición femenina, y de que partes de su cadáver fueran seccionadas, la elección del nombre de la ciudad resulta por demás significativa en relación con los vejámenes cometidos en los cuerpos de las mujeres que aparecieron muertas. Santa Teresa se nos presenta como una metáfora del mal, entendido como la crueldad extrema ejercida sin remordimiento, con absoluta impunidad y hasta con placer.
El texto se inscribe en la tendencia señalada por Josefina Ludmer respecto de ciertas escrituras de los años 2000 que abordan la realidad cotidiana y en su búsqueda de territorios del presente atraviesan la frontera de lo que hasta ese momento se entendía por literatura: “son y no son literatura, son ficción y realidad” (2010, p. 150). Se instala, por lo tanto, en el límite inestable entre la no-ficción y la ficción para indagar un peculiar territorio del presente latinoamericano donde adquiere centralidad el fenómeno del femicidio. En rigor, como subraya la responsabilidad y complicidad de las autoridades y otros sectores de poder en la escalada de los crímenes, resulta más apropiado el neologismo “feminicidio”, ya que este último supone “una estructura de poder de género, es público y privado a la vez, tanto un crimen sistemático como uno contra la humanidad” (Franco, 2016, p. 297). Sin embargo, como ya hemos adelantado, Rita Segato disiente con esta definición y propone una distinción entre los feminicidios que suceden en el ámbito privado, doméstico o interpersonal, de aquellos que son de orden público, cometidos en espacios donde no existe ningún tipo de interpersonalidad, a efectos de particularizar su comprensión, investigación y enjuiciamiento (2017, pp. 155-156). En la ficción, hay alusiones a crímenes de los dos tipos, feminicidios y femi-geno-cidios, y son precisamente estos últimos los que no logran ser comprendidos ni investigados en su especificidad.
3. Un entramado de discursos en el epicentro del mal
Dos ejes articulan el discurso narrativo: la representación artística del material documentado y la indagación de las raíces de la violencia y la crueldad, preocupación que aparece, entre otros textos del autor, en la novela Estrella distante (1996), donde los cuerpos de dos mujeres jóvenes, martirizados y fragmentados, se utilizan como “materiales” para las fotografías de una exposición. Los acontecimientos son recreados a partir de fuentes periodísticas de investigación que abundan en testimonios, expedientes, informes y evidencias (en las cuales, por fuera de la ficción, se fundamentan las denuncias de los allegados a las víctimas), en especial, como se ha dicho, de los trabajos de Sergio González Rodríguez. En el ensayo Huesos en el desierto, este autor da cuenta de los más de trescientos asesinatos de mujeres perpetrados en Ciudad Juárez en el período señalado y vincula la extrema violencia al avance del narcotráfico, de otros grupos del crimen organizado y de la corrupción institucional, que su investigación extiende hasta las más altas esferas del poder gubernamental (González Rodríguez, 2002)1.
En la ficción, Bolaño reelabora el material periodístico apelando a la intertextualidad paródica, la cual impugna a nuestros supuestos humanistas sobre la originalidad artística y nuestras nociones capitalistas de posesión y propiedad (Hutcheon, 1993, pp. 1-2). En su lectura del texto de González Rodríguez como “una metáfora de México, del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica” (Bolaño, 2011, p. 215) está en germen la imagen hiperbólica de Santa Teresa, donde se concentran todas las violencias del pasado, del presente y, en la percepción del autor, también del futuro latinoamericano. Es en la frontera donde convergen el hiperconsumismo del Norte con la ausencia de expectativas de trabajo digno y ascenso social para la mayoría de las personas, donde estallan la violencia y las prácticas gore -tal como afirma Sayak Valencia (2010)-. Ahora bien, si la novela, al igual que el ensayo, contiene una visión desencantada de las sociedades humanas -y la parte que nos ocupa, de las sociedades latinoamericanas en especial-, ficcionaliza, en cambio, el registro histórico-testimonial del periodismo, de modo que los hechos narrados no requieren garantía de veracidad, lo que constituye uno de los rasgos de la escritura del autor: la desrealización de la apariencia del mundo por contaminación con la ficción (Logie, 2014, p. 621). En efecto, el testimonio, condicionado por la subjetividad de quien narra, puede volverse pasible de duda, por lo que genera permanentes relecturas e interpretaciones.
En el presente, tal como lo señala Elizabeth Jelin, los debates sobre el valor de verdad del testimonio permean prácticamente todos los campos disciplinarios (2002, p. 79). Por el contrario, el estatuto de la ficción resulta inapelable. A modo de ejemplo, vale apuntar que las autoridades políticas mexicanas intentaron obstaculizar la difusión del libro de Sergio González Rodríguez alegando que afectaba la imagen del país y de la ciudad, y relativizaron su versión de los hechos. En contrapartida, el texto de Bolaño logra superar estos obstáculos al tamizar el testimonio dentro del mundo ficcional, y en tal sentido vehiculiza de un modo diferente la denuncia de estos asesinatos que pueden ser considerados crímenes contra la humanidad, pues a la violencia inaudita con que fueron perpetrados se sumaba el menosprecio y el silencio de los poderes públicos frente a la multiplicidad de los crímenes, con lo cual contribuyeron a incrementar la violencia.
La apropiación de los informes policiales en la ficción propone una lectura crítica de estos documentos: la acumulación de datos consignados con detalle de pretensión “científica” resulta inútil porque no conduce, sin embargo, a ningún esclarecimiento; nada dicen de la condición económica, laboral o social de las víctimas que pudiera aportar más indicios. La mayoría concluye en frases tales como “al poco tiempo el caso se cerró”, “el caso fue archivado”, porque no se logró dar con los sospechosos o con la identidad de la víctima, por falta de interés en proseguir la búsqueda o por carecer de testigos que ayudaran a aclarar el crimen. La escritura parodia el estilo de los informes públicos cuestionando su aparente eficiencia burocrática, al tiempo que rompe con las reglas básicas de la narrativa policial e instala, en tal sentido, la incertidumbre en el mundo narrado2. Como en los relatos policiales, se ofrecen muchas pistas posibles, pero con una diferencia: en este caso no se llegará a identificar e incriminar a los culpables: en Santa Teresa es imposible aplicar los protocolos y prácticas investigativas porque rigen otras normas no escritas que los vuelven inviables. De esa manera, en diálogo con su superior vinculado a la mafia del narcotráfico, un joven policía que lee libros para actualizarse en su oficio recibe la siguiente advertencia: “¿No sabe usted, pendejete, que en la investigación policíaca no existen los métodos modernos? [...] Pues ándese con cuidado, valedor, esa es la primera y la única norma” (Bolaño, 2010, p. 658).
En este escenario de excepción, la norma está vigente pero no se aplica (no tiene “fuerza”), mientras los actos que no tienen valor de ley adquieren la “fuerza” (Agamben, 2004, p. 80)3. En Capitalismo Gore, Sayak Valencia (2010) afirma que en México el narcotráfico y la criminalidad en general desempeñan más de un rol que beneficia al Estado. Así, por un lado, representan una parte elevada del producto bruto interno del país y, por otro, el Estado se beneficia del temor infundido en la población civil por las organizaciones criminales, aprovechando la efectividad del miedo para declarar al país en estado de excepción, y de esta manera se justifica el desmantelamiento del estado de bienestar, la eliminación de recursos como uno de los primeros precios a pagar en pos de la seguridad (Valencia, 2010, p. 37). En su enfoque, el estado de excepción -tal como Agamben (2004) lo enuncia- adquiere rasgos específicos, propios de las condiciones económicas y políticas del “Tercer Mundo” en la etapa tardía del capitalismo, devenido gore.
4. Un sinfín de historias
A partir de la lista de las víctimas, iniciada por las feministas locales en 1993 e incluida en el libro de Sergio González Rodríguez, la extraordinaria máquina ficcional despliega numerosas historias. El discurso novelesco intercala, por un lado, segmentos con el registro imparcial del hallazgo de los cuerpos, y, por otro, entrecruza distintos fragmentos de historias que forman diversas series. La descripción de los cadáveres reelabora, como se ha señalado, la escritura de los expedientes policiales -estos, escuetos en su aspiración de objetividad, presentan una descripción sumaria de las marcas en los cuerpos violentados hasta morir; indican el lugar donde fueron arrojados, la edad y la complexión física de la muerta, detallan las prendas y otros objetos de su pertenencia, incluyen en algunos casos el dictamen forense-. El narrador en tercera persona parte de estos datos oficiales para recrear la vida familiar, sentimental y laboral de las víctimas e incluso les da nombre y apellido, con lo cual pone en cuestión una escritura que deshumaniza, que nada dice de la historia de estas mujeres.
La ficción opera para devolver la entidad de sujeto a los fragmentos de cuerpos considerados en los informes como meros restos o desechos; en tal sentido, desbarata la pretensión de neutralidad de los documentos, al revelar lo que el lenguaje burocrático silencia de las condiciones materiales y culturales que habrían de derivar en la muerte de las mujeres. A modo de ejemplo, en relación con la familia de una de las muertas, una niña de once años, se cuenta que el padre los había abandonado hacía mucho tiempo. “Entonces vivían todos en la colonia Morelos, muy cerca del parque industrial Arsenio Farrell, en una casa que el mismo padre construyó con cartones y ladrillos sueltos y trozos de zinc, junto a un zanjón” (Bolaño, 2010, p. 503). El desamparo afectivo y la extrema precariedad económica vuelven a las mujeres vulnerables a la violencia laboral y sexual, puesto que deben transitar solas por zonas peligrosas y oscuras en el camino a sus ocupaciones. Por esta misma condición, sus muertes no importan siquiera a los medios informativos. Asimismo, los relatos subrayan la similitud de estos condicionantes a través de los ciento trece crímenes.
Casi todas estas historias narran los sucesos previos a las muertes, destacan la deficiente o nula actuación policial, cuando no su complicidad en el ocultamiento de la verdad. El narrador adopta un registro imparcial, pero la representación artística de expresiones del lenguaje oral corriente en los diálogos y monólogos permite inferir las implicancias de los hechos en la subjetividad de los protagonistas. Ello ocurre tras el asesinato de una periodista y locutora de radio: buscaron al asesino pero no lo encontraron, aunque quedó una agenda de la muerta, a la que los oficiales presentes en la escena del crimen aparentemente no le prestaron atención, lo que revelaría el grado de desidia de todo el procedimiento: “nadie me preguntó de dónde había sacado la agenda ni si había allí algo importante”, dice uno de ellos, que se la lleva consigo, donde encuentra los teléfonos de tres narcos y los de varios judiciales. Tras preguntarse qué vinculación podría haber entre la mujer y estos personajes, concluye con total desafección y cinismo: “Misterio. Hubiera podido hacer algo. Llamar a alguno de los que aparecían allí y pedirle dinero. Pero a mí el dinero no me calienta. Así que conservé la chingada libreta y no hice nada” (Bolaño, 2010, p. 580). El caso se cierra. El crimen se atribuye a un supuesto asaltante y la agenda es ignorada deliberadamente ya que los datos hubieran podido involucrar a personajes importantes, de modo que detrás de la desafección del oficial de policía se ocultan razones más turbias: el asesinato de la locutora habría sido decidido entre quienes integran los círculos de poder, a los que no conviene contrariar. En este mismo sentido se orientan los conceptos de Rita Segato respecto de los crímenes en Ciudad Juárez. Para la investigadora, el propósito de los perpetradores ha sido “sellar, con la complicidad colectivamente compartida en las ejecuciones horrendas, un pacto de silencio capaz de garantizar la lealtad inviolable a cofradías mafiosas” (2017, p. 43).
Otro rasgo de los crímenes es la deliberada exhibición de la impunidad. Para destacar este aspecto, el narrador, con su permanente tono distanciado, se detiene en la descripción del horror de las ejecuciones4. La acumulación de escenas donde el uso de los cuerpos convertidos en objetos se vuelve revulsivo constituye una estrategia narrativa que nos enfrenta al mal implacable, una violencia “inútil”, que parece tener un fin en sí misma, dirigida exclusivamente a causar dolor, como la piensa Primo Levi (2005, p. 561), aunque en el contexto particular de Santa Teresa se manifiesta como necesidad de nuevos consumos, de entretenimiento y placer, como se infiere del siguiente fragmento, relativo al hallazgo de los cuerpos de dos hermanas de trece y quince años:
Según el forense, Estefanía fue asesinada de dos balazos en la nuca. Antes había sido golpeada y se apreciaban señales de estrangulamiento. Pero no murió estrangulada, dijo el forense. Jugaron con ella a estrangularla. En los tobillos eran visibles las señales de abrasión. Diría que la colgaron de los pies, dijo el forense. (Bolaño, 2010, p. 664)
Para subrayar la impunidad reinante, se cuenta que los sospechosos del secuestro y tortura de las niñas, hijos de familias importantes de la ciudad, no fueron identificados porque autoridades superiores ordenaron suspender la investigación. Es posible articular el sentido de los múltiples episodios donde el narrador despliega las intrigas, los enfrentamientos y las hermandades cómplices en la ejecución de la macabra saga de crueldades con las conclusiones de Segato respecto de los sucesos de Ciudad Juárez. Según la investigadora, la violación y muerte de las mujeres resulta un acto de violencia expresiva, más que instrumental. Es un enunciado por el cual el agresor habla a su víctima, pero también, en ese acto, se dirige a sus pares mostrándoles que merece, por su agresividad y poder de muerte, ocupar un lugar en la hermandad viril (Segato, 2017, pp. 39-40). En la novela se habla de grupos de jóvenes, de pandillas organizadas y de aparatos o formaciones que protegen a los jefes narcos, con lo cual se desestimaría la hipótesis policial del accionar de un único asesino serial. De hecho, la intervención de un prestigioso criminólogo investigador de este tipo de asesinatos seriales, el Dr. Kessler, no arroja ningún resultado que acredite tal presunción5.
Otras series de historias están centradas en la intimidad de los personajes o bien ligadas a las investigaciones o a los sospechosos de los asesinatos, acusados sin pruebas. Mas el fluir narrativo de estas últimas, que incluyen una multiplicidad de situaciones, es interrumpido reiteradamente por la noticia de la aparición de cada nueva muerta; las víctimas son consignadas en orden cronológico, e in crescendo desde la primera en enero de 1993 hasta la última en diciembre de 1997. La repetición de los detalles macabros en cada anuncio otorga al texto una densidad asfixiante, sobrecogedora. No obstante, como se ha dicho, el registro de los crímenes constituye el plano visible, la punta del iceberg bajo la cual subyacen otros planos que el relato va revelando. En este abajo, en esta oscuridad, se plasma una imagen del infierno en la tierra, con sus estratos en progresión descendente, imagen que actualiza la de los círculos del Inferno dantesco, aunque de signo contrario, porque los que lo padecen no son los condenados por sus pecados sino las víctimas, mientras los culpables permanecen impunes.
En su exploración de las raíces del mal y de sus nuevas máscaras, el texto de Bolaño plasma una violencia “sistémica”, en términos de Slavoj Žižek, inherente a las condiciones sociales del capitalismo global y que implica la creación “automática” de individuos desechables y excluidos (2017, p. 21)6. Así, el narrador enfoca lo sucio, lo escatológico, los desperdicios, los basureros clandestinos, los prostíbulos, los bares nocturnos frecuentados por narcos, policías y pandilleros, la vida de ciertas gentes que solo deambulan de noche por sitios inmundos donde nadie se atreve a incursionar, las atrocidades del ambiente carcelario, pero también el entorno político-institucional atravesado por la corrupción, agravada por su vínculo con el narcotráfico, como trasfondo de la violencia “visible” en los cuerpos destrozados de las víctimas. En línea con esta concepción parece discurrir la enigmática sentencia de una mujer en una de las historias: “En Santa Teresa ─dice─ nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo” (Bolaño, 2010, p. 439). Los múltiples episodios que narran las crueldades ejercidas contra las mujeres de condición humilde y el entorno de estas ejecuciones intentan volver visible ese secreto: el de la violencia simbólica y sistémica que permanece oculta, respaldada por la indiferencia.
El territorio es también apocalíptico. Santa Teresa no se percibe como una ciudad más, sino como un sitio de pesadilla donde los nombres de los lugares no refieren a su verdadera condición: El Obelisco, “un refugio de los más miserables entre los más miserables que cada día llegaban del sur de la república”, es llamado por algunos El Moridero, “porque allí no había ningún obelisco y en cambio la gente se moría más rápido que en otros lugares” (Bolaño, 2010, p. 628); o El Pajonal, “denominación que a todas luces resultaba más la expresión de un deseo que una realidad, pues allí no había ni pajonales ni nada que se le pareciera, sino solo desierto y piedras” (p. 685). El desierto que la rodea y cubre de polvo las calles acentúa la imagen de Santa Teresa como una ciudad al borde de la disolución, cuyos límites se van confundiendo con esa naturaleza estéril, de ahí que se la caracterice como “ciudad fantasma”, un páramo de indiferencia, carente de humanidad. De este modo, como advierte acertadamente Paula Aguilar, el desierto, espacio simbólico utilizado en diferentes épocas y discursos, aparece en la novela de Bolaño “resignificando la antinomia civilización y barbarie”, puesto que “no es solo el espacio de lo bárbaro sino que alberga precisamente los despojos, los restos de la civilización” (2015, p. 189).
En efecto, la fractura y descomposición de los cuerpos de las mujeres, a las que se refiere con insistencia el narrador, tienen su correlato en otra degeneración, la del tan ponderado orden institucional y su pretendida racionalidad, que muestran en Santa Teresa su lado más frágil y acaso su imposibilidad. No es menor la significación que adquieren los episodios que coinciden con la aparición de la primera muerta en el inicio del relato, donde se narran los actos profanatorios de algunas iglesias y la muerte de religiosos atribuidos al Penitente, un extraño personaje al que tampoco se llegará a identificar. Lo espectacular de sus acciones ocupa la primera plana de los diarios y las pantallas televisivas, opacando los feminicidios. Entre otras muertes habituales resultantes de peleas o robos -crímenes folclóricos, como los caracteriza el narrador-, la extrañeza de los actos del Penitente, por su transgresión del ámbito de lo sagrado y la violencia inexplicable con que los ejecuta, anuncian, como un hecho premonitorio, la profanación de la sacralidad de la vida que tiene lugar en la ciudad mexicana. La modernidad, afirma Jean Franco en referencia a la violencia en América Latina, “se revela en un exceso de crueldad” (2016, p. 12), aunque no es exclusiva de este territorio, como se advierte en el último segmento de 2666, “La parte de Archimboldi”, donde reaparece el horror, en este caso el de los crímenes de la Segunda Guerra.
En otro plano, la novela subraya la persistencia de una cultura machista de fuerte arraigo en todos los sectores sociales. Para Segato, tanto el sexismo como el racismo se pueden considerar “automáticos”; es decir, “no dependen de la intervención de la conciencia discursiva de sus actores y responden a la reproducción maquinal de la costumbre, amparada en una moral que no se revisa” (2003, p. 117). El uso de estereotipos peyorativos para culpabilizar a las víctimas, en boca de los mismos investigadores, alude a una misoginia cotidiana que se refuerza en la conversación y las actitudes (Franco, 2016, p. 328), y se vuelve evidente en el episodio protagonizado por un grupo de policías judiciales a cargo de la investigación de los asesinatos. Reunidos en una cafetería tras acabar el servicio nocturno, uno de ellos cuenta, entre las carcajadas generales y el silencio autoimpuesto de unos pocos, una larga serie de chistes en los que se subraya la inferioridad intelectual femenina y se justifica la violencia cotidiana contra la mujer. La escena lleva implícita la idea de que muy difícilmente estos miembros de las fuerzas del orden, portadores de la cultura machista, estén en verdad comprometidos en la tarea de investigar la causa de los crímenes y a sus autores. Más aún, sugiere que este menosprecio de la condición femenina está en la base de la indiferencia frente a las muertes violentas y otras iniquidades.
Mediante diferentes modalidades discursivas, el texto ofrece distintos aspectos asociados al fenómeno del feminicidio. Para Valencia,
[...] las construcciones de género en el contexto mexicano están íntimamente relacionadas con la construcción del Estado. Por ello, [...] es necesario visibilizar las conexiones entre el Estado y la clase criminal, en tanto que ambos detentan el mantenimiento de una masculinidad violenta emparentada a la construcción de lo nacional. [...] una lógica masculinista del desafío y de la lucha por el poder. (2010, pp. 39-40)
En un sueño, uno de los policías, Olegario Cura Expósito, repasa la historia de las mujeres de su familia: todas ellas víctimas de violación, de la que tuvieron una hija. Las sucesivas hijas sin padre, desde la tatarabuela hasta su madre, se llamaron María Expósito. El único descendiente varón acepta como naturales las humillaciones sufridas por sus antecesoras, pero el sueño en su formulación hiperbólica contraría tal naturalización al recorrer retrospectivamente, en distintos hitos de la historia de México, el largo y continuo sometimiento de las mujeres de condición humilde. En un contexto hiperviolento, de lucha por el poder entre los estamentos estatales y las mafias del narcotráfico, el “sueño” corrobora la conexión entre esa lógica masculinista y la particular historia del país. Con respecto a los actos de violación, en la etimología arcaica el cuerpo femenino también significa territorio, que mediante la violación es anexado como parte del país o territorio conquistado. El control territorial de los señores de la ciudad se inscribe en el cuerpo de las mujeres como parte de su dominio (Segato, 2017, p. 47).
Sin embargo, también puede advertirse otro aspecto del vínculo mujer-territorio, al igual que entre el crimen y las visiones oníricas en la serie destinada a la historia de una campesina, Florita Almada, la septuagenaria que aprendió a leer y escribir a los veinte años y desde entonces se convirtió en ávida lectora. Experta en hierbas medicinales, curandera trashumante y admirada por sus artes adivinatorias -en gran medida procedentes de su ardua experiencia personal-, actividades con que se gana el sustento, Florita es invitada a un programa televisivo de entretenimiento donde presentan personajes singulares de algún modo extraños a ese ambiente y aprovecha la oportunidad para “actuar” una escena de trance. En medio de un rapto alucinatorio muy convincente, grita alternando distintos tonos de voz lo que está sucediendo en Santa Teresa con las mujeres asesinadas, denuncia la inacción de la policía, clama por la intervención del gobernador del estado y propone: “Hay que romper el silencio, amigas” (Bolaño, 2010, p. 547). En su segunda presentación, habla de las visiones que le quitan el sueño, y entre ellas la más recurrente, la de las mujeres muertas. En la tercera, aparece acompañada de algunas activistas de un movimiento de familiares de las víctimas, quienes toman la palabra para denunciar la impunidad y desidia policial, la corrupción y el número de mujeres asesinadas que iba creciendo desde 1993, con duros reclamos al gobernador, lo que casi le cuesta el despido al presentador del programa.
Las apariciones de esta mujer, fechadas en 1994, vistas por una amplia audiencia, logran romper el silencio informativo que se había tratado de mantener hasta ese momento. Significativamente, Florita se siente parte de esa tierra, tal como lo expresa: “me da miedo y coraje lo que está pasando en este bonito estado de Sonora, que es mi estado natal, el suelo donde nací y probablemente moriré” (Bolaño, 2010, p. 575) y como mujer se identifica con las víctimas, lo que la hace rugir como una erinia (en opinión del presentador), convertida en una especie de Casandra mexicana y campesina que anuncia lo que nadie quiere oír. Las actuaciones son actos de “magia”, tal como la concibe con acierto Alexis Candia, aquella que “intenta impedir que el ser humano se derrumbe en los basurales del vacío” (2006, p. 128) y que, de acuerdo con el crítico, en 2666 surge a través de una sexualidad libre, de la literatura y el arte. Por tal razón, no es nada casual que, en uno de los discursos de la curandera, en apariencia caótico, repleto de digresiones, se introduzca el único poema del texto, “Canto nocturno de un pastor errante en Asia”, de Giacomo Leopardi, reconstruido de memoria por el personaje, que destaca los versos más significativos.
Como lectora voraz, Florita ha enriquecido su imaginación creadora y es una artista de la actuación, a lo que recurre para decir las verdades que todos callan. A través de ella se insinúa una concepción de la poesía y el arte como actuaciones, en sentido escénico, modos de asumir la palabra de otros de cuyas voces se apropia el artista orientado, como en el caso de la novela, por un imperativo ético. El pastor del poema, al que Florita traslada al territorio de su país asociándolo con el niño-pastor Benito Juárez, se lamenta por el dolor de la existencia humana y por padecer el tedio de vivir. En sus conclusiones de lectura, la vidente destaca lo relativo al hastío y expresa haber visto “en el rostro del aburrimiento cosas horribles que prefería no decir” (Bolaño, 2010, p. 542). La observación de Florita remite a la cita de Baudelaire que sirve de epígrafe a 2666: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. La ausencia de valores que trasciendan la necesidad de supervivencia o la inmediata satisfacción de los deseos convierten la existencia en un vacío, un desierto que hay que colmar con más entretenimiento y consumo, incluyendo entre estos últimos la vida de otros seres humanos como objetos para usar y desechar. En este horizonte sistémico y anónimo -en términos de Žižek-, aparece cada tanto un oasis de donde emerge el horror, como el de Santa Teresa. Prestar atención a este “aburrimiento” supone enfrentarse con la crueldad que se vuelve cotidiana.
Como Florita (y acaso también como el muñeco del ventrílocuo que la antecede en el programa televisivo, el cual “alcanzado cierto punto de ebullición” cobra vida), el sujeto de la escritura, mediante la proliferación de diferentes voces y modalidades de discurso, narra la violencia que atraviesa todo el tejido social de la ciudad latinoamericana, violencia que enlaza con la desidia y el abatimiento de los seres comunes al percibirse incapaces de revertir el rumbo de los hechos. La ficción narrativa subraya esta imposibilidad -los autores de los crímenes no se conocerán-, pero abre una instancia de reflexión frente al “incierto futuro de toda Latinoamérica”, el que representa amenazado por una creciente descomposición social y cultural, aunque la banalización del horror no es exclusiva de esta región del mundo.
5. Conclusión
Hemos circunscripto nuestra aproximación en torno de “La parte de los crímenes”, sin ignorar los muchos vasos comunicantes que la enlazan con las demás secciones de 2666 y otorgan a la novela de Roberto Bolaño un carácter prismático. El enfoque elegido pone el acento en la visión apocalíptica, abarcadora del mundo global pero localizada en América Latina, con la que el autor indaga las consecuencias de lo que concibe como un quiebre civilizatorio en la etapa contemporánea. Es esta concepción la que preside la escritura en su creación de Santa Teresa, ciudad mexicana limítrofe con el “Primer Mundo” donde la muerte se ha enseñoreado especialmente sobre los cuerpos de las mujeres de sectores desprotegidos y desplazados.
Si bien sustentada en documentos y testimonios, “La parte de los crímenes” excede lo documental para adentrarse en las raíces del mal (la crueldad ilimitada) y abordar no solo los factores que lo producen, sino interpelar al lector acerca del futuro de las sociedades latinoamericanas, un futuro que se anticipa dramáticamente en Santa Teresa. Ello con la particularidad de que esta representación literaria transgrede los límites entre el referente y la ficción, un riesgo que el escritor asume porque para alcanzar una escritura de calidad “hay que correr por el borde del precipicio”, como declara en su “Discurso de Caracas” (Bolaño, 2011, p. 36).
En nuestra lectura hemos incorporado los aportes teóricos de la crítica feminista y de la crítica cultural, así como los de la crítica literaria, que destacan tanto la intensidad narrativa como el impulso anticipatorio del texto. América Latina y la violencia constituyen un motivo de constante interés en la literatura bolañeana, que en libros publicados anteriormente se había adentrado en los tiempos aciagos de las dictaduras (Estrella distante, Nocturno de Chile) y en el fracaso de los ideales políticos y dispersión de las jóvenes generaciones (Los detectives salvajes), con rumbo incierto en el nuevo horizonte donde predominan el éxito económico y la fama, pero donde las guerras continúan sin cesar. En la ciudad mexicana se libran otras guerras igualmente feroces a las que el escritor ha logrado que prestemos atención